Chile conmemorará hoy el 40mo. aniversario del momento más
dramático de su historia reciente: el golpe de Estado y el ataque a La Moneda
que el 11 de septiembre de 1973 definieron la muerte de su primer presidente
socialista e instauraron 17 años de una atroz dictadura que marcó de manera
definitiva al país.
La idea de que Salvador Allende no gobernara Chile se gestó
en los escasos días entre su victoria con la Unidad Popular (UP), el 4 de
septiembre de 1970, y el 24 de octubre de ese año, cuando el Congreso, que tuvo
que definir la elección por la escasa ventaja que le dieron los votos, decidió
que fuera el presidente por los siguientes seis años.
La derecha chilena, que nunca digirió la derrota ni a la
izquierda en el poder, y el gobierno de Estados Unidos, en plena Guerra Fría,
con alguna participación de la Democracia Cristiana, dedicaron en esos tres
años esfuerzos y recursos en planes y acciones desestabilizadores que socavaron
la política, la sociedad y la economía del país, al margen de los errores de
gestión cometidos por el gobierno de la UP.
Cada bando comenzó bien temprano la actividad ese 11 de
septiembre: Allende y sus asesores en La Moneda, y la Armada en el puerto de
Valparaíso, desde donde irradió la acción militar para derrocar al mandatario.
"Qué será del pobre (Augusto) Pinochet", se
preguntaba preocupado el presidente, cuando aún no sabía que al levantamiento
se habían sumado los Carabineros, la Fuerza Aérea y el Ejército, al frente del
cual Allende había puesto pocos días antes al general, quien tras jurarle
lealtad terminó siendo uno de sus principales verdugos.
El líder socialista, acompañado por sus principales asesores
y amigos, ordenó evacuar la sede del gobierno y esperó a los sediciosos en La
Moneda, con casco militar y fusil.
Después de horas de ataques con tanques y ametralladoras al
palacio gubernamental, los sublevados exigieron la renuncia de Allende con el
compromiso de enviarlo junto a su familia al exterior.
"Pero qué se han creído. ¡Traidores de mierda!",
les contestó, lo que desencadenó el ataque final hacia el mediodía con el fuego
aéreo de unos Hawker Hunter.
"Tengo la certeza de que mi sacrificio no será en vano;
será una lección moral que castigará la felonía, la cobardía y la
traición", había proclamado el presidente a los chilenos momentos antes, a
sabiendas de que resistiría hasta morir el golpe cívico militar.
Tras dos horas de bombardeos, Allende ordenó la salida de
sus asesores y, en su oficina, se disparó en el mentón con su fusil.
"Misión cumplida. Presidente muerto", fue la
comunicación que envío a sus superiores el general Javier Palacios, a cargo del
ataque, cuando al entrar a La Moneda encontró al jefe del Estado.
El golpe echó a perder la ilusión del socialismo chileno de
una "revolución" que se identificaba como inédita, sin violencia, en
medio de las entonces volátiles democracias de América latina, y, al mismo
tiempo inauguró una de las dictaduras más atroces de la región.
Pinochet fue, además, uno de los autores intelectuales e
impulsores del Plan Cóndor, el esquema de colaboración represiva del que
tomaron parte las dictaduras en la región para perseguir y asesinar a
militantes políticos.
El régimen, liderado por Pinochet, dejó al menos 38.000
víctimas que sufrieron en carne propia tortura, secuestro, despojo o muerte.
La represión pinochetista, que llegó a nutrirse de policía e
inteligencia propias, entre ellas la célebre Dirección de Inteligencia Nacional
(Dina), se practicó incluso con el uso de armas químicas, como gas sarín y
toxinas botulínicas, según una reciente revelación de funcionarios de entonces,
y hasta con atentados terroristas en Washington, Buenos Aires y Roma para
terminar con opositores que habían logrado exiliarse.
El plan de exterminio interno fue sistemático y planificado,
tal como evidencian los entrenamientos de miles de represores desde 1974 en el
campo de concentración de Tejas Verdes, en el puerto de San Antonio, bajo el
mando del capitán Manuel Contreras, el primer jefe de la Dina.
Pero la profundidad de la represión, que incluyó el exilio
de miles de personas y allanamientos masivos en los barrios pobres, sólo fue
posible porque existieron amplios sectores civiles que respaldaron las acciones
y que incluso fueron educados en esas lógicas.
Los propios archivos secretos del régimen revelan que
cientos de funcionarios de ministerios políticos o sociales asistieron a cursos
sobre guerra psicológica, poder naval o guerra nuclear en la Academia Nacional
de Estudios Políticos Estratégicos.
Esta complicidad civil, en algunos casos, y la pasividad de
líderes y sociedad en general, es la que encuentra aún hoy, en el 40mo.
aniversario del golpe, divididos a los chilenos.
