domingo, 15 de diciembre de 2013

30 AÑOS DE CINE EN DEMOCRACIA: DEL MIEDO A LA LIBERTAD

Mucho antes de convertirse en una marca registrada en la mayoría de los festivales, durante la dictadura militar de 1976-1983, el cine argentino atravesó un último oscuro periodo de censura, practicada desde el Estado sobre cualquier película que osara cuestionar el statu quo o, simplemente, mostrar un cuerpo desnudo.


Todo eso cambió con el retorno de la democracia el 10 de diciembre de 1983 de la mano del presidente Raúl Alfonsín, durante cuyo gobierno, hasta 1989, el cine argentino intentó exorcizar los fantasmas que hasta ese entonces había tenido que callar.

“Por supuesto que había motivos para tener miedo, las Fuerzas Armadas estaban vivas, todavía no se habían realizado los juicios a los militares…Nadie es definitivamente consciente de lo que fueron aquellos primeros momentos”, contó a dpa Manuel Antín, primer director del Instituto de Cine (actual INCAA) designado por Alfonsín.

“Recibíamos llamados telefónicos supuestamente amenazantes. Recibí uno por el estreno de ‘La Rosales’ (película de 1984 de David Lipszyc sobre el naufragio, en 1892, de un buque de la Armada argentina, que fue leída como una alusión a la última dictadura). Había que sortearlos con disimulo y razonamientos metafóricos”, confesó.

Una de las primeras medidas de Antín, actual rector de la prestigiosa Universidad del Cine (FUC) de Buenos Aires, fue abolir el Ente de Calificación Cinematográfica que ejercía la censura. “Apenas me hice cargo de la dirección del Instituto de Cine un grupo de cineastas me preguntó cuáles iban a ser las nuevas pautas. ‘Ninguna’, contesté. ‘La nueva pauta fundamental es la Libertad, con mayúscula.

Cada uno que haga lo que pueda y si fuera posible, más’”. “La censura cinematográfica fue una institución muy arraigada en la Argentina durante décadas, la mayoría de las veces con gobiernos militares, hasta que Manuel Antín decidió abolirla por completo”, dijo por su parte Luciano Monteagudo, crítico del diario ”Página\12″ y programador de la sala de cine Lugones, que depende del Teatro San Martín de Buenos Aires. “El de Antín fue uno de los actos políticos más valientes, significativos y perdurables de ese primer gobierno democrático y, como gesto, abarcó no solamente al cine sino a la sociedad toda”.

De regreso en el país -muchos, como Pino Solanas, habían optado por el exilio-, liberados de las mordazas del miedo -basta recordar que Raymundo Gleyzer fue desaparecido en 1976-, los cineastas comenzaron a filmar. Más allá de unas cuantas películas de “destape”, cuyo principal fin era atender la avidez de los espectadores por ver unos centímetros de piel, muchas otras se abocaron a reelaborar en sus películas el pasado más reciente.

Pertenecen a esa primera época films como “Los chicos de la guerra”, de Bebe Kamín (1984), que daba cuenta del conflicto bélico con el Reino Unido de 1982 por las Islas Malvinas, “La noche de los lápices”, de Héctor Olivera (1986), la dura historia de un grupo de estudiantes secuestrados y torturados o “El exilio de Gardel. Tangos”, de Pino Solanas (1985), que hablaba del desarraigo.

Y también “La historia oficial”, de Luis Puenzo (1985), que abordaba uno de los capítulos más dolorosos de la dictadura, el robo de niños, y que se llevó el Oscar en 1986, apenas un año después de que estuviera nominada a la estatuilla “Camila”, de María Luisa Bemberg (1984), una historia de amor que si bien estaba ambientada a mediados del siglo XIX, era una clara crítica a las tiranías.

“Ese primer cine que resurgió a partir de la eliminación de la censura y de las listas negras fue como una terapia para quienes habíamos padecido ambas limitaciones, una verdadera catarsis”, recordó Antín, director de “La cifra impar”, entre otras.

Para Monteagudo, películas como “La historia oficial” tuvieron una gran importancia en esos primeros años de democracia ya que en su opinión el cine fue, junto con el teatro, “uno de los primeros espacios en los que se comenzó a hablar abiertamente de la dictadura y sus aberraciones”.

“Con el tiempo, su dramaturgia fue perdiendo valor, porque ante lo ya dicho en voz alta el llamado Nuevo Cine Argentino fue tratando esos temas, en caso de hacerlo, de manera más sesgada o sin enunciarlo en primer plano”, continuó Monteagudo. “Pero perdura su valor como documento de época”.

El Nuevo Cine Argentino (NCA) fue un movimiento surgido a fines de los 90 cuyos principales exponentes fueron películas como “Pizza Birra Faso”, de Adrián Caetano y Bruno Stagnaro (1997), “Mundo Grúa”, de Pablo Trapero (1999), “La ciénaga”, de Lucrecia Martel (2000) o “La Libertad” (2001), de Lisandro Alonso.

Con sus películas de bajo presupuesto, protagonizadas muchas veces por actores no profesionales, y sus largos silencios, el NCA sentó las bases de una nueva forma de hacer cine en Argentina cuyos lineamientos siguen impregnando de una forma y otra el cine hasta hoy.

“Ante lo dicho en voz alta, el subrayado, el discurso, el NCA se distanció de ese cine con el uso dramático del sonido, del silencio, oponiendo muchas veces el minimalismo al exceso dramático”, completó Monteagudo. “Los personajes dejaron de ser meros portadores del discurso del director o del guionista para cobrar vida y voz propia”.


Treinta años después del retorno de la democracia, los cineastas argentinos gozan de total libertad no sólo estética, sino también temática, para contar sus historias. Pero sobre todo, gozan de esa libertad de la que hablaba Antín cuando quedó al frente del Instituto de Cine: la Libertad con mayúsculas.

TRAILER DE LA HISTORIA OFICIAL


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