Las
relaciones entre cultura y política nunca fueron amables. La política suele
fagocitarse a la cultura sin demasiados miramientos. En esta nota el pensamiento de Jean Paul Sartre, los
intelectuales en el Socialismo Real y la
propia experiencia argentina de estos tiempos -incluyendo el peronismo- en una
minuciosa reflexión del escritor Alejandro Horowicz.
Por Alejandro Horowicz (*)
"Siempre
se espera al gran hombre, porque resulta halagador para una gran nación haberlo
producido. Pero no se espera jamás el gran pensamiento, porque resulta
ofensivo. El escritor debe, pues, aceptar el lema de la industria: crear
necesidades para satisfacerlas. Que cree la necesidad de la justicia, la
libertad, la solidaridad y que se esfuerce por satisfacerla en sus obras
ulteriores. Deseemos que pueda desprenderse de esta jauría de homenajes que así
le acosa; deseemos que recobre la fuerza de escandalizar”. J.P. Sartre, ¿Qué es
la literatura?
Las
relaciones entre cultura y política o mejor dicho entre el poder y la
producción cultural nunca fueron ni simples ni amables. Basta que determinada
posición resulte sospechada de oficialismo, para que de antemano sus motivos
puedan considerarse espurios. Dicho con sencillez: la política suele
fagocitarse a la cultura sin demasiados miramientos. Nadie lo ignora y los que
intentan formar parte del combo poder–producción cultural saben exactamente a
que se arriesgan.
Una
observación de circunstancias permite organizar cuatro maquetas para el combo.
En la primera, la importancia de la política arrasa explícitamente todo lo
demás; la valoración del suceso en sí mismo subordina todo, ya que la
"revolución" impone un nuevo punto de partida. La revolución puede
ser desde "nacional" hasta "socialista", los que se suman
militantemente suelen estar dispuestos a aportar desde sus habilidades, y el
frente cultural no constituye una excepción. Es el caso de la Revolución
Húngara de 1919 y Georgy Lukacs; por tal motivo el comisariato de Cultura cayó
bajo su responsabilidad.
Es posible
discutir, y de hecho se hace, si esta decisión fue o no adecuada para su
desarrollo intelectual posterior. Si no terminó liquidando el programa del
filósofo, al someterlo a las oscilantes directivas de la Tercera Internacional,
que finalmente fueron las de José Stalin. No faltan los que sostienen, con algo
de razón, que al aceptar los riesgos de una apuesta política, el intelectual no
puede no correr los riesgos del militante. Dicho sin cortapisas: en política y
mucho menos en política revolucionaria nadie dispone de un bill de indemnidad,
ni siquiera Lukacs.
La segunda
maqueta posible contiene al funcionario. La política también regula su
actividad, pero no es a todo o nada. No tiene la densidad de la revolución, y
por tanto sus exigencias son más blandas, ya que no se trata de reorientar el
tren de la historia sino apenas de conducirlo hacia una estación deseable. Y el
modo de arribo, el logro de ciertos objetivos circunscriptos pero valiosos,
depende entre otras cosas de la presencia del funcionario en cuestión.
Este sayo
les cabe a unos cuantos; para incluir un hombre cuya valía literaria está fuera
de debate, para mí al menos, André Malraux será su amigable representación. La
tercera maqueta de esta galería es la más lábil. Es el que desde una inserción
que sin desdeñar las responsabilidades del militante, al tratarse de un artista
o un intelectual, sus intervenciones suelen estar determinadas por esa
práctica. Y sin ser una figura de primer plano en su organización ni en su
especialidad, ya sea por su juventud, ya sea por el espacio que ocupa en el
campo intelectual, intenta alcanzar otro nivel del mismo juego a caballo de un
nombramiento. En este momento el lector avisado levanta la ceja con inquietud,
considera en quién estoy pensando sotto voce, y dice: "¿Por qué no habla
claro? Si se está refiriendo al nombramiento de Ricardo Forster dígalo sin más".
Forster
integra por cierto ese pelotón, como lo integró Jorge Asís, pero eso es todo.
De modo que la valoración que se haga de ese comportamiento no puede estar
separada de la valoración que se haga del gobierno en cuestión. Asís con
relación a Carlos Saúl Menem; y Forster con Cristina Fernández. La apuesta
habilitó al autor de Flores robadas en los jardines de Quilmes, para ser
candidato a la vicepresidencia de una formula menor, veremos si habilita a
Forster para alguna otra cosa. Eso sí, reducir la literatura de Asís a su
participación política no sólo es injusto, sino manifiestamente trivial. Asís
importa más allá de sus curiosas opiniones extraliterarias.
