La filosofía es un escándalo: el escándalo de la condición
humana. Pues, por un lado, es una especial automodificación de la vida que pretende
orientar la vida misma hacia su forma lograda, hacia la felicidad.
Por otro
lado, debido a su concentración en las cosas últimas, la filosofía nos aleja
del mundo de la práctica, nos desvía de la vida concreta, de sus problemas,
ocupaciones y quehaceres. Desde Tales, que, absorto en la contemplación de las
estrellas, cayó en un pozo y acabó puesto en ridículo por una joven tracia, hasta
Husserl, Heidegger o Wittgenstein, torpes e incapaces en la simple normalidad,
la historia de la filosofía abunda de ejemplos y anécdotas que documentan la
aparente inutilidad de la filosofía para la vida.
En una novela inacabada, un gran filósofo y escritor del
siglo XIX nos ha descrito con suma eficacia la situación paradójica del
filósofo que se fija y vive en sus pensamientos, volviéndose extraño al mundo
real.
Érase una vez un joven ––nos cuenta nuestro admirable
filósofo-escritor–– que parecía estar enfermo de amor. Pero todos los que
creían que estaba enamorado de una mujer se engañaban. En verdad, se había enamorado
de algo por completo diferente: amaba la filosofía, concebida no como un ocio o
como una disciplina entre otras, sino como profunda pasión, como forma de vida
que quisiera elegir y abrazar. «Si su frente pensativa se inclinaba como una
espiga madura, no era porque escuchara la voz de su amada, sino porque escuchaba
el murmullo secreto de sus pensamientos. Si su mirada se volvía soñadora, no
era porque codiciara la imagen de su dama, sino porque el movimiento del pensar
se le hacía visible.»
Esto le procuraba casi un orgasmo especulativo: «Le gustaba
partir de un pensamiento particular,
subir a partir de éste por la escala de la implicación
lógica, escalón tras escalón hasta lo más alto. Una vez alcanzado el
pensamiento más alto, advertía una alegría indescriptible, un placer apasionado
en precipitarse en caída libre en las mismas implicaciones lógicas hasta volver
a encontrar el punto del que había partido».
Johannes Climacus ––tal su nombre–– se había enamorado de la
fi-losofía desde su infancia. La filosofía que los otros niños encontraban en
los encantamientos de los cuentos o de la poesía, él la encontró en la persecución
rigurosa del movimiento incansable de sus pensamientos. De esta manera, de
movimiento en movimiento, de abstracción en abstracción, terminó por perder
contacto con la realidad y volverse extraño al mundo.
Un día fatal fue a dar en esta proposición: de omnibus
dubitandum est, «hay que dudar de todo». Este principio habría de marcarlo para
toda la vida. Si se quiere llegar a ser filósofo ––se decía a sí mismo–– es
preciso comenzar por aquí. Esta máxima se convirtió para él en una tarea.
Con el arma aguda de la dialéctica en la mano, comenzó a
aplicar la duda a toda teoría, a todo asunto o argumento que encontraba:
atacaba toda proposición, cada accidente y cada predicado, atacaba incluso la
realidad y el mundo entero, incluido él mismo.
Frente a la destrucción de toda certeza, empezó a percibir
la peligrosidad de la filosofía. Pero no era ya capaz de desembarazarse de
ella, como si un misterioso poder lo encadenara. Era una especie de vértigo: cuanto
más intentaba apartarla de sí, tanto más era atraído por ella y en ella se
precipitaba. Sin embargo, Johannes Climacus no estaba seguro de dudar a fondo.
¿Qué debía hacer para dudar verdaderamente? ¿Bastaba para ello un simple acto
del pensamiento? ¿O acaso se debía comprometer en ello toda nuestra voluntad?
¿Y cómo? A continuación, descubrió esta dificultad ulterior: «Que alguien
pudiera proponerse dudar, lo comprendía.
Pero no llegaba a comprender cómo éste pudiera decírselo a
otro. Pues si el otro no tenía el espíritu demasiado lento, podía responderle:
“Muchas gracias, pero disculpa si dudo igualmente de la verdad de esta
afirmación que haces”».
La farsa no terminaba ahí: «Si el primero le hubiera narrado
a un tercero que ellos dos acordaban al respecto, que debían dudar de todo, en
realidad se habrían burlado de ese tercero, pues su aparente acuerdo no habría
sido más que la expresión del todo abstracta de su desacuerdo».
Esta máxima era como un gusano que lo carcomía todo. No se
dejaba ni enseñar ni aprender verdaderamente: pues quien pretende tener por
verdadera la duda y enseñarla, procura, en realidad, el dogma. La filosofía arroja
a Johannes Climacus ––y a nosotros con él–– en una paradoja inextricable.
(Prólogo del libro “La
Filosofía y el barro” de José Pablo Feinmann)