
El libro "Castelo. Diario de un ironista", que se publicará en abril, cuenta la historia de Adolfo Castelo, un hombre que desde el humor absurdo y la sátira creó memorables publicaciones, fue pionero de los programas radiales de la medianoche y revolucionó la televisión con ciclos como "Semanario insólito" y "La noticia rebelde.
Escrito por Carla Castelo y Daniela Castelo (recientemente fallecida), ambas con una amplia trayectoria en distintos medios, el libro editado por Sudamericana se distribuirá en las librerías en los próximos días.
A continuación el epílogo del libro:
En ese atardecer, Daniela y yo nos quedamos solas. El cuarto de papá todavía estaba iluminado por el sol. No tuvimos que decirnos nada. En silencio, entonces, fuimos vistiendo el cuerpo de papá. Apoyamos algunas camisas sobre la cama, elegimos algunos pantalones, y comenzamos con el viejo rito de Castelo. Nos decidimos por una corbata a rayas delgadas, en el tono de los grises. Le pusimos el mejor calzado, unas medias combinadas, una camisa blanca, y un pantalón apenas satinado de color negro.
Demoramos para elegir el saco, que debía arropar al conjunto. Por último, le pusimos una gorra de las que él más quería. Parecía un universitario.
Era un momento mágico. Deseábamos que estuviese hermoso para la multitud. Queríamos que se fuera como había elegido ser.
La casa estaba vacía. Ya habían pasado algunos amigos, y Adolfo Benjamín se había cansado de tanto trajinar con los termos de café que traía desde su casa. Nos habíamos quedado sin agua, y Benjamín, displicente, nos atendía como si fuera uno de los deudos.
Jorge Guinzburg y Carlos Ulanovsky se enteraron por la placa de Crónica TV. A mí me impresionaba cómo habían corrido las noticias. La televisión zumbaba la muerte de Castelo. Sus amigos, entonces, vinieron a ver qué necesitábamos. Coordinaron con la Legislatura para que se hiciera el velatorio, y conversaron con los médicos que realizaban la partida de defunción.
Estábamos en el comedor, en la mesa gigante del departamento de Los Patos. El señor de la cochería comenzó a realizarnos un breve cuestionario. En sus manos se reía el documento de identidad de papá.
-Fecha de nacimiento: 29 de agosto de 1945.
Jorge Guinzburg no pudo evitar la carcajada. Todos nos miramos con complicidad. El hombre nos observaba sin entender.
En cualquier momento era hijo nuestro -dijo Guinzburg.
Cuando se llevaron el cuerpo, apagamos las luces. Era una extraña sensación de angustia y de dolor. Teníamos que asistir al velatorio de nuestro padre. Pero Castelo no era un hombre común. Y nosotras decidimos despedirlo como a un grande. El velorio era también un evento por el que pasarían las figuras, los amigos, los oyentes. Nosotras, entonces, debíamos ser anfitrionas.
Así me lo hizo sentir un amigo de la infancia: "Tenés que ponerte tacos altos", me dijo Jorge Smukler cuando estábamos en casa preparándonos. Daniela se decidió por un conjunto más rockero.
Puede parecer banal, pero para papá era sagrado.
Daniela llegó a la Legislatura a eso de las nueve de la noche. Todavía había poca gente. El primero que se acerca es Fernando Noy, el poeta.
-Soy su viuda soy su viuda -repetía con desconsuelo y un ramo de jazmines.
Cuando yo llegué eran las diez. El lugar estaba concurrido.
Horacio Marmurek hablaba con los fotógrafos para que entendiesen que no queríamos fotos del cajón. Transpirado, con una camisa impecable, les decía: "Yo entiendo cómo es esto pero por acá no pasa ninguno".
A media tarde, los amigos más íntimos se habían despedido al aire. Joaquín Sabina estaba desconsolado.
-Estoy hecho mierda. No puedo conformarme con que haya muerto un tipo tan guapo Ahora sólo quedo yo para decir lo que lo amaba. Lo que yo quiero es encontrármelo en un puticlub mañana.
¿Por qué los hijos de puta son longevos y la gente decente no? -Ojalá te pudiera decir eso, era un grande el abuelo, era un grande -le decía Lanata con la voz quebrada.
-No tenía enemigos, este cabrón del pelo blanco no tenía enemigos, todo el mundo lo amaba, ¿no? ¿Sabés que tenéis que hacer ahora? Ser dignos de él que no es tan fácil, ¿eh? -Hoy es un día para odiar la muerte -¡Muera la muerte, carajo! En el velorio, comenzaban a llegar los oyentes, y llenaban el cajón de estampitas, camisetas de Boca, rosarios, fotos, carteles, cartas, flores. Mientras yo lloraba con Graciela Borges, Daniela iba y venía con Elizabeth Vernacci. Faltaba que alguna banda tocara, para que eso además de despedida fuera fi esta, como en los velorios de los gitanos y los negros.
