Por Nicolás Artusi*
Las vacaciones como “estado mítico” son un invento del siglo
XX. ¿Cómo se llegó hasta ahí? Desde la época en que eran un lujo para las
clases altas hasta hoy, con epicentro en el peronismo, una historia breve del
progreso social, económico y simbólico de la mayor conquista de los
trabajadores.
¿Vos sos de enero o de febrero?”: sin ambigüedades
retóricas, la pregunta definía los márgenes de un mundo que podía extenderse
por 31 o 28 días. No más. En los años de mi infancia (lejana, pero no tanto:
como de Mar del Plata a Villa Gesell, cien kilómetros que recorrió mi familia
en la búsqueda de mayor sosiego), cuando cada vacación exigía la logística de
una conquista del desierto por una ruta de doble mano, el baúl cargado de latas
en conserva, el acopio de historietas en previsión de un verano sin televisor o
la idea tan puritana como ingenua de “desconexión” resumida en las filas
eternas en la Cooperativa Telefónica para llamar a la Capital, ser de enero o
de febrero decía algunas cosas sobre tu familia, más juvenil o madura, más
hedonista o estoica, más expansiva o ajustada, acaso heredera de un padre
abogado o psicoanalista. Hoy las vacaciones están jibarizadas, parceladas en
quincenas siempre escasas o reducidas casi al ridículo: un fin de semana
extendido. Entonces y ahora, una zona fronteriza entre lo mítico y lo profano
o, por excepcional, una radiografía que explica por contraste la vida de estos días.
“Las ‘vacaciones’ son un hecho social reciente cuyo
desarrollo mitológico sería interesante indagar. Escolares en un comienzo, a
partir de las licencias pagadas se han vuelto un hecho proletario, o al menos
laboral”, escribió Roland Barthes en sus célebres Mitologías, publicadas en
1957 (1). El semiólogo francés decodifica el tiempo de ocio en un ensayo breve
titulado “El escritor en vacaciones”, maravillado ante la circunstancia de que
“los especialistas del alma humana están sometidos a la situación general del
trabajo contemporáneo”.
Si hace cien años las vacaciones eran apenas el privilegio
de los ricos, heredadas de una tradición inglesa del siglo XVIII que convenció
a los aristócratas de las bondades de pasar tiempo a orillas del mar, después
fueron un recurso para evitar la extenuación escolar de los niños, un derecho
otorgado a los trabajadores y un berretín de los bo-bos, bohemios-burgueses que
ocuparon sus días de “veraneo” con una actividad tan inútil como simbólica:
tomar sol. Soy hijo de la generación de madres profesionales e hiperbronceadas,
untadas en sapolán para regalarse al cotilleo en sus horas (¡días!) tendidas
como lagartos. “Un cuerpo bronceado era, anteriormente, un signo de trabajo
manual y vulgaridad. Las publicaciones periódicas registraban múltiples notas y
avisos comerciales de lociones y cremas para liberar al cuerpo del bronceado y
aclarar la piel”, escribió la historiadora Elisa Pastoriza en su libro La
conquista de las vacaciones (2): “Unos años más tarde, esta tendencia se
revirtió y la moda de tomar sol se fue extendiendo por gran parte del mundo
occidental. El sol, visto como la cura para todo, se volvió popular. En
nuestras costas, rápidamente se impuso como una moda que revolucionó la imagen
corporal del siglo XX”.
La adopción de algunos ritos veraniegos (también: los baños
de mar o los juegos de azar, con el bingo o el casino convertidos en iglesias
seculares) configuró una nueva cultura nacional, exigente en la planificación
“productiva”, en términos de ocio, de su tiempo libre. Y ahí donde estar al sol
pasó de obligación proletaria a ambición burguesa, siempre en la búsqueda de
una idea de la buena salud que cure el cuerpo y aleje la mente del surmenage,
nuestra perla atlántica recorrió el camino inverso: de balneario para ricos a
edén marítimo de los trabajadores. Por la ruta 2, la clase obrera va al
Paraíso.
LA CONQUISTA DE LA COSTA
“No se necesita ser profeta para anunciar que Mar del Plata,
con su aire vivificante y sus baños, está destinado a ser un sanatorium de la
República Argentina”, celebró el diario La Nación en 1886. “En aquel tiempo las
riberas atlánticas carecían de caminos, medios de comunicación, vías férreas y
tierras fértiles para la agricultura”, precisa Pastoriza: “Así, hace unos 110
años se iniciaba un proceso de formación de pueblos que dieron lugar a una
sucesión de balnearios que implicó una nueva cultura del ocio y el tiempo
libre”.