A 40 AÑOS DE LA ATROZ DICTADURA EN CHILE
Chile conmemorará hoy el 40mo. aniversario del momento más
dramático de su historia reciente: el golpe de Estado y el ataque a La Moneda
que el 11 de septiembre de 1973 definieron la muerte de su primer presidente
socialista e instauraron 17 años de una atroz dictadura que marcó de manera
definitiva al país.
La idea de que Salvador Allende no gobernara Chile se gestó
en los escasos días entre su victoria con la Unidad Popular (UP), el 4 de
septiembre de 1970, y el 24 de octubre de ese año, cuando el Congreso, que tuvo
que definir la elección por la escasa ventaja que le dieron los votos, decidió
que fuera el presidente por los siguientes seis años.
La derecha chilena, que nunca digirió la derrota ni a la
izquierda en el poder, y el gobierno de Estados Unidos, en plena Guerra Fría,
con alguna participación de la Democracia Cristiana, dedicaron en esos tres
años esfuerzos y recursos en planes y acciones desestabilizadores que socavaron
la política, la sociedad y la economía del país, al margen de los errores de
gestión cometidos por el gobierno de la UP.
Cada bando comenzó bien temprano la actividad ese 11 de
septiembre: Allende y sus asesores en La Moneda, y la Armada en el puerto de
Valparaíso, desde donde irradió la acción militar para derrocar al mandatario.
"Qué será del pobre (Augusto) Pinochet", se
preguntaba preocupado el presidente, cuando aún no sabía que al levantamiento
se habían sumado los Carabineros, la Fuerza Aérea y el Ejército, al frente del
cual Allende había puesto pocos días antes al general, quien tras jurarle
lealtad terminó siendo uno de sus principales verdugos.
El líder socialista, acompañado por sus principales asesores
y amigos, ordenó evacuar la sede del gobierno y esperó a los sediciosos en La
Moneda, con casco militar y fusil.
Después de horas de ataques con tanques y ametralladoras al
palacio gubernamental, los sublevados exigieron la renuncia de Allende con el
compromiso de enviarlo junto a su familia al exterior.
"Pero qué se han creído. ¡Traidores de mierda!",
les contestó, lo que desencadenó el ataque final hacia el mediodía con el fuego
aéreo de unos Hawker Hunter.
"Tengo la certeza de que mi sacrificio no será en vano;
será una lección moral que castigará la felonía, la cobardía y la
traición", había proclamado el presidente a los chilenos momentos antes, a
sabiendas de que resistiría hasta morir el golpe cívico militar.
Tras dos horas de bombardeos, Allende ordenó la salida de
sus asesores y, en su oficina, se disparó en el mentón con su fusil.
"Misión cumplida. Presidente muerto", fue la
comunicación que envío a sus superiores el general Javier Palacios, a cargo del
ataque, cuando al entrar a La Moneda encontró al jefe del Estado.
El golpe echó a perder la ilusión del socialismo chileno de
una "revolución" que se identificaba como inédita, sin violencia, en
medio de las entonces volátiles democracias de América latina, y, al mismo
tiempo inauguró una de las dictaduras más atroces de la región.
Pinochet fue, además, uno de los autores intelectuales e
impulsores del Plan Cóndor, el esquema de colaboración represiva del que
tomaron parte las dictaduras en la región para perseguir y asesinar a
militantes políticos.
El régimen, liderado por Pinochet, dejó al menos 38.000
víctimas que sufrieron en carne propia tortura, secuestro, despojo o muerte.
La represión pinochetista, que llegó a nutrirse de policía e
inteligencia propias, entre ellas la célebre Dirección de Inteligencia Nacional
(Dina), se practicó incluso con el uso de armas químicas, como gas sarín y
toxinas botulínicas, según una reciente revelación de funcionarios de entonces,
y hasta con atentados terroristas en Washington, Buenos Aires y Roma para
terminar con opositores que habían logrado exiliarse.
El plan de exterminio interno fue sistemático y planificado,
tal como evidencian los entrenamientos de miles de represores desde 1974 en el
campo de concentración de Tejas Verdes, en el puerto de San Antonio, bajo el
mando del capitán Manuel Contreras, el primer jefe de la Dina.
Pero la profundidad de la represión, que incluyó el exilio
de miles de personas y allanamientos masivos en los barrios pobres, sólo fue
posible porque existieron amplios sectores civiles que respaldaron las acciones
y que incluso fueron educados en esas lógicas.
Los propios archivos secretos del régimen revelan que
cientos de funcionarios de ministerios políticos o sociales asistieron a cursos
sobre guerra psicológica, poder naval o guerra nuclear en la Academia Nacional
de Estudios Políticos Estratégicos.
Esta complicidad civil, en algunos casos, y la pasividad de
líderes y sociedad en general, es la que encuentra aún hoy, en el 40mo.
aniversario del golpe, divididos a los chilenos.