Tras el bombardeo a La Moneda y la muerte de Salvador
Allende, unos 500 profesores y estudiantes se atrincheraron en la Universidad
Técnica del Estado (hoy Usach). Entre ellos Jara, que daba clases ahí. No
resistieron mucho. Hubo muertes y a los detenidos se les llevó al Estadio
Chile. Jara estuvo cuatro días preso, donde fue duramente torturado. Incluso
sufrió la fractura de sus manos a culatazos. “Toca la guitarra ahora”, le
habrían dicho sus captores. El cuerpo de Jara fue encontrado unos días después
fuera del Cementerio Metropolitano por Carabineros que lo trasladaron como N.N.
al Instituto Médico Legal.
En ese lugar parte la historia de Héctor Herrera. El ex
funcionario del Registro Civil tiene hoy 62 años y reside en Francia. De visita
en Chile, conversó con Página/12 y contó detalles de cómo, entre cientos de
muertos, encontró a Jara, avisó a su esposa Joan Turner, la esposa inglesa del
cantautor, lo sacaron arriesgando sus vidas de la morgue y lo enterraron en un
nicho anónimo en el Cementerio Metropolitano.
–¿Qué hacía usted el 11 de septiembre de 1973?
–Tenía 23 años y trabajaba como administrativo, haciendo las
cédulas de identidad en el Registro Civil. Retomé mi trabajo el 15 de
septiembre, antes no pude por el toque de queda. Ese día, un militar habló
desde arriba de un camión y gritó: “Se acabó la política, ahora se trabaja”.
Pidió voluntarios para ir al Servicio Médico Legal (morgue), me llevaron a mí y
me cagaron la vida. Nos dieron las instrucciones: tomar la altura, peso, sexo,
color de piel y ojos de los muertos que llegaban por montones. Además
marcábamos las diez huellas digitales. Trabajamos en el estacionamiento del SML
al aire libre. Llegaban camiones y tiraban los cuerpos al suelo. Nosotros los
poníamos en línea. Estaban con heridas de todo tipo y había mucha sangre. Había
varias mujeres muertas, incluso una de ellas estaba con su bebé. La gente tenía
los ojos abiertos y amarrados por alambres. Todos tenían los puños cerrados.
Costaba abrirles las manos. Una vez que se fichaban, los cuerpos se entregaban
al departamento de dactiloscopia para identificarlos. Ahí les perdía la pista.
–¿Cómo reconoció a Víctor Jara?
–Lo vi en 1972 en un festival de teatro en el centro de
Santiago. Un amigo chilote que trabajaba en la morgue me avisó que estaba entre
los muertos. Era de día, pero el patio estaba en penumbras. Me costó
reconocerlo. Estaba lleno de tierra y con muchas heridas. El pelo lo tenía
pegoteado con sangre y tierra, y la cara estaba desfigurada por los golpes. No
estaba seguro. Anoté sus datos, pero decidí guardar su ficha. No la entregué.
Le cuento a una amiga en dactiloscopia. Ella sabía que yo era cercano a la
Unidad Popular y allendista. A la hora del café, le pasé la tarjeta de Víctor
por debajo de la mesa. Le dije: “No hay que avisar a los milicos sino a su
familia, para sacarlo de ahí”. La chica me confirmó que era Víctor. Busqué su
informe, me doy cuenta de que era casado con Joan y que la dirección de ambos
coincidía. Quise ir a su casa, pero me pilló el toque de queda. Le conté a mi
familia y al otro día, 19 de septiembre, parto a primera hora a la casa de los
Jara. Tomé varios buses, era lejos. Desde una ventana aparece Joan preocupada,
y me presento. Me hace pasar. En el living estaban sus hijas. Una de ellas cortaba
fotos de su padre: “Usted lo conoce”, me preguntó. Joan pensaba que yo le traía
un mensaje de Víctor. Le conté la verdad, me tomó las manos y lloró junto a mí.
