Zibechi investigó durante doce años la política exterior y
doméstica del gigante sudamericano y, ahora, acaba de editar en Argentina el libro Brasil, ¿un nuevo
imperialismo?, una obra que se plantea decodificar todo el diccionario político
del vecino país: sus poderosas multinacionales pero, también, la disrupción del
lulismo, la creatividad de sus nuevos movimientos sociales y la economía que
atrasa de los señores feudales sojeros.
Por Emiliano Guido (Miradas al Sur – Edición número
268)
Un día, la asamblea del semanario cooperativista uruguayo
Brecha designó al periodista Raúl Zibechi como editor de la sección Mundo. En
ese momento, Zibechi pensó que la agenda de los países vecinos como Brasil era
relativamente fácil de cubrir. Pero, enseguida, se dio cuenta de su error. “En
realidad, sabemos muy poco del gigante sudamericano. No sólo en términos de
proyección internacional sino en cuanto a valores culturales domésticos. Lo que
sucede en Porto Alegre no tiene nada que ver con la realidad del Estado de
Bahía, por ejemplo”, comenta el autor de Brasil, ¿un nuevo imperialismo? a
Miradas al Sur. Para superar ese desconocimiento, Raúl Zibechi comenzó a
estudiar, a investigar y a conectarse con los poderosos movimientos sociales
locales. Y, luego de doce años de trabajo, Zibechi pudo finalmente publicar la
pieza editorial que hoy presenta a pocos días de su llegada a las librerías
porteñas.
–Entiendo que se planteó múltiples enfoques, del geopolítico
al rol de los movimientos sociales, cuando comenzó su investigación sobre el fenómeno
político de Brasil. ¿Por qué decidió articular una mirada macropolítica con una
lectura micropolítica para abordar los movimientos del gigante sudamericano?
–Básicamente, porque estamos viviendo un momento de la
política global con fuertes cambios en la distribución de poder y en las
relaciones interestatales. El Pacífico es el centro del mundo, antes era el
Atlántico. China es la potencia emergente y en dos o tres años desplazará a los
Estados Unidos a nivel de producción. Y en América latina esos cambios
geopolíticos se manifiestan de una manera muy importante. Por eso, me parecía
importante que la gente progresista, de izquierda, el público atento a lo
social tuviera una lectura abarcativa y no sesgada sobre Brasil, otra cuestión
importante para presentar el libro. El gigante suramericano está modificando el
rumbo de la región junto a dos países medianos que actúan como sus socios de
primera línea: Argentina y Venezuela. Ejemplos: cuando hay una crisis
diplomática de envergadura, actúa la Unasur y no la OEA. Eso es una
modificación geopolítica de largo plazo, no olvidemos que durante más de medio
siglo la OEA jugó un rol central en las relaciones regionales. Una Unasur,
además, que no es sólo una alianza diplomática sino que también tiene una creciente
pata militar; con el Consejo Sudamericano de Defensa, la región ya cuenta con
proyectos militares y producción de armamento propio. Tercer punto, también me
propuse analizar el campo cultural de Brasil. Conocemos poco lo que pasa en el
vecino país y, en general, sus movimientos políticos siguen siendo una
incógnita. Lo que pasa en Porto Alegre es muy distinto a lo que sucede en el
Estado de Bahía.
–En la portada del libro está planteado un interrogante al
que se suele obviar a la hora de pensar el fenómeno de Brasil como potencia.
¿Pudo, finalmente, concluir qué tipo de imperialismo construye y promueve el
gigante sudamericano?
–Es una conclusión abierta y la planteo en el libro. Primera
cuestión, Brasil ya no es más un subimperialismo como lo planteaba el
investigador Ruy Mauro Marini en los años setenta. En ese momento, Marini
precisaba el rol del vecino país en la cadena imperialista mundial. Brasil era
la plataforma donde desembarcaban las empresas multinacionales y el país que
administraba las intervenciones territoriales o golpistas de la Casa Blanca en
el Cono Sur: las dictaduras de entonces en Paraguay y Bolivia hay que
entenderlas como parte de la gestión del subimperialismo brasileño. Ahora bien,
yo afirmo que Brasil no es más ese tipo de imperialismo porque tiene una
capacidad autónoma de acumulación de capital y tiene un proyecto estratégico
que lo diferencia notablemente de los Estados Unidos. Después apunto dos
razones para argumentar por qué Brasil no está transitando un camino
imperialista. En primer lugar, los países del tercer mundo no estamos
condenados a vivir la experiencia europea. El colonialismo y el imperialismo
son historias de los países centrales. Por otro lado, la estrategia política y
la estrategia de defensa de Brasil se plantea que quiere ascender al rasgo de
potencia global en alianza con los países de América del Sur, no de América
latina. América del Sur es un territorio con otras implicancias geopolíticas.