Ahora bien,
en ninguna de las tres maquetas consideradas inmiscuirse en política supuso
algo más que un alto grado de visibilidad pública. A nadie se le escapa la
"ventaja" sobre los que no acceden a lugares tan expectables, pero al
igual que las buenas campañas de publicidad el éxito termina dependiendo de la
correlación entre la calidad de lo ofertado y las expectativas de los
compradores. Para evitar equívocos: si los compradores se sienten estafados o
si la calidad no es adecuada, el producto fracasa.
Existe una
cuarta maqueta, los intelectuales que adhieren desde el llano. Ni se proponen
ocupar espacio público para cambiar nada, ni intentan cambiar de oficio. Usan su prestigio para legitimar una
determinada posición. Es el caso de Ezequiel Martínez Estrada y la Revolución
Cubana; el de Jorge Luis Borges respecto a las elecciones de 1928 que consagraron
al doctor Hipólito Yrigoyen, o el de buena parte de los actores norteamericanos
con relación a Barack Obama.
Vale la pena
recordar cómo terminó Martín Fierro en virtud de los alineamientos políticos de
Borges, Leopoldo Marechal, Roberto Arlt o Scalabrini Ortiz. Borges era el
presidente del comité de escritores que apoyaban a Yrigoyen, Marechal el vice,
y tanto Arlt como Scalabrini ocupaban posiciones destacadas. Claro que el
director de Martín Fierro, Evar Méndez, un galerita que se oponía a la candidatura
del fundador del radicalismo, decidió dejar de publicarla y evitar de ese modo
que fuera vehículo de las corrientes yrigoyenistas en la disputa.
Yrigoyen
ganó la presidencia, y aun así Martín Fierro siguió sin salir. En febrero de
este año se cumplieron 90 de su primer número en la calle, y vale la pena
preguntarse por dos asuntos: ¿Qué importancia tuvo la publicación y por qué
dejo de salir?
En mi libro
Las dictaduras argentinas sostengo que Martín Fierro no solo expresó la nueva
vanguardia estética, la "nueva sensibilidad", supo distinguir entre
la abstracta radicalización política de Boedo y su conservatismo literario.
Dicho en los términos de Martín Fierro: no era el primer caso de
revolucionarios sociales que adherían al realismo finisecular, realismo que
tuvo en Manuel Gálvez su exponente comercial exitoso. El Gálvez de La maestra
normal, tanto como el del folletín socialista –pública Nacha Regules en La
Vanguardia– fue duramente parodiado por los martinfierristas.
Borges y sus
amigos despreciaban el público ramplón del difundido folletín, y si bien no
comparto sus términos, no acompañarlo en su evolución cultural, entiendo sus
motivos. Sabían que de ese público no saldrían los lectores que su refinada
literatura en producción requería. Apostaban por conformarlo desde Martín
Fierro, empresa editorial potente que llegó a vender más de 20 mil ejemplares;
número que no es despreciable siquiera hoy, menos aun con una población que
bordeaba los 9 millones de habitantes.
Esto nos
deja pendiente el motivo de su cancelación definitiva. Ulises Petit de Murat en
su trabajo sobre Borges y Buenos Aires sostiene que si los muchachos de Martín
Fierro hubieran pedido conchabos al presidente electo, los habrían obtenido.
Pero que no lo hicieron. Guarda silencio sobre si creyeron necesario garantizar
la continuidad de la publicación. Algo queda claro en todo caso, del gobierno
radical no surgió la inquietud de sostenerlo. Es que para los gobiernos de casi
todas las tendencias, salvo excepciones muy notables, la cultura no es más que
un adorno… caro. Y en todo caso sus integrantes una vez firmada la solicitada,
la foto para el afiche o la conferencia de prensa, deben hacer mutis por el
foro.
Ni siquiera
el general Perón, que sin duda era a su manera un lector sistemático, pensaba
distinto. Y esa mirada no ha hecho más que acentuarse desde los impiadosos '90
en adelante. Y como nadie espera demasiado de la cultura, nadie políticamente
significativo suele darle más que un cobijo circunstancial y declamativo.
(*)
Periodista y escritor. Intelectual y ensayista. Profesor titular en la Carrera
de Sociología de la Universidad de Buenos Aires. Es autor, entre otros, de “Las
dictaduras argentinas. Historia de una frustración nacional” (Edhasa); “Los cuatro
peronismos”; “Historia de una metamorfosis trágica”; “Diálogo sobre la
globalización, la multitud y la experiencia argentina” (con Antonio Negri y
otros) y “El país que estalló. Antecedentes para una historia argentina
(1806-1820)”.
Fuente: Ecupres - Publicado en Tiempo
Argentino el 9 de junio de 2014 y reproducido por El Arca Digital. (Nro. 604).