La autora sostiene que el fútbol, en la Argentina, “ha
construido un tipo particular de género masculino” y que “el estilo de
construcción de la masculinidad marcó la creación de un fútbol
nacional”. Pero también la subjetividad de las mujeres argentinas se organiza
en relación con el fútbol.
Por Débora Tajer *
El fútbol, por lo menos para el caso argentino, resulta un
área social privilegiada de la constitución de la subjetividad masculina y de
relevamiento de la vida cotidiana de los varones. Gran parte de la fascinación
masculina por este deporte reside en lo que se denomina captura de la escena
deportiva: la impredictibilidad, la sorpresa, la ambigüedad entre ganar y
perder, la creencia en los espectadores de que su entusiasmo puede cambiar las
oportunidades de su equipo, la suposición en los jugadores de que otra cosa
acontece cuando son mirados por el público. Captura ligada a la conformación
del ideal ligado a la masculinidad.
A poco de comenzar la investigación, comencé a percibir que
hablar de fútbol es hablar de un componente muy importante de la vida cotidiana
en nuestra región; es uno de los modos en los cuales se expresa el afecto, la
pasión y los vínculos. Y también las construcciones de género, masculinas y
femeninas. El fútbol está sexuado y pintado de género, con predominio
masculino, aun cuando siempre hubo gustadoras y se ha verificado ya una entrada
masiva de mujeres apasionadas por este deporte.
En cuanto a los varones, hay una manera particular de
creación de subjetividad masculina en nuestro país, expresada en una distintiva
manera de jugar al fútbol que ha ido cambiando con el tiempo. Podríamos afirmar
que el fútbol argentino ha construido un tipo particular de género masculino en
nuestro país y, viceversa, el estilo particular de construcción de la
masculinidad en la Argentina marcó un estilo en la creación de un fútbol
nacional. Hay una relación entre el fútbol y el hacerse hombre y ser hombre en
la Argentina. Y como el mismo concepto de género lo señala por su carácter
relacional, no es posible hablar de un hacerse hombre que no sea simultáneo a
un proceso de hacerse mujer: hay una relación entre el fútbol y el hacerse
mujer y ser mujer en la Argentina; por lo menos, en las vicisitudes de devenir
mujer conviviendo con hombres que tienen una pelota de fútbol en el corazón.
Sin duda, en nuestro país el fútbol se ha constituido como
un organizador de la identidad nacional casi desde sus inicios, diferenciándose
del fútbol extranjero, en especial del inglés, del cual es heredero. Este
deporte se constituyó en uno de los modos de transformar a los hijos de
inmigrantes en criollos, con base en las posibilidades brindadas por la
preferencia de la habilidad, por encima de la clase social de origen. Se valoró
el estilo rioplatense, ligado al potrero más que al pizarrón, ligado al arte y
a la creatividad más que a la máquina y la potencia. El potrero fue
caracterizado como espacio del hombre libre, de la verdad democrática. Esta
imagen del hombre libre se instituye en relación con la preservación de una
virtud masculina: el estilo infantil, puro. El potrero se constituye en un
mundo de pibes traviesos, pícaros, “vivos”, que escapan de los colegios y de
los clubes.
Ya en 1928, la revista El Gráfico caracterizaba el estilo
criollo como el de un jugador liviano, veloz, afiligranado, con mayor habilidad
individual y menor acción colectiva; mañoso, con la indolencia como virtud, no
necesitado de la fuerza para imponerse. Estas son las características generales
del fútbol nacional, fundamentalmente el contrapunto entre el habilidoso y el
que tiene fuerza, sostenido en la oposición entre cerebro y cuerpo. Se expresa
también otro tipo de contradicciones: entre el aristócrata del fútbol y el
obrero; el primero juega para divertirse, mientras el segundo se describe como
hecho para la lucha y el esfuerzo. Así cabe señalar la coexistencia de
diferentes modelos, cada cual con su estilo, poseedor de un tipo de cuerpo y de
virtudes masculinas. Y el público, los otros varones, identificándose con los
mismos, dependiendo de cuál le resulte más cercano y afín.
Por lo menos desde la década de 1920, el fútbol forma parte
de la genealogía masculina de nuestro país. Desde entonces un padre tiene para
transmitir y legar a su hijo varón tres blasones identificatorios: un nombre,
un apellido y una camiseta. La pertenencia a la escuadra familiar, identificada
con la camiseta, instituye el linaje en un intento de construirse una
pertenencia nacional. Pertenencia que en la actualidad representa uno de los
pocos organizadores de identidad fuerte cuando se asiste al estallido y reordenamiento
de varios de los organizadores instituidos de la vida en la modernidad. La
afición por un equipo permite un anclaje identificatorio de gran relevancia
frente a los otros posibilitadores de identidades fuertes y depositarios de
ansiedades de la modernidad, que se han revelado perecederos: el matrimonio, el
trabajo, los partidos políticos, los pactos, los referentes, los líderes.