Con las mismas pretensiones de gesta y derroche con que
cargarían una vaca en barco para tener leche fresca en sus viajes a Europa, las
familias patricias emprendieron su conquista de la costa en un descubrimiento
del mar que, desde la planificación urbanística, replicó las molduras y los
ribetes de la Belle Epoque en ramblas y palacetes. Si hasta entonces el
descanso serrano o campero se distinguía por la placidez silente, Mar del Plata
pronto se convirtió en “ciudad inverosímil”, como se dice de Venecia,
bulliciosa y ostentosa, rendida ante “el espectáculo de la playa, con la visión
de todo aquel mundo civilizado gozando indolentemente de sus sentidos al borde
del elemento” (3).
Pero ahí donde las familias pudientes hayan deseado recrear
los rituales ociosos y aislados del Lido veneciano, una obra pública integró el
balneario con el resto del país: para celebrar el Día del Camino, el 5 de
octubre de 1938 se inauguró la ruta 2, punto de unión vial entre las dos
naturalezas bonaerenses (la llanura y el mar) y escenario mítico de nuestra
formación sentimental como veraneantes: la escala para pedir un yogur de regalo
en la fábrica de lácteos o la emoción desbordada del padre que somete a la
familia a brindar en el auto a la medianoche del 31 para ser distinguido como
“el primer turista de la temporada”. Con la verba exaltada del noticiero
“Sucesos argentinos”, un folleto de 1938 marcaba el mojón en la historia: “Con
el camino pavimentado se ha terminado la incertidumbre del viajero del
automotor. La ciudad debe ahora prepararse para recibir la interminable
caravana de automóviles que, procedentes de todos los puntos de nuestro país,
habrán de volcar en nuestras playas grandes cantidades de gratos huéspedes”.
“Hasta hace un tiempo, se pensaba que la irrupción del
peronismo fue el detonante de la Mar del Plata popular, pero en verdad sólo
profundizó un proceso que ya había comenzado en las décadas del 20 y el 30. El
peronismo, por supuesto, cambió la ciudad, como cambió el país, pero no produjo
un quiebre en ese sentido”, dijo el periodista Fernando Fagnani en una
entrevista al diario La Nación publicada por el lanzamiento de su libro La
ciudad más querida, una biografía marplatense (4). Sin embargo, a partir de
1946, la primera presidencia de Juan Domingo Perón se encontró con el camino
pavimentado para hacer de Mar del Plata, antes conquistada por las elites, la
meca de su idea de “turismo social”. Los primeros exiliados en dirección
opuesta fueron los veraneantes de las clases altas, que exploraron otros
horizontes: la hermosa y maldita Mar del Sur o, más adelante, los recoletos
bosques de Pinamar. “La retórica justicialista era rotunda en un punto: no había
barreras para el acceso de los trabajadores a estos bienes, hasta ahora,
afirmaban, vedados”, escribe Pastoriza. Los empleados de todas las posiciones
empezaban a gozar de muchos días seguidos de vacaciones pagas, algunos
celosamente custodiados por estatutos generosos, y entonces surgió la noción
del “viaje patriótico” como rito iniciático o ascenso a las zonas de prestigio
social.
CLASE TURISTA
La voluntad de “descubrir nuestro país” se develó imperativa
y, por primera vez en la historia, hordas de turistas transitaron rutas y
caminos en un peregrinar por las sierras, las cataratas o las playas,
confirmando la utilidad de haber fundado una década antes la Dirección Nacional
de Vialidad y la de Parques Nacionales. En el verano de 1945 se sancionó el decreto
1740 que extendía el derecho a vacaciones pagas a todos los trabajadores en
relación de dependencia, y en 1950 se inauguró la clase “Turista” en el
servicio de trenes a la costa, que ofrecía una tarifa diferencial más baja y
descuentos en hospedajes y restaurantes una vez llegado a destino.
En Mar del Plata, reunidos alrededor de los lobos marinos de
la Rambla o desparramados en la Playa Popular, la única que no tuvo carpas ni
sombrillas pagas, los veraneantes de distintos ingresos compartieron zonas de
sociabilización, en un revoltijo inédito. “Las clases medias, que arribaban
conduciendo sus propios coches y comenzaban a adquirir los departamentos,
popularizaban las playas marplatenses, a las que el discurso oficial señalaba
repletas de obreros”, escribe Pastoriza (en aquellos años, el ascenso social
era una posibilidad concreta e inaudita, como la que tuvo mi abuelo, un técnico
de televisores, de comprar un dos ambientes en la avenida Colón y Lamadrid).
“Esta ciudad marítima tenía un denso peso simbólico y en ella estaban
escenificadas la mayoría de las prácticas presentadas como la imitación
perfecta de aquello que ‘hasta ahora’ había estado reservado para los
privilegiados”.
