Ariel Dorfman, es un escritor chileno que trascendió en los
´70 por un libro que cuestionaba los comics norteamericanos que se consumían en
todo el mundo, su título: Para leer al Pato Donald. Sufrió el exilio, y hoy a
40 años del golpe de Pinochet hace un análisis de lo vivido.
"Si estoy con vida, si cuarenta años más tarde puedo contar
la historia del golpe del 11 de septiembre de 1973, es gracias a la ciega
generosidad de mi amigo Claudio Jimeno.
Lo recuerdo ahora tal como lo vi entonces, cuando me despedí de él sin saber que se trataba de una despedida final, sin saber que en poco tiempo él estaría muerto y yo iba a sobrevivir, ninguno de los dos anticipando que los militares lo matarían a él en vez de ensañarse conmigo.
Nos conocimos en 1960, cuando los dos cursábamos el primer
año de estudios en la Universidad de Chile. Incisivos sobresalientes y una mata
de pelo negro erizado le habían merecido un apodo, Conejo, que luciría hasta el
día de su muerte. Estaba de novio con Chabela Chadwick, una estudiante de
química, y cuando yo comencé a salir con Angélica, mi futura mujer, los cuatro
participábamos, junto a otros entusiastas condiscípulos, en un raudal de
actividades: bailes y paseos a la playa y, sobre todo, sumándonos a
manifestaciones de protesta. Porque lo que en última instancia más nos unía,
más allá de compartir confidencias y esperanzas, era una feroz necesidad de
batallar por la justicia social en un continente de extrema pobreza y
desarrollo frustrado.
Como millones de otros chilenos, Claudio y yo éramos
fervientes seguidores del socialista Salvador Allende, que proclamaba –en una
época en que la guerrilla se alzaba con furia en toda América latina– que era
posible una revolución en nuestro país sin recurrir a la violencia, que
podíamos crear una sociedad más justa y soberana por medios democráticos y
pacíficos. Nuestros sueños se hicieron realidad cuando, diez años más tarde,
Allende ganó las elecciones presidenciales de 1970.
Los sueños y la realidad, sin embargo, no siempre van de la
mano.
Ya a mediados de 1973, el gobierno de Allende estaba
asediado por sus enemigos internos y externos y la creciente amenaza de un
pronunciamiento militar. De manera que cuando Fernando Flores, el secretario
general de Gobierno del Presidente, me pidió que sirviera como su asesor de
prensa y cultura, no tuve la menor duda. Una de mis responsabilidades más
urgentes era que debía hacer guardia una vez, cada cuatro noches, en La Moneda,
para que pudiera comunicarme con Allende en caso de alguna emergencia. Las
otras noches se rotaban entre tres otros asesores, uno de los cuales era
Claudio Jimeno.
De manera que cuando me di cuenta de que me tocaba dormir en
La Moneda la noche del lunes 10 de septiembre, nada más natural, entonces, que
canjear ese turno con mi viejo amigo, pedirle si era posible hacerme cargo de
su guardia del domingo 9 de septiembre. Me convenía ese domingo porque era la
única ocasión que tenía para mostrarle a Rodrigo, mi hijo de seis años, la
galería de retratos de los primeros mandatarios de Chile y para que experimentara,
antes de que su madre viniera a buscarlo, ese momento mágico en que las luces
del Palacio se prendían al crepúsculo.
Claudio asintió sin la menor vacilación. En esos tiempos
azarosos, pasar aunque fuera una hora extra con el hijo al que no teníamos la
certeza de ver al día siguiente constituía un regalo insuperable. De hecho, me
agradeció el trueque, ya que le permitía gozar de un domingo tranquilo con
Chabela y sus dos hijos.
Y entonces quiso la buena y la mala suerte que fuera Claudio
Jimeno el que respondió el teléfono en la madrugada del 11 de septiembre de
1973, recibiendo la noticia de que el golpe, liderado por el general Augusto
Pinochet, había comenzado. Y fue Claudio el que llamó a Allende y Claudio el
que luchó a su lado en La Moneda y Claudio el que terminó siendo apresado y
luego torturado y finalmente muerto, convirtiéndose en uno de los primeros
chilenos desaparecidos. Mientras que yo desperté al lado del amor de mi vida,
de Angélica, y traté de llegar a La Moneda y no pude lograrlo y heme aquí,
cuarenta años más tarde, conmemorando a mi amigo y lo que se perdió y lo que se
aprendió, y recordando, porque Claudio no lo puede hacer, cómo mantuvimos viva
la esperanza en medio de la oscuridad. Heme aquí, todavía sin poder visitar la
tumba de Claudio porque los militares que lo mataron todavía no revelan dónde
echaron su cuerpo vejado.