"Sí, Castelo estaba loco, y tenía coraje, y se indignaba, y decía lo que tenía que decir aunque eso lo dejara al borde del desastre -dice Carlos Barragán-. Y muchas veces quedaba al borde del desastre y salía a pelearle a la tormenta, que era el costo de hacer lo que le parecía que estaba bien hacer. Y por eso lo queríamos tanto y lo respetábamos. Porque además de ser el líder de aquel grupo que hacía el programa, discutía como uno más y con todos nosotros sus ideas, lo que pensaba decir, y cuál era la mejor manera de decirlo. Castelo era un tipo necesario, uno que se animaba a señalar que el rey está desnudo, el que rompía con la lógica de mejor no nos metamos con este tema. Porque en lugar de cuidar su lugar, lo apostaba todo el tiempo. Porque sus decisiones terminaban en un Amén, pero que no era Amén, era y si no, nos vamos a la mierda y listo Amén, Castelo".
Estela de Carlotto asistió al velorio, con ese gesto de resignación dulce que muchas veces le hemos visto. Papá la amaba.
Como amaba a Hebe de Bonafini. Eran para él mujeres intocables.
El velorio comienza a menguar a eso de las doce, cuando nosotras nos vamos a descansar un poco. Los flashes en la puerta eran como balas de goma. Sabíamos de qué se trataba pero no estábamos dispuestas a la foto.
"Se hace difícil hablar de la muerte de una persona a la que todos queríamos tanto -escribe Roberto Pettinato-. Cuando digo queríamos tanto me refiero a esa gente que uno QUIERE que exista.
Uno quiere gente así en el mundo, porque cuando un comediante o humorista se va el planeta se convierte en una tierra aún más desagradable. Castelo. Lo más divertido y lindo de él no lo puedo contar. Lo que hemos vivido alguna vez tampoco lo puedo contar. Lo que me encantaría reproducir ya lo he olvidado. Fue un gran humorista. Logró lo que pocos: morir con una sonrisa en la cara y no era la suya sino la de su público".
A eso de las siete de la mañana, me despertó la producción de Chiche Gelblung. Querían una nota. La prensa puede ser desgraciada.
Esa mañana, quise imitar a mi hermana y me vestí con una pollera a rayas, unas calzas, y una gorra, haciéndole honor a mi padre.
Daniela, paradójicamente, se puso tacos altos. Era la chica más hermosa de la ciudad. Con una camisa blanca, una pollera, y unos zapatos blancos con flecos, parecía una nena.
"Todos tenemos nuestro Adolfo -escribía Rep-. El mío era muy elegante y cómplice. Respetuoso y con un estilo de caballero que lo transportaba a otras épocas que me hubiera gustado vivir. Recurro a todos los Castelos de mi vida para borrar al no Castelo que vi hoy descansando con un gorro, toqueteado como un santo, que nunca lo fue".
El velorio era un gentío. Otra vez la consoladora galería de visitas. Daniela recuerda la cara apesadumbrada de Lucía Galán, el gesto adusto de Claudia Villafañe. Ahí estaba Alejandra, la vieja novia de papá, con ese aire maternal, entre lágrimas, sonriente.
Ahí estaban los amigos de cada una de nosotras.
Conversándonos entre la multitud. Sosteniéndonos.
Cuando salimos, en la calle, era una lluvia de papeles. La gente nos daba su aliento desde los balcones. En el coche, viajamos con Adolfo Benjamín, que ya era parte de la familia.
"Jamás voy a poder olvidar su cuerpo tapado por flores, cartas, poesías y estampitas entregadas por desconocidos que lloraban su muerte -escribió Guinzburg-. Ni a la multitud vivándolo cuando su cuerpo salió de la Legislatura. Ni la lluvia de papelitos que arrojaban desde los edificios cuando el coche fúnebre inició su marcha. Ni los aplausos desde las veredas al paso del cortejo. Ni el llanto de tantos y tantos famosos y anónimos que esperaban, bajo la lluvia, su llegada al cementerio. Ni la plegaria que inició el Padre Mujica y a la que se sumaron todos entre lágrimas. Ni tantos abrazos que recibí esa tarde, de aquellos que al estrechar mi cuerpo se sentían un poco más cerca de Adolfo. Si el sentido de la vida es lograr ser querido, sé que se fue pleno. Pero no me alcanza".
Los más cercanos llevaron el cajón hasta el panteón de Actores. Hay escenas tan terribles en la vida que no se pueden explicar. Fernando Peña deshace el nudo del pañuelo que lleva en la garganta. Es un pañuelo rojo sangre. Y lo lanza al nicho como en un último adiós.
"Blanco, pelo blanco, blanco pecho, blanco de tontos y cobardes, blanco pelo, dolor y experiencia, blanco el papel que llenás con tinta de naranjas ácidas sin madurar, blanco de bobos, blanco mantel prefiere usted Adolfo para comer su puré, blanco el vino no, tinto por favor, le dice al mozo, pelo blanco, blanco el ojo, de todos sos el blanco, Adolfo, blanco el pañuelo que sabe tus dolores que no contás ni hasta tres. Contá tranquilo conmigo que soy como vos, jamás tiraré la toalla blanca en el piso, como vos blanco pelo, blanco pecho, blanco de bobos, blanca la conciencia, sostiene la toalla blanca, Castelo de corazón rojo. Pasión".
Cuando salimos del cementerio, el día estaba gris y no teníamos rumbo. Había muerto papá. Los visitantes se habían ido. El dolor, entonces, te quiebra los huesos, el cuerpo estalla, y parece que fueras a romperte. La ausencia puede ser brutal.
Los recuerdos dulces llegarán después, para sanar el alma.