Mucho antes de convertirse en una marca registrada en la
mayoría de los festivales, durante la dictadura militar de 1976-1983, el cine
argentino atravesó un último oscuro periodo de censura, practicada desde el
Estado sobre cualquier película que osara cuestionar el statu quo o,
simplemente, mostrar un cuerpo desnudo.
Todo eso cambió con el retorno de la democracia el 10 de
diciembre de 1983 de la mano del presidente Raúl Alfonsín, durante cuyo
gobierno, hasta 1989, el cine argentino intentó exorcizar los fantasmas que
hasta ese entonces había tenido que callar.
“Por supuesto que había motivos para tener miedo, las
Fuerzas Armadas estaban vivas, todavía no se habían realizado los juicios a los
militares…Nadie es definitivamente consciente de lo que fueron aquellos
primeros momentos”, contó a dpa Manuel Antín, primer director del Instituto de
Cine (actual INCAA) designado por Alfonsín.
“Recibíamos llamados telefónicos supuestamente amenazantes.
Recibí uno por el estreno de ‘La Rosales’ (película de 1984 de David Lipszyc
sobre el naufragio, en 1892, de un buque de la Armada argentina, que fue leída
como una alusión a la última dictadura). Había que sortearlos con disimulo y
razonamientos metafóricos”, confesó.
Una de las primeras medidas de Antín, actual rector de la
prestigiosa Universidad del Cine (FUC) de Buenos Aires, fue abolir el Ente de
Calificación Cinematográfica que ejercía la censura. “Apenas me hice cargo de
la dirección del Instituto de Cine un grupo de cineastas me preguntó cuáles
iban a ser las nuevas pautas. ‘Ninguna’, contesté. ‘La nueva pauta fundamental
es la Libertad, con mayúscula.
Cada uno que haga lo que pueda y si fuera posible, más’”.
“La censura cinematográfica fue una institución muy arraigada en la Argentina
durante décadas, la mayoría de las veces con gobiernos militares, hasta que
Manuel Antín decidió abolirla por completo”, dijo por su parte Luciano
Monteagudo, crítico del diario ”Página\12″ y programador de la sala de cine
Lugones, que depende del Teatro San Martín de Buenos Aires. “El de Antín fue
uno de los actos políticos más valientes, significativos y perdurables de ese
primer gobierno democrático y, como gesto, abarcó no solamente al cine sino a
la sociedad toda”.
De regreso en el país -muchos, como Pino Solanas, habían
optado por el exilio-, liberados de las mordazas del miedo -basta recordar que
Raymundo Gleyzer fue desaparecido en 1976-, los cineastas comenzaron a filmar.
Más allá de unas cuantas películas de “destape”, cuyo principal fin era atender
la avidez de los espectadores por ver unos centímetros de piel, muchas otras se
abocaron a reelaborar en sus películas el pasado más reciente.
Pertenecen a esa primera época films como “Los chicos de la
guerra”, de Bebe Kamín (1984), que daba cuenta del conflicto bélico con el
Reino Unido de 1982 por las Islas Malvinas, “La noche de los lápices”, de
Héctor Olivera (1986), la dura historia de un grupo de estudiantes secuestrados
y torturados o “El exilio de Gardel. Tangos”, de Pino Solanas (1985), que
hablaba del desarraigo.
Y también “La historia oficial”, de Luis Puenzo (1985), que
abordaba uno de los capítulos más dolorosos de la dictadura, el robo de niños,
y que se llevó el Oscar en 1986, apenas un año después de que estuviera
nominada a la estatuilla “Camila”, de María Luisa Bemberg (1984), una historia
de amor que si bien estaba ambientada a mediados del siglo XIX, era una clara
crítica a las tiranías.
“Ese primer cine que resurgió a partir de la eliminación de
la censura y de las listas negras fue como una terapia para quienes habíamos
padecido ambas limitaciones, una verdadera catarsis”, recordó Antín, director
de “La cifra impar”, entre otras.
Para Monteagudo, películas como “La historia oficial”
tuvieron una gran importancia en esos primeros años de democracia ya que en su
opinión el cine fue, junto con el teatro, “uno de los primeros espacios en los
que se comenzó a hablar abiertamente de la dictadura y sus aberraciones”.
“Con el tiempo, su dramaturgia fue perdiendo valor, porque
ante lo ya dicho en voz alta el llamado Nuevo Cine Argentino fue tratando esos
temas, en caso de hacerlo, de manera más sesgada o sin enunciarlo en primer
plano”, continuó Monteagudo. “Pero perdura su valor como documento de época”.
El Nuevo Cine Argentino (NCA) fue un movimiento surgido a
fines de los 90 cuyos principales exponentes fueron películas como “Pizza Birra
Faso”, de Adrián Caetano y Bruno Stagnaro (1997), “Mundo Grúa”, de Pablo
Trapero (1999), “La ciénaga”, de Lucrecia Martel (2000) o “La Libertad” (2001),
de Lisandro Alonso.
Con sus películas de bajo presupuesto, protagonizadas muchas
veces por actores no profesionales, y sus largos silencios, el NCA sentó las
bases de una nueva forma de hacer cine en Argentina cuyos lineamientos siguen
impregnando de una forma y otra el cine hasta hoy.
“Ante lo dicho en voz alta, el subrayado, el discurso, el
NCA se distanció de ese cine con el uso dramático del sonido, del silencio,
oponiendo muchas veces el minimalismo al exceso dramático”, completó
Monteagudo. “Los personajes dejaron de ser meros portadores del discurso del
director o del guionista para cobrar vida y voz propia”.
Treinta años después del retorno de la democracia, los
cineastas argentinos gozan de total libertad no sólo estética, sino también
temática, para contar sus historias. Pero sobre todo, gozan de esa libertad de
la que hablaba Antín cuando quedó al frente del Instituto de Cine: la Libertad
con mayúsculas.
TRAILER DE LA HISTORIA OFICIAL