Dos o tres puntos a resaltar: las alianzas estratégicas de Brasil con la
Argentina y Venezuela, hay una permanente negociación como en el conflicto
automotriz entre Buenos Aires y Brasilia, en las cuales no se puede decir que
Brasil imponga unilateralmente la agenda. Eso diferencia muchísimo a Brasil del
viejo imperialismo yanqui o europeo que, directamente, planteaba cañoneras y
mercancías como forma de vínculo. En segundo lugar, no olvidemos que Estados
Unidos sigue cumpliendo un rol hegemónica en las relaciones internacionales y
se está reposicionando en el Cono Sur a través del bloque llamado Alianza del
Pacífico, que es una fuerte barrera para frenar la expansión política del
Mercosur. Entonces, Brasil tiene un peso determinante en la región pero su
hegemonía es una hegemonía contestada, discutida, negociada. Por último, no
olvidemos a los pequeños países y cómo gravitan en esta discusión. No es lo
mismo la Argentina que Paraguay, donde un tercio de sus tierras están en manos
de oligarcas brasileños. Pero, incluso, ahí vemos también que el gobierno de
Dilma Rousseff tiene una actitud de negociar con Asunción. Por ejemplo, se
rediscutió el Tratado de Itaipú. Lo mismo sucedió con Ecuador en 2008 cuando
una multinacional brasileña de la construcción entró en litigio con el gobierno
de Rafael Correa y la diplomacia del Palacio Itamaraty intercedió para mediar
entre las dos posturas. En definitiva, Brasil no es un nuevo imperialismo. Si
puede llegar a constituirlo, no lo sabemos. Mientras tanto, si bien hay
problemas en el Mercosur, a países como Uruguay y Argentina que comercian tanto
con el líder regional, y no estamos hablando sólo de commodities sino de
productos con valor agregado, la alianza con Brasil es sumamente importante.
–Es muy común afirmar que las elites políticas brasileñas
lograron forjar políticas de Estado duraderas. ¿De qué manera el lulismo logró
modificar estos rumbos fijados desde la cúpula del Estado?
–Un poco atrás en el tiempo hay que señalar que el grueso de
las instituciones más emblemáticas de Brasil vienen de la época de Getulio
Vargas. Una de ellas, Petrobras, que está entre las principales petroleras del
mundo, nunca fue privatizada del todo aunque sí fue avanzando el capital
privado accionario dentro de la compañía. Luego, con las políticas del
presidente Lula, el Estado brasileño recupera el control mayoritario sobre la
petrolera pública. Entonces, no es lo mismo contar con una presencia
minoritaria que hegemónica dentro de la principal empresa extractiva local.
Aclaremos también que la política de privatizaciones en Brasil, que fue
comandada por Fernando Henrique Cardoso, no fue ni la sombra de la política de
Carlos Menem. Otro ejemplo, Embraer –que es la tercera aeronáutica civil del
mundo detrás de Airbus y Boeing y ahora es una importante fábrica de aviones
militares– siempre contó con una acción de oro por parte del Estado. ¿Por qué?
Muy simple, porque existe una burguesía brasileña y unas fuerzas armadas
nacionalistas que nunca se dejaron manipular del todo aunque pudieran ser
ideológicamente muy anticomunistas. Siempre fueron muy brasileñistas para no
decir nacionalistas, que siempre es más complejo. Otro ejemplo claro de los
cambios operados por el lulismo en el Estado pasa por las políticas sociales.
Los programas ofrecidos como el Bolsa Familia si bien no son nuevos, son
centralizados y expandidos territorialmente en el Estado nacional a partir de
la llegada del lulismo al Palacio Planalto. ¿Qué quiero decir con esto? Que
quizás el lulismo no haya impulsado muchas políticas nuevas pero sí profundizó
lo mejor de las políticas estatales preexistentes.
–Las protestas en Brasil sorprendieron a todos los
analistas. Muchos optaron por la visión maniquea y conspirativa y privilegiaron
el rol de los medios y de la derecha local en las movilizaciones. Como
especialista en movimientos sociales, ¿qué puede contar de las organizaciones
juveniles que motorizaron el inicio de la rebelión en las principales ciudades?
–Primero, no creo en las conspiraciones. Pero sí creo que
los sectores conservadores siempre intervienen en las coyunturas, que es algo
muy diferente. Y en Brasil la derecha, obviamente, intervino. A ver, en Brasil
había una historia muy larga de movimientos rurales muy importantes. Eso viene
de los llamados quilombos. Esa lucha hoy se expresa en el Movimiento de los
Trabajadores Rurales sin Tierra, el conocido MST, una de las organizaciones
sociales más importantes del mundo. Bueno, en el último tiempo, los movimientos
de protesta tuvieron un cierto un desgaste en Brasil por dos motivos: uno,
porque el agronegocio avanza y no hay reforma agraria, y eso se manifiesta en
menos ocupaciones y campamentos territoriales, el MST, por ejemplo, organizaba
todos los años 150 campamentos y el último año sólo organizó trece acampadas.
