(Escribe Daniel Dussex)
Él era un hombre del régimen conservador que imaginaba vivir
en el siglo XVIII. Por eso gustaba de pasearse en su carruaje repartiendo monedas
de oro entre los pobres. Sin embargo, la
realidad lo ubicó como presidente de la Argentina entre 1910 y 1914. Su nombre quedaría
asociado a una ley, la del voto universal, obligatorio y secreto que fue
aprobada durante su gestión.
Para algunos historiadores, Roque Sáenz Peña fue un héroe de
la democracia, para otros quien frustró la capacidad revolucionaria de los
movimientos políticos, que de ahí en más debieron embarcarse en la carrera
electoral. Lo cierto es que, a partir de la sanción de la Ley General de
Elecciones (N° 8.871), hay un antes y un después en la historia electoral de nuestro
país.
¿QUÉ PASABA ANTES?
Durante el período colonial del pueblo no votó, esta
situación también se porlongó en la primera etapa de los gobiernos criollos.
Por ejemplo, en 1810 no existió un participación popular masiva. Es más, un
punto del reglamento jurado por la Primera junta decía que “la parte principal
y más sana del vecindario elegiría a los diputados…”. Esto llegó a cumplirse de
manera tan estricta, que algunos cabildos abiertos realizados en las provincias
fueron anulados porque en la elección de representantes había participación “plebeya”. Predominaba la concepción política de élite:
el gobierno debía estar reservado a los
mejores, “a las minorías selectas”.
La Constitución de 1853 se preocupó por la vigencia de los derechos
políticos y económicos, pero dejaba algunos vacíos: no determinaba las
condiciones para ser ciudadano, ni indicaba la forma de representación de las minorías.
Recién se puede hablar de elecciones en la Argentina a partir de 1863, cuando
se estableció el primer Registro Cívico donde los vecinos se anotaban para
votar en forma voluntaria. De todas maneras, como el voto no era secreto ni
obligatorio y no todos tenían documentación personal, durante el siglo XIX
siguieron gobernando las élites o como a ellos mismos les gustaba llamarse “la
gente decente”.
Esto comenzó a cambiar al calor de la modernización económica
y de la inmigración. La movilidad social comenzó a crear nuevos sectores que
demandaban participación. El 2 de abril de 1916 se realizaron los primeros
comicios presidenciales según la nueva ley electoral. La cultura patriarcal
había logrado que llamara voto universal, a pesar de que sólo pudieron votar
los adultos varones, ya que las mujeres estaban excluidas. Las mujeres, luego
de largas luchas de los colectivos feministas lograrían ser consideradas en sus
derechos ciudadanos en todo el país en 1951.
EL FRAUDE PATRIÓTICO
Sin embargo, la apertura política que concedió la Ley Sáenz
Peña duró poco. El 6 de septiembre de 1930 las botas reemplazaron a los votos.
Era el golpe militar del general Uriburu. La soberanía popular fue burlada
nuevamente y los sectores del privilegio trataron de reacomodarse. Se inauguró
en el país un período que la historia recuerda como la Década Infame.
Los artífices de esta etapa apelaron a todo para mantener
sus privilegios y lo justificaron porque quisieron evitar que “las hordas de
incultos se apropiaran del poder”. La palabra democracia no era buena palabra. Dentro
de esta concepción, era peligroso que el vulgo se encargara de los asuntos públicos.
Volvió el elitismo, ahora con el nombre de fraude. Fue un período en el que prevaleció
la fuerza de control sobre el aparato electoral. La maquinaria comicial mantuvo
la continuidad del sistema.
La función proselitista comenzaba en las tareas del ministro
del interior para la confección del padrón electoral y se extendía al manejo de
la clientela política. Fue entonces que aparecieron los “punteros” como
aseguradores de ese fraude. Los días previos a los comicios ocurría de todo:
los opositores eran despojados de sus libretas cívicas, se tramitaban falsos
cambios de domicilios y los adversarios recibían amenazas. Si todo esto no
resultaba suficiente, en el día de la votación se les impedía llegar al atrio o
directamente se modificaba el sufragio expresado. Finalmente, y como último
recurso, quedaba el fraude poselectoral, la sustracción y el vaciamiento de las
urnas que se completaban con la incorporación de votos falsos y la modificación
de los escrutinios reales. Fue en esta década donde también se empezó a
utilizar contra los disidentes que eran arrestados, un nuevo invento: la picana
eléctrica. También fue el inicio de una escalada de golpes de Estado que
tuvieron una constante, impedir la voluntad popular.
EN ESTOS DÍAS
Todavía quedan resabios de las prácticas políticas de aquellos
tiempos. En determinados círculos subsiste un
viejo elitismo de pensar que debe haber una aristocracia del espíritu. Son
aquellos, que de tanto en tanto reivindican el voto calificado. Las políticas de
élite no desaparecieron del todo, algunas han reverdecido a la sombra de estos “aparatos”,
los mediáticos. Ya no hay golpes militares, ahora suelen ser “institucionales”,
de la mano del establishment cuando sienten
afectados sus intereses.
Por eso, elegir sin que condicionen nuestro voto, en estos
tiempos sigue siendo un privilegio.