Por Herman Schiller
1938 fue, en todas las latitudes, un año de vertiginosa
ofensiva del nazismo con la pasividad cómplice de buena parte de Occidente.
El 13 de marzo de ese año, la Alemania de Hitler anexaba
Austria sin que ningún Estado protestara. Y, seis meses después, a fines de
septiembre, las potencias del oeste europeo, en la reunión claudicante de
Munich y en plena etapa de apaciguamiento suicida, con el impulso activo de la
Francia de Daladier y la Inglaterra de Chamberlain, le regalaban a Hitler la
región checoslovaca de los Sudetes.
Había euforia en Berlín. Los judíos extranjeros eran
deportados en masa y los nacidos en Alemania sufrían cada vez más
persecuciones.
Los diarios alemanes, como Der Angrif (El Ataque), hablaban
de la “derrota del comunismo y de sus patrones del judaísmo internacional”.
Era el avance del hitlerismo y nadie hacía nada. Hoy lo
llamaríamos impunidad.
En Francia vivía refugiado un joven obrero judío polaco
llamado Herszel Grinszpan. Tenía 17 años. Sus familiares habían sido expulsados
de Alemania a Polonia. Su padre le escribió a París el 31 de octubre desde el
campamento de refugiados de Sbonszyn, en la frontera polaco-alemana. Allí, en
esa carta, trazaba una rigurosa descripción de las condiciones miserables en
las que vivía con otros judíos: “Solamente tenemos lo que llevamos puesto. No
conocemos otra cosa que la humillación. La muerte parece algo inmediato”.
En ese clima, Herszel Grinszpan, angustiado por la creciente
hostilidad antijudía, decidió hacer algo para despertar la atención del mundo.
Y en la mañana del 7 de noviembre logró dispararle a Van Rath, uno de los
diplomáticos de la embajada alemana.
Lo que sucedió después es muy conocido y entró en la
historia bajo la simplificada denominación de Kristallnacht (La Noche de los
Cristales).
Los alemanes, que ya tenían minuciosamente preparado el
pogrom de antemano, tomaron este acto justiciero del joven Grinszpan como
pretexto para desencadenar sus matanzas. En una sola noche las tropas de asalto
SS mataron unos doscientos judíos y más de 30.000 fueron enviados a la cárcel o
a los campos de concentración que los alemanes habían puesto en funcionamiento
prácticamente desde principios de la era nazi: Dachau, Buchenwald y
Sachsenhausen. También fueron destruidos 191 templos.
Charles Papiernik, un judío francés que residió muchos años
con su esposa en un departamento de la Avenida Angel Gallardo de Buenos Aires,
que era sobreviviente de Auschwitz y cuyo libro autobiográfico, Una vida, vio
la luz en 1997 bajo el sello de la editorial argentina Acervo Cultural, fue
amigo de Herszel Grinszpan, en París, en 1938.
Ambos militaban en la Juventud Socialista. Y, tal como lo
relata Papiernik en su libro, los domingos a la mañana salían juntos a vender
Le Populaire, órgano central del Partido Socialista francés, y a recaudar
fondos para enviarlos a los combatientes antifascistas de la España
Republicana.
Papiernik, durante la entrevista radial que le efectuara en
1998, calificó a Grinszpan como “un héroe que peleó por todos nosotros y que
hizo lo que tenía que hacer en una circunstancia en la que no había demasiadas
opciones”.
Pero hace 75 años pensaban distinto. En todas las
publicaciones, archivos, hemerotecas y demás fuentes consultadas, encontré que
la inmensa mayoría de las voces que se levantaron entonces desde el liderazgo
judío fue para repudiar a Grinszpan o para calificarlo de “irresponsable”.
También algunos sectores de izquierda hicieron otro tanto. Y
el diario L’Humanité, órgano del Partido Comunista de Francia, adujo que
Grinszpan era un “provocador judío” pagado por los alemanes, aunque no conforme
con ello, el vocero del PCF propuso la búsqueda y el castigo de quienes
hubieran complotado con Grinszpan, haciendo pública además la dirección de la
sede del PS, donde, según el rotativo, “podrían hallarse los cómplices”. León
Trotsky, en cambio, brindó todo su apoyo al joven y criticó duramente a quienes
lo demonizaban, si bien acotó que el meridiano de la lucha contra el fascismo
debía atravesar el camino de la organización y no de gestos individuales.
Grinszpan, cuyo destino final nunca se conoció, fue sentado
por los franceses en el banquillo de los acusados en un juicio viciado de
irregularidades. Y, pese a la delación de L`Humanité, designó como abogados
defensores a tres aguerridos militantes de izquierda: De Loro Giaferi, Weil de
Gonehaux y Frankel. Y a la hora de permitirle el uso de la palabra, manifestó:
“No fui motivado por el odio ni por la venganza, sino por el
amor a mis padres y a mi pueblo, quienes soportan terribles sufrimientos.
Lamento profundamente haber herido a alguien, pero no tenía otro modo de
expresarme. Ser judío no es un crimen. No somos criminales. El pueblo judío
tiene derecho a vivir”.
Sin embargo, la demonización de Herszel Grinszpan fue poco
menos que mundial. Si nos detuviéramos a analizar en qué andaban los que
entonces calificaban a Grinszpan de “irresponsable” (eso incluye a buena parte
del judaísmo tradicional, a algunos sectores de la izquierda y a la casi
totalidad de la jerarquía católica), se podría deducir no con demasiado
esfuerzo quiénes eran en realidad los verdaderos “irresponsables”.
