Este es el Editorial de la última edición de la revista LE MONDE DIPLOMATIQUE dedicado a los treinta años de la democracia argentina.
Por José Natanson
Tal vez porque no fue consecuencia de heroicas luchas sociales y políticas sino del fracaso del programa económico y la derrota de Malvinas (una Bastilla que se derrumbó sola), la democracia argentina parece vivir en estado de permanente desencanto, un medio tono de desilusión que nos empuja a descubrir todos los días que no era en realidad todo lo que prometía.
Esta singularidad nos impide a menudo observar sus triunfos,
no sólo los más obvios y unánimemente aceptados, como el confinamiento de los
militares a sus ásperos cuarteles o el fin de la violencia política, sino
también otros menos visibles pero cruciales: la alta asistencia electoral y el
hecho, comprobable en las últimas elecciones, de que la gente vota contenta;
los avances sanitarios en materias tan concretas como la esperanza de vida o la
mortalidad infantil; la expansión permanente, incluso durante los 90, de la
cobertura educativa en todos los niveles, con un aumento impresionante de la
inclusión universitaria de los sectores populares gracias a la creación de
nuevas universidades en el interior y el conurbano; y las conquistas en
cuestiones de género, que van desde las leyes de salud reproductiva a la
reducción de la brecha de ingresos entre hombres y mujeres y la mayor presencia
femenina en ámbitos de decisión política.
Podríamos seguir con la lista de tendencias y
contratendencias, pero sería un ejercicio agotador y al cabo inútil: un balance
político supone algo más que un cuadro de pros y contras, y por eso este número
especial de el Dipló analiza los treinta años de democracia desde varios
ángulos complementarios, que van desde los clásicos (política, economía,
sociedad) hasta los menos convencionales. Para sumar un punto de vista más, me
enfocaré aquí en un tema que muchas veces se pasa por alto y que sin embargo es
parte sustancial de las transformaciones ocurridas en estas tres décadas: la
democratización de la vida íntima, en el sentido de un cambio–naturalizado en
su cotidiana mutación pero ciertamente radical– de los vínculos de la puerta
para adentro, incluyendo desde luego a las relaciones sexuales.
Veamos.
ORGULLO Y PREJUICIO
En La transformación de la intimidad (1), el sociólogo
inglés Anthony Giddens explica que vivimos en sociedades en las que priman lo
que llama “relaciones puras”, es decir relaciones en las que las recompensas
derivadas de la misma relación son el factor que hace que ésta continúe
(quienes mantienen una relación lo hacen por los “beneficios” que obtienen de
ella y no por una imposición externa). Menos condicionadas por las tradiciones
religiosas o familiares que las del pasado, las relaciones puras se
caracterizan por una mayor equidad sexual y emocional. Para Giddens, la
relación pura es heredera del amor romántico típico del siglo XIX, que por
primera vez aceptó la posibilidad de un lazo emocional duradero sobre la base
de ese mismo vínculo y no por factores exteriores, como la decisión familiar o
la dote. Pero la relación pura es una relación más igualitaria, flexible y
moderna que la romántica, que no encierra a la mujer dentro de las paredes del
hogar ni la condena a esperar pasivamente al hombre, como la Elisabeth Bennet
de Orgullo y prejuicio que Keira Knightley elevó a la cumbre de su deslumbrante
belleza (2).
Otro sociólogo dedicado a analizar los cambios operados en
la vida social, el polaco Zygmunt Bauman, dice que la nuestra es la era del
“amor líquido”, caracterizado por vínculos flexibles y cambiantes, que son más
conexiones que relaciones y que incluyen lo que llama “vínculos de bolsillo”
(se pueden sacar cuando uno quiere pero también guardarlos cuando ya no son
necesarios), en el contexto de una sociedad afectiva en red. Una de las
explicaciones de estos nuevos formatos relacionales radica en que, como señala
Giddens, los vínculos de largo plazo suelen comportarse como los pozos
petroleros: rinden mucho al principio y luego declinan.
Pero vayamos a la política. El alfonsinismo y el
kirchnerismo, es decir los dos ciclos políticos de cambio progresista de estos
30 años de democracia, avanzaron en la sanción de leyes orientadas a ponerse al
día con esta nueva realidad social: me refiero a las leyes de patria potestad
compartida y divorcio de los 80, y a las de matrimonio igualitario e identidad
de género de la última década, que en esencia implican el reconocimiento por
parte del Estado de la autonomía de los ciudadanos acerca del modo más
conveniente de vivir su vida privada, afectiva y familiar. Además de sugerir
una línea de continuidad entre ambos gobiernos (una línea poco estudiada y que
ilumina las conexiones del kirchnerismo con la tradición liberal), las
iniciativas funcionaron como recurso de reinvención política en tiempos de
debilidad: Alfonsín impulsó la ley de divorcio luego del fracaso del Plan
Austral y el giro en su política de derechos humanos (de hecho fue sancionada
la misma semana que la ley de obediencia debida), y Kirchner llevó adelante la
ley de matrimonio igualitario tras la derrota en el conflicto por la 125.
Con este tipo de iniciativas, ambos gobiernos demostraron
que la izquierda moderna es una izquierda de la igualdad pero también de la
diferencia (para la izquierda clásica este tipo de temas eran irrelevantes al
lado de las cuestiones realmente importantes, como la lucha de clases o la
emancipación de los pueblos). Y, en el camino, pusieron en evidencia que los
cambios culturales profundos son un trabajo de todos: como señala Giddens,
mientras que la democratización de la vida pública fue una tarea básicamente
masculina, la democratización de la vida íntima tiene a las mujeres, las
minorías sexuales y los jóvenes como grandes protagonistas.
