Por José Natanson
No es posible, en sociedades complejas como las nuestras,
identificar un solo gran problema: la vida contemporánea, enmarañada por
naturaleza, está atravesada por miles de cuestiones irresueltas. Sin embargo,
con la distancia que da el tiempo es posible aislar, en cada momento histórico,
un problema que por su gravedad opaca al resto y alrededor del cual gira el
debate público, y que una vez solucionado deja su lugar a otro, no menos
acuciante. Si en los 80 era la recuperación de la democracia y la consolidación
de instituciones políticas estables, si en los 90 la preocupación pasaba por
reducir la inflación y construir una moneda duradera, y si al comienzo del
nuevo siglo, cuando la izquierda comenzó a expandirse como una mancha de aceite
por la región, la atención estaba enfocada en la dimensión social, mi tesis
para América Latina –formulada con cautela pues se trata de una tendencia
incipiente– es que el problema central hoy radica en la provisión de servicios
públicos urbanos.
El estudio del Latinobarómetro, que todos los años releva
las principales preocupaciones de la región, viene registrando un aumento de la
insatisfacción con los servicios públicos, comenzando por el más básico de
todos: la seguridad. En efecto, el análisis de la serie histórica demuestra que
antes del giro a la izquierda, en 2002/2003, el ranking estaba encabezado por
el desempleo (29 por ciento) y que últimamente ha sido superado por la
inseguridad (24 por ciento). Quitando las cuestiones estrictamente económicas,
los latinoamericanos no creen que los principales problemas sean el
autoritarismo (como seguramente hubieran señalado en los 80) ni la corrupción
(como podría suponerse de la lectura de la prensa) sino la delincuencia, la
educación, la salud y –gran novedad– el transporte (1).
Este malestar difuso se complementa con la evidencia, ésta
sí bien concreta, en el sentido de una multiplicación de estallidos ciudadanos,
entre los que sobresalen las marchas de los estudiantes chilenos de 2010/2012,
las manifestaciones convocadas el año pasado en Brasil en rechazo al aumento de
la tarifa de transporte y los reclamos masivos contra la inseguridad
concretados en prácticamente todos los países de la región, incluyendo desde
luego a Argentina. Las quejas por la ineficiencia de los servicios de salud
llevaron a algunos países, como Venezuela y Brasil, a recurrir a médicos
cubanos. Pero más allá de cada caso y excluyendo de la lista a los episodios
recientes de Venezuela, que por su escalada ultraviolenta y el tipo de régimen
merecen un tratamiento aparte, y quitando también los reclamos contra
diferentes actividades extractivas, sobre todo en países que experimentan auges
mineros como Perú, que también exigen una consideración especial, no parece
exagerado afirmar que estamos ante una nueva “onda larga” de conflictividad,
diferente a la beligerancia social que marcó el fin del ciclo neoliberal, más
dispersa y carente de articulación política y centrada esta vez en los
servicios públicos.
MOTIVOS
Una primera causa posible reside en los éxitos de los
procesos de inclusión impulsados por los gobiernos de izquierda, que al elevar
el piso de la expectativa social atenuaron la urgencia de los reclamos básicos
de alimentación y empleo y potenciaron nuevas demandas. El transporte, por
citar sólo un caso, no será lógicamente motivo de preocupación si una persona
se encuentra desempleada, pero empieza a tornarse insoportable si tiene que
trasladarse todos los días al centro de una ciudad de quince millones de
habitantes, en hora pico y en un tren construido antes de la Segunda Guerra
Mundial. Del mismo modo, las políticas sociales con contraprestación, como el
Bolsa Familia brasilero o la Asignación Universal argentina, incrementaron la
presión sobre los sistemas de educación y de salud, que prácticamente de un día
para el otro se vieron obligados a atender a un sector de la población antes
excluido. La clase media latinoamericana, que según datos del Banco Mundial se
expandió un 50 por ciento en la última década (2), exige nuevas respuestas que,
consecuencia de esta “crisis de crecimiento”, ya no pasan tanto por la
vitalidad de la demanda social como por la capacidad del Estado para
satisfacerla. En la rústica expresión de esas almas simples que son los
economistas, un problema por el lado de la oferta.