Parecería que lo único perenne es el fútbol, ya que, salvo
raras excepciones, se nace y se muere con la misma camiseta. Un varón
contemporáneo puede cambiar de mujer, de partido, de jefe y hasta de país, pero
nunca de equipo de fútbol. Este fenómeno explica el asombro que produce el
hecho de que muchos varones que tiempo atrás no le prestaban atención a este
deporte, en la actualidad lo hagan con fervor. En realidad se trata de un
disfrute del último refugio generador de pasión y dador de identidad fuerte que
les queda. Apelan al reservorio de genealogía de género masculino argentino que
no encuentra un equivalente en la feminidad: el nombre, el apellido y la
camiseta.
Y, en la clínica psicoanalítica, la pesquisa de la
predilección por algún equipo de fútbol y sus vicisitudes es una buena vía de
acceso a los avatares de la función paterna en un sujeto. “Y vos, pibe, ¿de qué
equipo sos?”, suele preguntarse a los niños varones en nuestro país, y la
pregunta se refiere a con quién se afilia, qué modelo de masculinidad ha
incorporado y cuál elige incorporar. Las respuestas pueden ser varias. El niño
puede decidir pertenecer al club del padre, al del mejor amigo del padre, al
del nuevo esposo o amor de la madre, al del abuelo materno o paterno, al del
tío, al de la banda de amigos (esta suele ser una elección secundaria), al del
valorado padre de un amigo, puede ser el club de la ciudad o el país al cual se
migró en un intento de adquirir una identidad nueva. El fútbol nos transmite
información sobre el recorrido de las identificaciones con los varones, como
una hoja de ruta de la masculinidad.
Y ese niño que elige su pertenencia al equipo del tío pudo
haber tomado la decisión al percatarse del amor que éste siente por la
camiseta. Ese tío era el que llevaba al chico a la cancha, y la condición para
ser llevado a la cancha es pertenecer al mismo cuadro que ese adulto. Claro que
este mismo niño puede seguir la profesión del padre, su ideología política, sus
gustos estéticos, etcétera.
MUJERES ARGENTINAS
En lo que respecta a las mujeres argentinas y el fútbol,
desde ya se puede hablar de su relación, tolerante o no, de acompañamiento o no,
con esa pasión masculina. Claro, no hay por qué desconocer la integración
gradual y creciente de las mujeres a todos los ámbitos de la vida social, entre
los que el fútbol está incluido.
Las que procuran ingresar en la actividad deben enfrentar
los escollos que se plantean cuando las mujeres deciden entrar en alguna rama
de la actividad social de predominio masculino.
Un atractivo que tiene este deporte es el efecto de ser
subjetivados en relación con un juego colectivo donde, más allá de las
habilidades individuales, si no hay equipo no se puede jugar: es el aprendizaje
de “pasar la pelota”, jugar en relación con los otros, y no “comérsela”. Esto
otorga una tradición muy importante que el colectivo de mujeres no tiene como
acervo, precisamente por haber estado excluido de la estimulación hacia la
práctica de deportes colectivos.
En cuanto a las mujeres a las que no les gusta el fútbol
podríamos distinguir cuatro grandes subgrupos. Uno es el de las que se sienten
molestas por considerarse excluidas de una actividad que –mientras dura el
partido– causa todo el interés de su amado. Ellas, todo el tiempo buscan una
manera de persuadir a su partenaire de que, en prueba de su amor por ellas,
desista de ir a la cancha o de ver el partido por televisión. En estos casos
podemos advertir que la escuadra favorita ha resultado investida como “la
otra”.
También están las indiferentes. A estas mujeres no les
importa ni les molesta el fútbol; en realidad hay muy pocos ejemplares que
pertenezcan a este subgrupo. Y están las que acompañan. Mujeres que, con
suficiente experiencia en la vida, han aprendido la estrategia de que, al no
poder vencer a un poderoso enemigo, lo más inteligente es unírsele. Y están las
perplejas: no se sienten molestas pero no logran entender la fascinación
masculina por ver a veintidós sujetos adultos corriendo simultáneamente detrás de
una pelota.
