Fue la escritora que se dedicó a representar lo prohibido. Una
de las narradoras más importantes de su generación, la autora francesa terminó
conquistando un lugar entre los clásicos al que sólo acceden unos pocos
elegidos.
Por Silvina Friera
La soledad real de un cuerpo que respira. Que se descubre y
desea, que se encuentra con el otro. La niña flaca y despistada que nació en
una aldea cerca de Saigón –“más vietnamita que francesa”– andaba siempre
descalza, la cara quemada por el sol y la mirada extasiada con el crepúsculo
sobre el río Mekong. El tatuaje de la experiencia y el advenimiento del
lenguaje literario entablan una especie de pacto: borronear los límites entre
lo vivido y lo escrito, fluir de principio a fin en esa zona donde las líneas
divisorias conducen a la vacilación. Importan más las marcas que deja la
lectura de un libro que el afán por catalogar si es autobiográfico o una
ficción “pura”. Si de marcas se trata, la apasionada historia entre la
adolescente francesa y un comerciante chino ha dejado un puñado de huellas
indelebles en la memoria de millones de lectoras del mundo. Imposible olvidar
el impacto de una frase bellísima que resuena como un estribillo tristemente
perfecto: “Muy pronto en mi vida fue demasiado tarde (...) A los dieciocho años
envejecí”. Como si el pasado y el futuro no tuvieran más consistencia que la
bruma, cuando se publicó El amante (1984) –obra traducida a 40 idiomas con la
que obtuvo el Premio Goncourt, el más prestigioso de Francia–, Marguerite Duras
tenía 70 años. Aunque viviría once años más, había cumplido al pie de la letra
la recomendación de Raymond Queneau: “Escribe, no hagas nada más”. A cien años
de su nacimiento, que se cumple mañana, pocas escritoras encarnan la pasión por
la escritura con tanta intensidad que daría la falsa impresión de que no hizo
otra cosa, días tras día, que escribir la gran novela de su vida.
AULLAR SIN RUIDO
Las fotos en blanco y negro de su juventud despliegan los
encantos de una mujer menuda y bellísima con una pátina de muchacha
“despistada” o distraída, quizá la mascarada que adoptó en principio para no
amedrentar con esa tremenda fortaleza intelectual que la caracterizaría. Una
voluntad descomunal a prueba de penurias y muertes tempranas, la infernal
relación con su madre, el rechazo editorial inicial, los duros años de la
Resistencia, la militancia y posterior expulsión del Partido Comunista Francés,
la pérdida de un hijo y su adicción al alcohol. “Un escritor es algo extraño.
Es una contradicción y también un sinsentido. Escribir también es no hablar. Es
callarse. Es aullar sin ruido”, afirma Duras en Escribir (1993). Para empezar
habría que consignar que su apellido de nacimiento es otro: Donnadieu. Adoptó
el seudónimo cuando publicó su primera obra, Les impudents(1943). Duras era el
nombre de un pueblo del sudoeste de Francia del cual procedía su familia
paterna. Marguerite nació en Gia Dinh, Saigón, el 4 de abril de 1914, unas
semanas antes de que estallara la Primera Guerra Mundial. Su padre, un profesor
de matemática, murió cuando ella apenas tenía cuatro años. Su madre se dedicó a
administrar las tierras coloniales que había adquirido en Indochina. La
infancia en Vietnam sería otro tatuaje que llevaría siempre a flor de piel.
Recordaba esa niñez como “brutalmente pobre”. “Los niños nacían cada año como
la floración y también tantos morían que ya no se los lloraba, y hacía tiempo
que ya ni se los sepultaba.”
A los 18 años, en 1932, se trasladó a Francia, donde estudió
Derecho, Matemática y Ciencia Política. Pero ya había decidido que su destino
sería la escritura. “Estaba sola en casa. Me encerré en ella, también tenía
miedo, claro. Y luego la amé. La casa, esta casa, se convirtió en la casa de la
escritura. Mis libros salen de esta casa. También de esta luz, del jardín. De
esta luz reflejada del estanque. He necesitado veinte años para escribir lo que
acabo de decir”, confiesa en Escribir. Su primer libro fue rechazado por la
editorial Gallimard, pero siguió escribiendo y una vez terminada su siguiente
obra, amenazó con suicidarse si no la publicaban. Los primeros años de la
década del ‘40 son eslabones de una cadena de dolores insoportables. En 1942
murió su pequeño hijo que entonces tenía seis meses. Un año después entró en la
Resistencia mientras su hermano Paul, que había continuado junto a su madre en
Saigón, moría de una bronconeumonía por falta de medicamentos. La vida
tranquila, el libro que estaba escribiendo y que publicó Gallimard en 1944, le
dio una pequeña dosis del reconocimiento que esperaba. Pero el alivio se disipó
cuando su marido, Robert Antelme, fue apresado y enviado al campo de
concentración de Dachau. Recién en la novela El dolor (1985) describiría cómo
fue el regreso del horror de Robert: “Sólo por el habla sobrevive. Un habla
distinta. Lechosa. Un habla narrante, que quiere narrar, contar lo que asombra,
lo espantoso. Quien ha pasado por experiencias límite lo sabe: el habla o su
espejismo sobreviven. Existe un habla que sobrevive al hundimiento, a la
cercanía o al presagio de la muerte. A la extenuación. Hablar entonces es
hablar también una lengua fantasma.” Duras militó en el Partido Comunista,
hasta que la expulsaron en 1955. Se dijo que fue un informe del escritor Jorge
Semprún el que la condujo a esa tiniebla. Más allá de la expulsión, la escritora
continuaría definiéndose como comunista y anticolonialista. Se plantó contra la
guerra de Argelia y, posteriormente, marcharía junto a los estudiantes en mayo
de 1968.