En Berlín, ante la desesperación de los judíos que anhelaban
huir como fuere, el consulado argentino –el consulado de nuestro país que algún
humorista calificó de hospitalario– colocó el siguiente cartel en la puerta de
calle: “Solamente los granjeros con varios años de experiencia tendrán alguna
posibilidad de obtener la visación de sus pasaportes”.
Y en Buenos Aires, ante una virulenta manifestación por la
Avenida Santa Fe de fascistas vernáculos que gritaban “Mueran los judíos, viva
Cristo Rey”, la DAIA, Delegación de Asociaciones Israelitas Argentinas, que
había sido creada a mediados de la década del treinta para combatir la
creciente judeofobia, le envió urgentes telegramas –con solicitudes de
protección– al ministro del Interior Diógenes Taboada, al jefe de policía
general Andrés Sabalain y al propio presidente de la República Roberto M.
Ortiz.
Ninguno de los tres se dio por aludido. Y la comunidad judía
solo recibió una muy escueta comunicación del secretario del presidente, Luis
A. Barberis: “Por encargo del Excelentísimo Sr. Presidente hágole saber que su
telegrama ha sido pasado a sus efectos al Ministerio del Interior”.
El ascético mensaje de circunstancias suscripto por un
colaborador de Ortiz revelaba claramente que nunca se iba a hacer nada para
parar la marea nazi en Argentina, sobre todo los atropellos perpetrados por
aquellos grupos que, como la Alianza Libertadora Nacionalista comandada por
Juan Queraltó, contaba con muy fuertes respaldos en la Iglesia, las Fuerzas
Armadas, la policía y la Justicia. La ALN, que abiertamente reconocía que uno
de sus objetivos centrales era “disputarle la calle a la izquierda marxista”,
hacía gala de una furiosa impunidad no sólo en el plano de la propaganda, donde
contaba con cuantiosos fondos, sino también –y casi diría, fundamentalmente– en
la “acción directa”.
Eran los tiempos de una considerable presencia judía en el
movimiento obrero, el estudiantado y los partidos de izquierda, especialmente
el Comunista. Eran los tiempos en que la Iglesia argentina, impactada por las
victorias fascistas en Europa, que habían puesto “un dique de contención a la
marea bolchevique”, estaba comprometida con la campaña antijudía, reflejada en
decenas de publicaciones oficiosas, como la revista semanal Criterio, dirigida
por monseñor Gustavo J. Franceschi, y El Pueblo, un diario que dirigía el cura
Luchía Puig, que fue fundado en 1900 y recién se llamó a silencio en la década
del sesenta. Y eran los tiempos en que el gobernador de la provincia de Buenos
Aires entre 1936 y 1940, Manuel Pastor Pascual Fresco, junto con su secretario
de Gobierno, Roberto J. Noble, el futuro fundador de Clarín, concurrían
abiertamente a los actos nazis que organizaba la colectividad alemana; y, a
instancias de las “investigaciones” llevadas a cabo por el senador
ultraderechista Matías Sánchez Sorondo, mandaban clausurar los arbeter shuln,
las escuelas obreras que entonces predominaban en la calle judía y funcionaban
en el ámbito provincial.
En el resto del mundo, en aquel ’38 sangriento, la judeofobia,
el prejuicio o la abierta hostilidad hacia los judíos, no eran muy diferentes.
La Liga Argentina por los Derechos del Hombre, que once
meses antes había sido fundada por Lisandro de la Torre y otras figuras de la
época para enfrentar al creciente fascismo y reclamar por la libertad de los
centenares de presos políticos, realizó el 28 de noviembre de 1938 un acto
masivo en el Luna Park para repudiar los pogroms de Alemania.
Concurrieron unas 30.000 personas: 15 mil adentro y 15 mil
afuera. Judíos y no judíos. Obreros, estudiantes y clase media.
Hablaron, entre otros, el propio De la Torre, Nicolás
Repetto, un representante de la CGT y Emilio Troise (1886-1976, autor del libro
Materialismo dialéctico y materialismo histórico), un infatigable militante
comunista que tuvo que enfrentar la ferocidad de los ajenos y el prejuicio de
los propios para crear el Comité Popular Argentino contra el Racismo y el
Antisemitismo, organismo multisectorial, con fuerte presencia de la izquierda,
que combatió con mucha decisión la arremetida de los fascistas de aquellos
años.
La DAIA, que se había limitado a realizar un pequeño acto en
el templo de la Congregación Israelita Argentina de la calle Libertad al 700,
emitió después un enérgico comunicado. ¿Para qué? Para señalar celosamente que
era la única institución representativa con derecho a hablar en nombre del
judaísmo argentino.
Sin embargo, la iniciativa para combatir en Argentina el
avance fascista y la judeofobia con la complicidad del poder no partió en 1938
del judaísmo oficial sino de la izquierda, algo que quizás podría considerarse
hoy como extraplanetario si se lo observa con la óptica y los parámetros del
siglo XXI. Pero en aquellos días el comité creado por Troise llegó a concretar
en Buenos Aires un congreso latinoamericano contra el antisemitismo al que
concurrió, entre otros muchos delegados, un joven médico cirujano y diputado
socialista chileno llamado Salvador Allende.