El destino de Claudio prefiguró el de su país.
Nos aguardaban décadas de represión y pavor, de pesadumbre y
combate. Aun cuando terminamos derrotando a la dictadura, nuestra democracia
restaurada se vio severamente restringida. La siniestra Constitución de
Pinochet, aprobada en un referéndum fraudulento en 1980, sigue siendo hasta el
día de hoy la ley suprema de la república, obstaculizando tantas reformas imprescindibles
que el país reclama.
Si bien aquel 11 de septiembre de 1973 fue trágico para
tantos chilenos, también tuvo consecuencias más allá de nuestras orillas
remotas. El naufragio de la revolución chilena repercutió en forma
significativa en Europa, donde llevó a una fundamental reorientación de la
izquierda en varios países (notablemente España, Francia e Italia), la certeza
de que no bastaba con una mayoría electoral exigua para llevar a cabo
transformaciones sustanciales en la sociedad, sino que se necesitaba un
consenso amplio y profundo. En los Estados Unidos, la intervención de la CIA en
la caída de Allende fue uno de varios factores que condujeron a investigaciones
del Congreso, estableciendo leyes limitando las intromisiones del Poder
Ejecutivo norteamericano en los asuntos internos de otras repúblicas, abriendo
una discusión que es en este momento más perentoria que nunca, en vista de que
los presidentes norteamericanos siguen adjudicándose el derecho a inmiscuirse
ilegalmente en cualquier rincón de la Tierra donde sus intereses podrían
peligrar, es decir, matar y espiar en todo el mundo.
El legado más crucial, sin embargo, del 11 de septiembre
chileno fueron las estrategias económicas implementadas por Pinochet. Mi país
se convirtió, en efecto, en un laboratorio para un salvaje experimento
neoliberal, una tierra donde la avaricia desmedida, la extrema
desnacionalización de los recursos públicos y la supresión de los derechos de
los trabajadores fueron impuestas con virulencia a un pueblo desamparado.
Muchas de estas políticas fueron adoptadas más tarde por Margaret Thatcher y
Ronald Reagan (así como por líderes en el resto del globo), acarreando una
disparidad escandalosa en la distribución del ingreso y la riqueza y, podría
argüirse, creando condiciones para las últimas crisis financieras que han
sacudido al planeta. Por cierto, este modelo chileno de un libre mercado
exorbitante y sin frenos no ha perdido hoy su atractivo. La drástica y
desastrosa privatización del sistema previsional sufrida en Chile es enaltecida
por derechistas de todas las estampas como una “solución” al “problema” de las
pensiones de los jubilados. Y recientemente, The Wall Street Journal, en un
editorial, sugería que “ojalá los egipcios tuvieran la buena suerte de que sus
nuevos generales reinantes resultaran ser como Augusto Pinochet de Chile”.
Afortunadamente, Chile no exportó únicamente las peores
experiencias surgidas de la asonada militar. También ha servido como un modelo
de cómo un pueblo desarmado puede, a través de la no violencia y una ardua
campaña de desobediencia civil, conquistar el miedo y liquidar a una dictadura.
Los alentadores movimientos de resistencia y en favor de la democracia que han
brotado en todos los continentes durante estos últimos años prueban que el
futuro no tiene que ser despiadado, que el 11 de septiembre chileno no marcó el
final de la búsqueda de libertad y justicia social por la que murió Claudio
Jimeno, que tal vez su sacrificio no fue enteramente en vano.
Y, sin embargo, no me puedo consolar. Cuarenta años más
tarde todavía recuerdo su sonrisa de conejo cuando me dijo adiós en La Moneda
aquella noche del 10 de septiembre de 1973.
Al día siguiente, ese martes desbordante de terror en
Santiago, muchas cosas cambiaron para siempre, cambios políticos y económicos
que alteraron a Chile y, se podría aventurar, también al mundo. Pero cuando
contemplamos el pasado, lo que necesitamos recordar es que finalmente la
historia la hacen y padecen seres humanos reales, hombres y mujeres que quedan
penosamente afectados. La historia consiste de muchos Claudios y muchos Jimenos
de nuestra especie, uno más uno más uno.
Esa es la historia irreparable, la que nos duele y conduele:
no puede Claudio despertar, como lo hago yo cada mañana, al canto interminable
de los pájaros.
Claudio Jimeno, el amigo que murió en mi lugar cuarenta años
atrás, nunca ha de ver a sus nietos crecer, nunca podrá sonreírse cuando lo
llamen Abuelo Conejo."