Segundo, Brasil cuenta con dos estructuras sindicales importantes: la CUT, más
oficialista, y Forza Sindical, que es más conservadora pero con llegada al
gobierno. Ahora bien, el movimiento sindical brasileño es muy diferente al
argentino o al uruguayo. Un ejemplo para visualizar cómo se están convirtiendo
en un paraguas de la denominada aristocracia obrera. Para los festejos del 1 de
mayo, la CUT organiza grandes shows con artistas de renombre donde se sortean
coches y hasta departamentos de lujo. Esos actos están financiados por las
grandes empresas como Banco do Brasil o Carrefour y cuestan hasta un millón y
medio de dólares. Tienen por lo tanto una cultura sindical más norteamericana,
más empresarial y de aparato, distinta a lo que puede hacer la CTA argentina o
el PIT–CNT uruguayo. Entonces, en el nuevo siglo, cuando los movimientos
sociales tradicionales estaban más institucionalizados, comienzan a aparecer en
las ciudades nuevas organizaciones. ¿Cuáles? Algunas son más conocidas y
vinculadas a los medios alternativos como Radios Libres o Indymedia; también
surgen los llamados Sin Techo, vinculados a la experiencia del MST. Y aparecen
dos movimientos muy interesantes: uno es el Pase Libre, que pelean por el
boleto gratuito en los transportes. Pase Libre surge en el 2003 con una gran
revuelta de 40 mil personas en las calles de Bahía y luego continúan
protagonizando grandes actos de protesta en el 2004 levantando los molinetes de
los subtes en Florianópolis. Recordemos que el transporte en las principales
ciudades de Brasil es muy malo y muy caro, un viaje en colectivo cuesta diez pesos
argentinos, tres reales, un dólar y medio. Esa camada de jóvenes plantea la
acción directa, la organización horizontal, autónoma de los partidos y federal,
apartidaria pero no apolítica. La segunda expresión de esta nueva cultura
organizacional de base son los Comités Populares de la Copa del Mundo, que son
comités que se crean en las doce ciudades donde se va a desarrollar el mundial
de fútbol. La Copa del Mundo implica construir estadios nuevos, ampliar
aeropuertos y autopistas, y finalmente, remover personas. Se calcula que no
menos de 160 mil brasileños en doce ciudades son removidos a raíz de las obras
de la Copa. Un ejemplo que denuncia el Comité: en la final del mundial de 1950,
alrededor del 10% de la población de Río acudió a los estadios. Hoy, el
Maracaná fue reconstruido como un estadio VIP donde sólo entra el 1% de la
población de Río. Entonces, las canchas y el fútbol se elitizaron en Brasil.
Caben menos gente en los estadios y las entradas son más caras. Los estadios
parecen cines de lujo con asientos reclinables y aire acondicionado, los
plateístas llegan a su lugar por rampas especiales para no cruzarse con la
plebe. Además, no puede haber venta ambulante de productos cerca de los
estadios por imposición de la FIFA. Esas inversiones están costando alrededor
de 15 mil millones de dólares. Claro, no todos son parte de esa fiesta en
Brasil y por eso las protestas en las calles.
–Una última reflexión sobre el futuro del lulismo: ¿cómo ve
la actitud política de Dilma Rousseff en la administración de la crisis? ¿Qué
opinan los sectores más de base del Partido Trabalhista? ¿Lula está jugando en
la actual coyuntura? ¿De qué manera?
–Al PT, como a todos los partidos, un movimiento de esta
envergadura en la calle lo sorprende y lo toma con pocas respuestas políticas.
El PT es un partido que se ha institucionalizado mucho. Hoy, la mayoría de sus
cuadros tienen cargos públicos. Ya no es más aquel partido de obreros de hace
casi cuarenta años. Ahora bien, lo que está más en problemas es el lulismo entendido
como pacto social, por el cual a cambio de paz social había políticas
inclusivas en un período, claro, de alza de la economía. De esa manera,
cuarenta millones de personas salieron de la pobreza pero no es que vivan bien.
Sino que tienen acceso a cuotas de consumo, compran plasmas y motos, que es
otra cosa distinta. En San Pablo, por ejemplo, se duplicó la cantidad de
pasajeros de medios públicos y no se incrementó la oferta de servicios.
Entonces, hay más gente en movimiento, porque ganan un poquito más, pero a su
vez se trasladan por la ciudad en pésimos transportes. En definitiva, la paz
social típica del Brasil se rompió y ese escenario está en disputa. En ese
sentido, creo que Dilma Rousseff está aprovechando esa energía social para
modernizar el sistema político. Brasil modernizó su economía pero su estructura
política sigue siendo muy caudillista. En ese sentido, la apuesta de Dilma es
muy interesante. El PT ya barrió algunos resortes de la vieja política conocida
como coronelismo (la ultraderecha que controla pequeñas regiones), ahora tiene
la oportunidad de dar un salto cualitativo en lo político con una reforma
profunda de sus instituciones. En definitiva, sería el camino seguido por otras
potencias emergentes que primero despegaron económicamente y luego en lo
institucional. Sería, entonces, la mejor manera de Dilma de administrar una
crisis que si no la gestiona la va a superar en términos políticos.