LA TRANSGRESIÓN FORMAL
Es fácil repetir clichés del tipo “no habrá otra igual”. Que
el estilo Duras no se parecía al de nadie. Que a partir de su tercera novela,
Un dique contra el Pacífico (1950), se convertiría en una de las narradoras más
importantes de su generación y acabaría conquistando un lugar entre los
clásicos al que sólo acceden unos pocos elegidos. Sus obras completas están
publicadas en la prestigiosa colección La Pléiade. Ahora la canonización parece
inevitable. Pero en los años ‘50, ensanchar el horizonte temático para romper
ciertos tabúes –un “trío” conformado por la libertad sexual femenina, la
decadencia de la pareja como forma social y el alcoholismo–, romper la
corrección política del paradigma de lo que debería ser una novela y
transgredir las reglas de la sintaxis distaba de ser pan comido y digerido.
Raymond Queneau, que era lector en Gallimard, recordaba la llegada del
manuscrito de La vida tranquila y la certeza de estar ante una escritora, una
“profesional”. Queneau rescató el informe que escribió después de leer El
square: “En M. D. hay una preocupación por la renovación, por la profundización
de su arte, que es poco común entre las escritoras. Puede que aquí haya
influencias de Compton-Burnett, se puede pensar también en ciertas tendencias
del arte contemporáneo (Beckett, Ionesco e incluso Tardieu); pero eso son menos
influencias propiamente dichas que pretextos en la búsqueda de su propia
originalidad”. Por novelas como Moderato cantabile (1958) y La tarde de M.
Andesmas (1960), se vinculó su cambio de estilo con el surgimiento del llamado
nouveau roman, vinculación que en las entrevistas a Duras publicada en La
pasión suspendida (Paidós), prologado por Silvio Mattoni, la escritora se
encarga de desmentir, “dejando entrever incluso cierto desprecio hacia los
integrantes de ese movimiento, que juzga frío, intelectual, poco atractivo”.
Nunca abandonó la escritura de novelas y ensayos: “Escribir
ha sido siempre lo único que llenaba mi vida, lo único que me separaba de la
locura”. En paralelo comenzó a trabajar en adaptaciones teatrales y
cinematográficas de sus primeros textos junto a Gérard Jarlot. El primer film
por el que se la reconocería como guionista de Alain Resnais es Hiroshima mon
amour, una obra de ruptura que deviene clásico. Duras dirigió 19 películas –que
incluye cuatro cortometrajes y un documental– entre las que se podría mencionar
La música (1967), India Song (1975) y El camión (1977). La escritura de El
arrebato de Lol V. Stein (1964) –que Jacques Lacan abordó en su seminario–
resultó especialmente complicada: “Escribir siempre es duro, pero en aquella
ocasión tenía más miedo que de costumbre –cuenta en una entrevista con la
televisión francesa–. Era la primera vez después de mucho tiempo que escribía
sin nada de alcohol y tenía miedo de escribir cualquier cosa”. El personaje
principal pierde los estribos cuando ve en un baile que el hombre que ella ama
se está enamorando de otra mujer. Es una criatura tan desesperada que la propia
Duras declararía que lamentaba no haber sido ella misma Lol V. Stein. “Nadie
puede conocer a Lol V. Stein. Y hasta lo que Lacan dijo al respecto, nunca lo
comprendí por completo –afirma la escritora en Escribir–. Lacan me dejó
estupefacta. Y su frase: ‘Usted no debe saber que ha escrito lo que ha escrito.
Porque se perdería. Y significaría la catástrofe’. Para mí, esa frase se
convirtió en una especie de identidad esencial, de un ‘derecho a decir’
absolutamente ignorado por las mujeres.”
C’est tout (1995) es un diario singular, disperso,
fragmentario. Duras, enferma de cáncer de garganta, se despide. En el umbral de
su muerte está acompañada de su joven pareja, Yann Andréas. “¿Quién eres?”, le
pregunta Yann. “Duras, esto es todo”, responde la escritora. “¿Qué hace
Duras?”, insiste su pareja. “Hace literatura”, contesta ella. “Y después de la
muerte, ¿qué queda?”, vuelve él a la carga. “Nada. Sólo los vivos que se
acuerdan”, dice Duras y luego agrega: “Soy la escritora salvaje e inesperada”.
Murió a los 81 años, el 3 de marzo de 1996. Póstumamente se recuperaron los
Cuadernos de guerra y otros textos, publicados en 2006. En la textura del
legado brilla la luz del pensamiento de Marguerite: “La tarea de la literatura
es representar lo prohibido. Decir lo que uno no dice normalmente. La
literatura debe ser escandalosa”.
(Publicado en Página 12)
(Publicado en Página 12)