Santa
Fe, ciudad asociada a la historia primigenia del Noreste Argentino, núcleo
germinal de hechos políticos e institucionales, que también supo anticipar en
la primera revolución social criolla (digo, aquella de los Siete Jefes hoy casi
olvidada) las causas y el destino de tantas revoluciones sociales
latinoamericanas, acontecidas con posterioridad.
Podremos
percibir las huellas del pasado, en su evanescencia, sólo atentos a los elementos del mismo
que todavía perduran. Esos que trascendieron los siglos y están ahí –mejor
dicho, aquí– para darle marco a nuestra imaginación.
Santa
Fe no podría serlo sin su mapa hídrico. Es la que es por el laberinto de sus
deltas, su caprichosa trama de caminos del agua por donde llegaron y partieron
tan dispares colectivos humanos, que trajeron y llevaron los productos de sus
culturas, materiales e inmateriales. Entre la verdad y la mentira, los mitos
identificaron en la época de la conquista, el imaginar de unos y de otros, la
corporización de sus ambiciones, sus miedos y su fe. Pero ¿qué ha perdurado en
la memoria fija de la literatura, en la maleable memoria oral de nuestro pueblo
de aquella mitología? Ahora nos ocuparemos de acercar una idea de respuesta a
esa pregunta.
Pondremos en juego, con mayor o menor grado de detalle, y mucha
modestia, un puñado de aquellos mitos.
…Y
los caminos del agua (así podría empezar este recuento un poco novelado) fueron
para los conquistadores un panorama de oscuridad y maravilla, de misterio y de
miedo, hasta que una realidad material los puso de patitas en la Tierra.
En una reedición de la condena edénica, el
velo les fue quitado y sus ojos dejaron de engañarse con la ilusión del Paraíso
y se vieron obligados a sufragar con la vulnerabilidad de sus manos, la
precariedad de sus armas y la irrecuperable moneda de su sangre el precio que
más allá, mucho más allá de su voluntad les reclamaba la Historia.
Así
lo asienta Agustín Zapata Gollán:
“Como los
faraones del Egipto levantaron tres pirámides a lo largo del Nilo, así los
conquistadores clavaron tres pueblos a lo largo de un río fabuloso. Pero Santa
Fe y Buenos Aires revivieron bajo un signo infausto: el hambre. Y fue también
el hambre la que trazó los caminos del Río de la Plata ”.
Pero no perdamos de vista el imaginario de
los mitos. Aquí están, otra vez los conquistadores, con los ojos desorbitados
ante una naturaleza que, ya en tiempos de la Creación , se había salido
de madre. Absortos ante una desmesura de colores y formas, la abigarrada espesura
de la selva, la fugacidad proverbial de las sombras de pájaros y bestias
carnívoras cuya magia final los transmutaba en siluetas humanas.
Así
dejó testimonio el arcediano cronista de Indias Martín del Barco Centenera:
“El río Negro, que
Hum tenía por nombre. Aquí en nuestros tiempos se han hallado pescados
semejantes mucho al hombre. Aquesta de pasada lo he tocado, ninguno de leerlo
aquí se asombre, que, siendo Dios servido en otro canto diré cosas de vista y
más espanto”.
Promesa
que cumple en su poema “La
Argentina ”, cuando alude en un primer fragmento a
“La sirena también
bella y hermosa, como una bella dama, gimiendo y esparciendo al viento las
doradas crines”
y
en un segundo fragmento:
“En una bella
noche muy serena, habiendo el sueño dado ya sus puertas a lo que nuestra cama
era la arena, estando centinelas muy alertas, con grande dulcedumbre una Sirena
comenzó a cantar; y cierto, ciertas y humanas parecían sus canciones, bastante
a mover mil corazones”.
Vemos
cómo el mito corre a la velocidad del río, del río material en un mismo tiempo
histórico; del heraclitano río imaginario, aunque remontando aguas va de siglos
atrás a nuestros días, y así puede valerse de ese mito Manuel Mujica Láinez,
cuando en su cuento “La Sirena ”
escribe:
“Entonces la Sirena
comienza a cantar para seducir al impasible, y las bordas de los tres navíos se
pueblan de cabezas maravilladas. Hasta irrumpe en el puente Domingo Martínez de
Irala, el jefe violento. Y todos se imaginan que un pájaro está cantando en la
floresta y escudriñan la negrura de los árboles.”
Pero
volvamos a considerar un instante aquella alegoría al castigo edénico de que
hablamos al inicio. Parafraseando a José Luis Víttori, podemos entender que no
fue un paseo la conquista española. Lo supieron tres Juanes: Juan Díaz de Solís
cuando sintió en carne propia las lanzas guaraníes, o Juan de Osorio “el
Triste”, o Juan de Ayolas. A otros los abatieron las enfermedades, como a
Domingo de Irala. Y si no, y si lograron volver a España, debieron enfrentar
pleitos interminables, humillaciones públicas y pobreza.