Eso me hizo reaccionar y decido ayudarla, a sepultarlo antes de que los milicos
se enteren de quién es.
–¿Usted arriesgó su vida?
–Sí. Salimos de su casa en una camioneta pequeña, llevaba en
sus manos un poncho andino. Llegamos a la morgue. Había militares en la
entrada. Me hicieron pasar y dije que Joan era funcionaria. Ella se sobrecogió
con el espectáculo de muertos. No estaba el cuerpo de Víctor en el lugar donde
lo dejé. Pregunté a otro funcionario, subimos una escalera llena de cadáveres
en el suelo. Unos 30 cuerpos más allá estaba Víctor vestido con la misma ropa:
jeans, camisa azul y una campera de mala calidad que alguien se la prestó
porque le quedaba chica. Joan lo ve. Lloró en silencio, no gritó. Lo abrazó y
acurrucó. Trató de limpiarlo un poco. Yo vigilaba; si nos pillaban, no sé qué
nos hubiera pasado. Rápidamente hago los trámites legales. Después de varios
minutos me dan el certificado para sacar el cuerpo, pero no había plata para
comprar un ataúd. Joan se acuerda de un amigo que vive cerca de ahí, y lo
ubicamos. Se llama Héctor, como yo. El tipo llega a la morgue y ambos lloran
abrazados. Compramos el ataúd. Todo en la más absoluta discreción. Ahora
necesitábamos un carro de mano para trasladar el ataúd dentro del cementerio,
que quedaba cerca de ahí. Le cuento a otra funcionaria del recinto que queremos
enterrar a Víctor, la señora me hace una seña como de una guitarra. “Sí”, le
respondo. “No le diga a nadie, pero a las 14.30 tres sepultureros lo esperarán
en la entrada y lo ayudarán con el carrito”, me dice. Me da un papel especial.
Todo listo. Volvemos a la morgue por el cuerpo, pero otra vez no estaba. Lo
ubicamos. Estaba desnudo, listo para la autopsia. Logramos sacarlo de ahí y lo
metimos desnudo al ataúd. No había tiempo. Lo cubrimos con el poncho andino,
metimos su ropa doblada y lo amortajamos. En una sala contigua lo velamos con
cuatro horribles ampolletas que apenas alumbraban. Joan estuvo a solas unos
minutos. Subimos el ataúd a la camioneta y salimos. Justo aparece un camión
militar con más muertos. No querían retroceder y ahí Joan hace su primera
acción dura, con las manos les dice que se corran, que teníamos prioridad y los
milicos retroceden. Salimos. Llegamos al cementerio. Ibamos Joan, Héctor, yo y
el sepulturero que tiraba el carro. No llevábamos flores. Caminamos hasta el
fondo del cementerio.
Llegamos al humilde sitio que pudimos comprar. El espacio
para Víctor quedaba arriba de una hilera de seis nichos. Entre los cuatro
subimos el ataúd. Nos costó mucho, estaba muy pesado. En ese momento, el
sepulturero toma una corona fresca de otro entierro y la pone en el lugar de
Víctor. Ahí recién me quebré y solté el llanto. Joan me abraza y me dice: “Este
no es el momento para acordarnos de Víctor, debes recordarlo cantándole a
Chile”. Nos fuimos en silencio. Justo estaban enterrando a un militar de rango.
Tenía muchas flores, había mucha gente. Me dije: “Por Dios, dos muertos por
bando para qué, por qué”. Me fueron a dejar a casa, ahí en la población
Conchalí. No nos vimos en años con Joan. Yo, después de estar varias veces
preso por mi pasado UP, me fui exiliado a Francia. Los milicos me acusaban de
falsificar cédulas para que más gente votara por Allende. Yo jamás falsifiqué
algo. Nunca.
Fuente: Crhistian Palma (Página 12)
Fuente: Crhistian Palma (Página 12)