Lo que las pertenecientes a estos subgrupos suelen
compartir, muchas veces inconfesadamente, es la envidia que les provoca la
pasión que ellos sienten y a la que no le encuentran equivalente sustitutivo en
el universo de la feminidad. En todo caso, se interesen o no por él como juego
y como espectáculo, el fútbol no está ausente de los afectos y de la historia
de vida de las mujeres que desarrollan su existencia en un lugar donde el
fútbol es una actividad de gran importancia social.
Una paciente, al hablar de la relación con su padre, relata
que de niña recuerda haber experimentado un odio irrefrenable los domingos por
la tarde, cuando él solía escuchar los partidos por la radio. Ya no iba a la
cancha porque su hijo varón, el hermano mayor que la paciente, había dejado de
acompañarlo –los intelectuales en los años setenta preferían salir con la
compañera a ser fieles a la camiseta–. Entonces, papá escuchaba la radio, fuese
en la casa, paseando en auto o de visita. El acompañaba físicamente al resto de
la familia en domingo, pero su cabeza y su corazón quedaban en el estadio.
Quizá junto a las mujeres de la casa se sentía abandonado y solo. Y, mientras
escuchaba el partido, el mundo se detenía. Nada más le importaba, ni siquiera
su hijita del alma. Con el tiempo la paciente pudo comprender que ese odio que
creía sentir por su padre era en realidad provocado por el hecho de que éste se
metiese en un mundo que la excluía por ser mujer, un mundo para transmitir y
compartir sólo con el hijo varón.
En el relato de algunas de las mujeres que participan y
gustan del fútbol, esto se conecta con su relación con el padre: como un don
que han recibido del padre, una herencia con la cual ellas se han filiado aun
cuando no sea un legado típico a las mujeres.
Tal vez para entender las representaciones psíquicas de las
mujeres que participan en el fútbol debamos apelar a un paralelismo con el
modelo clínico que se utiliza, desde la perspectiva de un psicoanálisis
revisitado desde los estudios de género, para trabajar con las identificaciones
vocacionales y laborales de las mujeres cuyas madres han sido amas de casa
mientras sus padres participaban en la actividad laboral. Sabemos que estas
mujeres, para adquirir su propia modalidad femenina de inserción en el mundo
del trabajo, deben apelar al reservorio de identificaciones de la vía paterna y
con ese material ir constituyendo y agenciando representaciones propias.
Considero que gran parte de la relación de las mujeres con el fútbol está en
íntima conexión con el tipo de vínculo con los varones significativos. En los
padres de las mujeres gustadoras del fútbol visualizamos la posibilidad de
prestarse como modelo identificatorio para sus hijas, sin asimilar los rasgos
propios encontrados en sus herederas como un indicador de masculinización en
ellas.
De todos modos, este logro suele coexistir con aspectos
paternos de reafirmación de su diferencia en relación con las mujeres y de
desconocimiento de alguno de los atributos agenciados por sus hijas. Por eso
estas niñas suelen carecer de conciencia de la coexistencia de
reconocimiento/desconocimiento hasta que se ven envueltas en vicisitudes
amorosas, laborales u otras, que entren en contradicción con la imagen que han
forjado de sí mismas.
La paciente en cuestión, ya mayor, al igual que otras
congéneres, encontró sumo atractivo en un hombre al que no le gustara el
fútbol, para luego comprender, desilusionada, que ese lugar puede ocuparlo
cualquier otra pasión. Pero también advirtió en ella la fascinación femenina de
la que habla Lacan, esa que experimenta al ver a un hombre concentrado y puesto
todo en una acción, en un acto. Así, pudo llegar a enternecerse ante los
sentimientos y los sacrificios a los que un varón está dispuesto por la
camiseta de sus amores. Ella forma parte del colectivo de mujeres que en la
actualidad se ha percatado que en una casa puede haber dos televisores y que
existen muchos programas alternativos, amistades y familiares que visitar un
domingo por la tarde. Y uno de esos programas puede incluir acompañar al amado
a ver un partido. Ellas han llegado a la conclusión de que desconocer el fútbol
es desconocer una parte importante de la vida nacional y de los varones
argentinos. Saben que el corazón puede resultar un músculo muy elástico y que
puede albergar cariño por otro equipo, además del que el padre les legó.
Podemos comprender que el afianzamiento de este proceso va de la mano de los
cambios que se están produciendo en el ejercicio de la función parental y de la
democratización de las relaciones entre los géneros en su sentido más amplio.
* Extractado de “El
fútbol como organizador de la masculinidad”, publicado en la revista La ventana
y originado en una investigación que se efectuó en el marco del Foro de
Psicoanálisis y Género de la Asociación de Psicólogos de Buenos Aires.