Ellos
buscaron las magníficas ciudades de palacios de oro puro encaramadas en las
crestas de los cerros, buscaban el milagro menor del magisterio de un rey cuyas
manos, de sólo tocar, atenuaban la fiebre, contagiaban la opulencia y
restituían el cabello en las venerandas calvas cristianas.
No
quisieron saber, eso es seguro, que jamás iban a encontrarlos.
No
pudieron saber, esto también es seguro, que de este lado del océano los
esperaba la eternidad para sus nombres y el juicio de la posteridad para sus
acciones.
Me
veo obligado a desarrollar, a modo de epílogo, dos de los mitos nuestros que
más llaman la atención por su belleza.
El primero, la historia de amor de los
jóvenes guaraníes Yanduballo y Liropeya, construida oralmente y transmitida por
méritos narrativos propios. Una historia de amor, tengo para mí, digna de
equipararse a las más señaladas escritas por plumas europeas, que tanta
difusión tienen. Hablo de méritos como: secuencias de suspenso, una traición y
la trascendencia en la muerte: ¿no son ésos los argumentos de Eneas y Dido, de
Romeo y Julieta, de Abelardo y Eloísa?
Veamos pues: ante el embeleso de amor de Yanduballo, la amada le exige que luche y venza a
seis guerreros antes de darse a él en entrega ritual. Yanduballo accede, lucha
y vence a cinco en el término de un año, cuando ella –que se había reservado el
nombre del último– decide que sea de la hueste de Garay su rival: el soldado
Caravallo. Éste desea ardorosamente a la muchacha. El combate, regido por el
hado fatal, está sucediendo, ahora, otra vez, a medida que yo lo cuento y
ustedes lo oyen. Es una lucha breve. Los guerreros se separan agitados, a ruego
de Liropeya. Caravallo simula retirarse, dejarlos con su miedo y su amor,
amarga pócima que no podrá sino envenenarlos. Pero apenas le dan la espalda
arremete y asesina al joven guaraní y a empujones se hace de Liropeya como
esclava. Ella calla y se somete, se deja hacer hasta el momento de la extrema
pasión, cuando hace entender a la simpleza de su amo que no podrá tocarlo, o
acceder a él, ni siquiera respirar si antes no sepultan el cadáver de
Yanduballo. Ya estamos allí. Junto al cadáver. Junto al soldado cavando una
fosa. Liropeya le birla la espada del cinto y se da muerte, riendo se da
muerte: sin duda, Caravallo deberá cavar una tumba el doble de ancha y el doble
de profunda. La muerte triunfa sobre la banalidad del final feliz. El amor
triunfa sobre la muerte.
Ahora, el segundo mito de este
bienintencionado epílogo, uno que vive aún hoy, con la pagana fe de los
habitantes de la costa de nuestro río. Nos vamos a San Joaquín. Los pescadores
nos cuentan de unos chicos de piel oscura que saben salir de la corriente
cuando más filoso muerde el sol de la siesta. “Son los Negritos del Agua”, nos
dicen con miedo reverencial: “si los ven, cuidado que ellos no los vean, sino
los van a soñar, o a lo mejor, el río se crece y se les viene encima de golpe”.
Zapata
Gollán nos lega los antecedentes de esta creencia en sus escritos cuando cita
al Primer Cronista de Indias, Gonzalo Fernández de Oviedo y Valdéz:
«En la expedición
de Don Pedro de Mendoza, que acababa de fundar Buenos Aires, hubo quienes
pudieron ver un "hombre marino" surgir de las aguas del Río de la Plata.
Esta información
se la da Alonso de Santa Cruz, "al cual se debe dar crédito", dice el
Primer Cronista de Indias, porque además de ser persona de confianza e
hijodalgo "es doto, cursado e parcial amigo desta ciencia e
geographia".
El "hombre
marino" que los primeros exploradores pudieron ver (…) entre los criollos
pobladores de las islas y del litoral fluvial, tomó el nombre de "el
negro" o "el negrito del agua" hasta nuestros días»
Para
terminar: los mitos hablan de nosotros que hablamos de ellos. Ellos son para
que seamos y también viceversa. Santa Fe es una ciudad inventada por el río, y
su honda mitología nos pertenece porque esa es la forma que tenemos de
pertenecerle. El río nos acaricia y nos abraza. Y en cada tramo de ancha
felicidad y profundo dolor, y cada vez que nos alimentemos del río u oigamos
cantar a sus criaturas (de la imaginación y de la espesura), el río nos estará
reconstruyendo. Criaturas que somos de un dios mitológico, no podemos sino ser
voceros, intérpretes y creadores de más eterna mitología.
Autor: Sergio
Ferreira - Revista "eh! Agenda Urbana"
Bibliografía
-
VITTORI, José Luis, “Del Barco Centenera
y la Argentina ”,
Ed. Colmegna Santa Fe, Argentina, 1991
-
ZAPATA GOLLÁN, Agustín, “Obra Completa”,
Tomo 5, Ed. Universidad Nacional del Litoral, Santa Fe, 1990
-
MUJICA LÁINEZ, Manuel, “Misteriosa Buenos Aires”, Ed. Planeta Agostini, 2007