Con la sindicalización masiva que Perón estimuló como
secretario de Trabajo, algunos gremios adquirieron viejos hoteles y los
reformaron, o construyeron los propios para sus afiliados. “El Hurlingham y el
Riviera para los mercantiles, el Tourbillón en el Parque San Martín, que abrió
sus puertas para los obreros de la carne (luego adquirido por la Asociación
Obrera Textil) y el SUPE, sindicato de los petroleros, que construyó su propio
edificio para 1955”, enumera Pastoriza, ella misma directora de la Maestría en
Historia de la Universidad de Mar del Plata. Algunos hoteles de estirpe
aristocrática pasaron a los sindicatos, como el Royal, adquirido por Augusto
Timoteo Vandor en nombre de la Unión Obrera Metalúrgica, “trazando la realidad
del hospedaje de las organizaciones sindicales, un fenómeno muy ‘natural’ para
los argentinos pero casi único en el mundo”.
Ya en la década del 60, las leyes de Asociaciones
Profesionales y de Obras y Servicios Sociales estimularon el boom del turismo
sindical, diluyendo las diferencias entre los hoteles, jamás rendidos a la
tilinguería de distinguirse con estrellas y ofreciendo habitaciones de
comodidades hospitalarias, con sábanas y toallas blancas almidonadas propias de
un sanatorio, y desayunos generosos en medialunas y colaciones: el que trabaja
duro siempre tiene hambre. “Fue entonces cuando Mar del Plata se torna en forma
definitiva un lugar de veraneo de sesgo gremial, convalidado por los casi 3
millones de turistas que en 1973 llegan a sus costas”. Holgados en los días
acumulados, ociosos en la suma de los francos compensatorios, los empleados
argentinos fogonearon otra de las tantas divisiones posibles del país: los que
veraneaban en enero o en febrero.
¡Cuántos días entregados al truco en las carpas, regalados
al comentario vacuo sobre los romances fugaces o el sino cruel que, según una
mitología mufa, llega con cada enero y se eterniza en el rubro “las tragedias
de los famosos”! La conquista de Mar del Plata creó una “cultura del balneario”
en la que todos los argentinos se hermanaron: el traje de baño igualitario
diluye las jerarquías que sugiere la ropa, en cuanto hábito.
La tentación de seducir a las masas alumbró una oferta
teatral que ninguna ciudad balnearia del mundo tiene (concentrada en apenas dos
meses, la comedia vuelta tragedia: nacida con pompa para morir pronto) y
construyó una idea propia de star-system, módica en sus ambiciones formativas
pero eficiente en su sistema playero de celebridades, con las revistas de
interés general rendidas al boludeo estival (en los primeros años, Radiolandia
y después Gente, con el título inevitable que da entidad editorial al cola-less
o los hot-pants: “Las ondas del verano”).
Con la modesta tecnología que proveían los enlaces de
microondas, los canales porteños trasladaron su aparatología al lado del mar
para capturar todos los movimientos de astros y estrellas en sus asoleamientos
vespertinos o en sus libaciones nocturnas, hasta la consagración de la
explotación estival en la ya clásica placa roja de Crónica TV: “¡Estalló el
verano!”. En el tango, el estribillo del clásico “En la tranquera”, una canción
que había sido grabada por Carlos Gardel, actualizó la necesidad del viaje ya
no como episodio heroico sino como imperativo veraniego (“A Mar del Plata yo me
quiero ir/ sólo una cosa falta conseguir/ lo que yo tengo es mucho coraje/ sólo
me falta plata para el viaje”) hasta que en los 60 el hit “Qué lindo que es
estar en Mar del Plata” hizo rima fácil al repetir “en alpargatas, en
alpargatas”, asociando la ciudad feliz con la libertad que produce liberarse de
los mocasines y aflojar los dedos adentro del calzado criollo que el peronismo
inmortalizó en la frase de autoría desconocida: “Alpargatas sí, libros no”.
Toda una definición para La Playa, en la que siempre se
termina descalzo y donde el más sesudo acaba rendido ante la culocracia de una
revista de chimentos.
1. Roland Barthes, Mitologías, Siglo
XXI Editores, Buenos Aires, 2003.
2. Elisa Pastoriza, La conquista de
las vacaciones, Breve historia del turismo en la Argentina, Editorial Edhasa,
Buenos Aires, 2011.
3. Thomas Mann, Muerte en Venecia,
Editorial Plaza & Janés, Barcelona, 1999.
4. Fernando Fagnani, La ciudad más
querida, Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 2002.
* Periodista.
(Fuente: Le Monde Diplomatique)