EL PUNTO G
La pregunta es delicada pero vale la pena formularla: así
como se democratizaron las instituciones políticas y se democratizaron también
los vínculos sociales, ¿se democratizó el sexo? Siguiendo al sociólogo francés
Eric Fassin (3), que ha dedicado buena parte de su obra a estudiar la relación
entre esfera pública y esfera privada, podríamos decir que sí. El razonamiento
es simple: si la democracia supone la capacidad de la sociedad de gobernarse a
sí misma más allá de cualquier principio trascendente (Dios o lo que sea),
entonces el sexo se ha democratizado en el sentido de que se ejerce ya no según
los mandatos tradicionales (reproductivos, patriarcales, heterosexuales) sino
de acuerdo al gusto y placer de cada uno. No se trataría de ejercer una
sexualidad sin normas, lo cual a Fassin le parece tan imposible como una
sociedad sin reglas, sino de aceptar que la democratización de la sexualidad
implica que las normas son discutidas y consensuadas dentro de cada pareja (o
trío o lo que sea), sin más prohibiciones que aquellas contempladas en el
Código Penal (violencia, menores, etc.). Como afirman los swinger a lo Rolando
Hanglin, el único límite es el consentimiento.
El planteo, que a primera vista puede parecer abstracto, se
verifica en concreto. Si se mira bien, es fácil comprobar que en estos treinta
años diferentes grupos sociales mejoraron su capacidad de goce sexual: las
mujeres, sobre todo las pobres, porque se han implementado políticas de salud
reproductiva que les permiten acceder a métodos anticonceptivos y disfrutar de
su sexualidad sin temor al embarazo, y también porque la progresiva toma de
conciencia social acerca de las desigualdades de género les posibilita “negociar”
su vida sexual en otras condiciones (y, en el extremo, decir no). También
mejoró el disfrute de los jóvenes y los adolescentes, porque los “nuevos pactos
familiares” replantearon las relaciones inter-generacionales, menos
autoritarias que en el pasado, y habilitaron la posibilidad del sexo en casa (a
esto también contribuyó una tendencia negativa de estos años, el aumento de la
inseguridad, que convenció a muchos padres de la conveniencia de que sus hijos
no salgan de noche y los empujó a aceptar resignadamente que se encierren en su
cuarto con su pareja).
Paralelamente, las minorías sexuales fueron encontrado
espacios para el ejercicio de su sexualidad que antes estaban limitados a los
submundos gays (y que se han naturalizado con una rapidez asombrosa, como
demuestra el hecho de que Florencia de la V hoy conduzca un programa en la
mañana de… ¡Telefé!). Finalmente, mejoró también la performance de los mayores,
aunque menos por efecto de la democratización que por el impacto del viagra
(cabe preguntarse de todos modos si la revolucionaria píldora azul hubiera
podido comercializarse en un contexto autoritario).
Las mujeres, los jóvenes, los gays, los viejos… no parece
absurdo afirmar que, en un contexto de progresiva retirada del autoritarismo y
debilitamiento de las tradiciones patriarcales y conservadoras, los avances en
materia de tolerancia a la diversidad y respeto de la diferencia, valores
promovidos por las instituciones democráticas e imposibles de garantizar sin
ellas, mejoraron los “niveles de placer” de los sectores más vulnerables de la
sociedad. Estamos pues ante una conquista fundamental de la democracia,
imposible de medir pero muy real en la vida de millones de personas que se
inclinan cada vez más por una sexualidad plástica, liberada de las necesidades
reproductivas, más variada y compleja. Y ciertamente más divertida.
TODO ES POLÍTICO
Al tiempo que ocurrían estos cambios, se producía también
una politización del sexo. La irrupción del sida, que con el primer caso
notificado en Argentina en 1982 prácticamente coincidió con el regreso de la democracia,
le permitió al Estado recuperar su “autoridad sexual”, aunque no ya para
imponer un mandato moral o religioso sino para desplegar una política sanitaria
orientada a la prevención del virus. El efecto, sin embargo, no fue sólo
epidemiológico: el uso del preservativo, es decir la introducción en el momento
sexual de un objeto ajeno a los cuerpos, nos recuerda que existe un mundo
externo, lo que a su vez hace visible el hecho de que las relaciones sexuales
no son naturales, un simple reflejo de la biología, sino que están
condicionadas por el entorno social y atravesadas por relaciones de poder: son
construcciones sociales históricamente situadas y no –pongámonos
psicoanalíticos– pura pulsión primaria.
Mi tesis final es la siguiente: hay una conexión entre la
creciente aceptación social de la diversidad y el pluralismo sexual y la
intervención del Estado vía políticas sanitarias en los mundos íntimos de las
personas. En tiempo de descuento, la democracia argentina descubrió que, como
decían las primeras feministas, lo personal también es político.
* Este editorial
pertenece a la Edición especial: 30 años de democracia.
1. La transformación de la intimidad.
Sexualidad, amor y erotismo en las sociedades modernas, Cátedra, Madrid, 1998.
2. Me refiero a la versión de Joe
Wright de 2005.
3. “La democracia sexual y el conflicto
de las civilizaciones”, en Género, sexualidades y política democrática, UNAM y
Pueg/Colmex, México.