Ante la noticia del asesinato de dos mujeres (una pequeña,
hija de la otra) en Lincoln esta semana, mi odontóloga se preguntaba si el
hecho no tendría que ver con una moda: “esto de la violencia de género, que lo
pone de moda ¿no provocará más casos?”, decía.
En varios momentos y en varios países he escuchado
apreciaciones por el estilo, como si en los últimos años hubiera aparecido algo
que no existía previamente (la violencia contra las mujeres) y que una vez
aparecido se reprodujera a sí mismo
creando una “moda”, algo que es completamente falso.
Primero hay que señalar que la violencia no es un dato por
fuera de la historia. Cuando hablamos de violencia hablamos de una categoría
clasificatoria: lo que para unos es violencia, para otros, en otro momento
histórico, podría no haberlo sido.
Podríamos pensar, por ejemplo, que durante siglos las
mujeres fueron consideradas inferiores a los varones, se actuaba en
consecuencia y esto no era asumido como violento.
Se las caracterizaba con atributos que se imputaban a la
naturaleza: ellos como fuertes y ellas
débiles (entonces necesitadas de protección, que la mayoría de las veces fue
pagada con sumisión) ; ellos racionales y ellas emocionales (en un mundo social
donde razón y emoción no valían lo mismo); ellos el orden (la civilización, la
política), ellas el caos (el descontrol, profundamente amenazante del orden);
ellos activos y productores (de todo), ellas pasivas y reproductoras (de todo
lo que engendraban ellos, incluso las verdades sobre la vida); ellos en el
espacio público (donde se decidía el destino común); ellas en el privado (con
los no varones, con lo no blancos, con los niños, con los no ciudadanos).
Existe una poderosa tradición de una ideología de la
inferioridad de las mujeres, sostenida sobre la necesidad de control de lo que
se supone amenazante a la dominación masculina.
Excluidas de los poderes públicos reservados a los varones,
durante mucho tiempo se les planteó como
lugar privilegiado el matrimonio, y así se desplazaban de ser propiedad del
padre a serlo del marido. El matrimonio como un espacio de claro control de sus
sexualidades, de sus deseos y de su fertilidad. Las mujeres fueron clasificadas
como madres y esposas, y si no como prostitutas (que también fueron reguladas e
institucionalizadas por los varones en
base a toda una serie discursiva que va desde que “algunas mujeres nacieron
para putas”… etc.).
En esta tradición discursiva las únicas mujeres poderosas
son las que se subordinan al orden patriarcal y muestran cómo, si no estuvieran
controladas por un principio masculino, todo sería un caos. Esposa, prostituta o virgen (una manera de liberar a
la mujer de ser mujer, de su cuerpo y de
su estigma) la mujer se definió siempre por su postura sexual ante el varón.
Sus historias no tuvieron jamás registro escrito. La única
historia posible de ser escrita fue la de los varones: la de las guerras, la de
los grandes hombres, la del espacio
público que les era vedado a ellas. En todo caso se hacía el relato de unas
mujeres excepcionales, justamente para marcar la excepcionalidad o para señalar
en sus vidas el peligro que escondían sus deseos si no eran controlados por un
varón.
Buenas o malas mujeres de acuerdo a la obediencia. La
ideología de la inferioridad estuvo tan
arraigada que durante siglos sólo esporádicamente permitió la rebelión.
Pero es recién en el siglo XX, más allá de la larga historia
de resistencias (y que sería imposible contar en tan pocos caracteres pero que
ha sido tan bien documentada por los feminismos varios) los movimientos de
mujeres logran organizarse y señalar en ese y para este siglo que ser mujer es
un asunto político, público, es decir, histórico. Y que no es natural la
violencia que se ejerce contra ellas. Que no se nace mujer sino que se hace,
por lo tanto la única manera de hacerse no es aceptando la dominación y la
esclavitud.
Se le pone nombre a unas violencias como violencias de
género (que generalmente además van acompañadas de violencias de clase, entre
otras). Se desnaturaliza y muchas
mujeres dejan de aceptar la subordinación.
Incluso es posible que hoy no haya un aumento de las
violencias, sino que éstas se puedan nombrar lo que las hace visibles (y aunque
en aparente paradoja, debería completarse la hipótesis pensando que tal vez la
violencia se manifieste de otras formas debido a que no es aceptada).
La Argentina de este siglo ha hecho varios avances en la
comprensión e intervención para la transformación de esta realidad. Se ha
comprometido con el empoderamiento de las mujeres siguiendo la mejor tradición
peronista. Medidas como la jubilación de las amas de casa, o la lucha contra el
trabajo precario de las mujeres que limpian la mugre de otros más aventajados
van en esa dirección.
Vale la pena mencionar en el plano legislativo, a días de
haberse sancionado la Ley contra la trata, la sanción en 2009 de la Ley de
Protección Integral para prevenir, sancionar y erradicar la violencia contra
las mujeres en los ámbitos en que se desarrollen sus relaciones
interpersonales. Y en el artículo 5 se
caracteriza cada una de estas violencias: la física, psicológica, económica
sexual y simbólica.
Resalto para esta nota de opinión, la potencia que tiene la
noción de violencia simbólica. Porque el
mundo de los humanos además de su materialidad y carnadura (nunca puesta en
duda) está constituido por el lenguaje, por lo simbólico, por la cultura, que
es lo que hace que determinadas conductas puedas ser vividas como verdades
cuando no lo son.
Desnaturalizarlas, desmontar su valor de invención, de
creación histórica, de artefacto, es una vía fundamental para comenzar la transformación.
Si no dejamos de pensar que las mujeres son objetos con
dueños (como permanentemente a través de estereotipos nos muestra la
televisión: mujeres objetos que por lo tanto pueden tener propietarios que
hagan con ellas lo que quieran, incluso matarlas) o brujas, o descerebradas, o
yeguas, o que la prostitución es un trabajo, nunca podrá erradicarse del todo
las violencias contra ellas.
Y en una sociedad que camina todos los caminos de la
emancipación, este tiene que ser atravesado. Es un asunto de justicia social.
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Florencia Saintout - Doctora
y docente argentina, actualmente decana de la Facultad de Periodismo y
Comunicación Social de la Universidad Nacional de La Plata.