En este sentido, hay que señalar que los reclamos recientes
no se sitúan necesariamente en los países más pobres de la región ni en las
zonas más castigadas o alejadas de los centros nacionales, sino en las grandes
metrópolis. El caso brasilero es interesante: la protesta contra el aumento de
la tarifa del transporte, a la que luego se sumaron otras demandas, comenzó en
San Pablo y no en, digamos, Recife o Fortaleza (el altísimo nivel de adhesión
con que cuenta el gobierno del PT en el nordeste brasilero probablemente
contuvo los reclamos en la zona más pobre del país, lo que abre un campo de
comparación sugerente con realidades aparentemente muy distintas, como la
boliviana: se trata en ambos casos de liderazgos de fuerte identificación
popular –Lula y Evo– que supieron combinar la inclusión simbólica del “gobierna
uno de nosotros” con la inclusión material de las políticas de transferencia de
renta, en el marco de una macroeconomía que, a diferencia de Venezuela o
Argentina, fue manejada con mano de hierro ortodoxa; en otras palabras, el piso
del cual partieron, la miseria medieval del nordeste brasilero o del altiplano
boliviano, era tan bajo que habilitó un modelo en cierto modo “más fácil” que
el de los países con tradición de clase media).
Pero no nos desviemos. Lo que quiero plantear aquí es que la
ola de manifestaciones en rechazo a la decepcionante performance de los
servicios públicos no se origina en las clases más bajas ni en las zonas más
atrasadas sino en los sectores medios o medios-bajos de las ciudades modernas,
lo que remite a su vez a la tesis de la “trampa del desarrollo medio”: la idea
de que es posible superar el atraso secular (altiplánico o nordestino o,
digamos, chino), pero que es mucho más difícil pegar el salto que separa los estadios
intermedios de desarrollo de las puertas doradas del Primer Mundo.
En una mirada más cotidiana, los reclamos se explican por un
doloroso contraste: por un lado, las condiciones de vida de los
latinoamericanos han mejorado notablemente como resultado de la reducción del
desempleo y el acceso a bienes de consumo, incluyendo bienes de consumo durable
como electrodomésticos, a lo que habría que sumar un aspecto inmaterial pero
que también forma parte de los avances de estos años: la mejora de la convivencia
entre varones y mujeres y la mayor tolerancia a la diversidad habilitada por
las políticas de género, salud reproductiva y protección de las minorías
sexuales. Y, frente a estos progresos, las deficiencias del sistema de salud,
la baja calidad de la educación pública, el caos del transporte y la
posibilidad para nada incierta de ser acuchillado a la vuelta de la esquina. En
otras palabras, la idea es que mejoró la calidad de vida de las personas dentro
de su casa pero no fuera de ella.
Detrás de esta realidad se esconde un problema cuyo origen
puede remontarse a los inicios de la Revolución Industrial: el desajuste entre
el proceso de crecimiento económico (asociado a la expansión industrial) y el
de urbanización (entendido no sólo como la migración del campo a la metrópoli
sino como la “construcción de ciudad” en sentido amplio), cuyo reflejo
literario más famoso son las desoladoras páginas finales de Tiempos difíciles
(3). La inédita etapa de crecimiento económico y aumento del consumo que
atraviesa América Latina después del estancamiento desindustrializante de los
90 está haciendo colapsar los servicios públicos y pone en riesgo la
sustentabilidad urbana: pareciera que la ciudad, que nació como refugio frente
a las inclemencias de la naturaleza y el feudalismo, como un ámbito de
convivencia y movilidad social, se hubiera convertido en una amenaza: la
sensación, tan angustiante como l