La industria nacional, esa actividad atacada por las
políticas neoliberales hasta lograr su casi extinción a fines de los 90, tiene
su día en nuestro calendario oficial. Es el 2 de septiembre, en conmemoración
de aquel día de 1587 cuando -se nos dice- se produjo “la primera exportación
argentina al exterior”. Pero este episodio es paradojal.
Escribe Felipe Pigna
Aquel 2 de septiembre de 1587 zarpó del fondeadero del
Riachuelo, que hacía las veces de puerto de Buenos Aires, la carabela San
Antonio al mando de un tal Antonio Pereyra con rumbo al Brasil. La nave llevaba en sus bodegas un cargamento fletado
por el obispo del Tucumán fray Francisco de Vitoria. Se trataba de tejidos y
sacos de harina producidos en la por entonces próspera y productiva Santiago
del Estero. Lo notable es que, según denunció el gobernador del Tucumán,
Ramírez de Velasco, dentro de las inocentes bolsas de harina se encontraban
camuflados varios kilos de barras de plata del Potosí, cuya exportación estaba
prohibida por real cédula. Es decir que la “primera exportación argentina”
encubrió un acto de contrabando y comercio ilegal.
El obispo Francisco de Vitoria, que había servido a un
mercader en Charcas, pudo entablar allí relaciones comerciales con los miembros
más notables de la Audiencia, lo que le permitió obtener un permiso para importar
esclavos desde el Río de la Plata.
Vitoria fue uno de los pioneros del tráfico negrero en estas
tierras. Sin embargo, el Consejo de Indias lo había propuesto “por ser muy buen
letrado y predicador” y por poseer excelentes recomendaciones por su pasado de
consejero de la Inquisición en España.
En 1586 fue nombrado gobernador del Tucumán Juan Ramírez de
Velasco. La condena del concubinato (“amancebamiento”), la sodomía y el estupro
fue su primera medida. Sus principales enemigos eran el obispo Vitoria y sus
socios de la Audiencia de Charcas. El gobernador Ramírez de Velasco denunció el
contrabando practicado sistemáticamente por Vitoria, pero los miembros de la
Audiencia, que participaban en el negocio, parecían no “oír” sus reclamos.
Decía Ramírez de Velasco en sus notas: “en esta ciudad está
la iglesia catedral y por obispo de ella don
Francisco de Vitoria, de la orden de Santo Domingo, (...) que si hay
escasez de sacerdotes se debe, no a la pobreza de la tierra, sino a los malos
tratamientos del prelado porque aun los legos no lo pueden sufrir. A mí me ha
excomulgado dos veces. Todo su negocio es tratos y contratos”.
Como Ramírez de Velazco no podía con el obispo, empezó
haciendo justicia con aquellos que lo secundaban. A un tal García de Jara, que
había matado once indios y llevado a cabo unos “nueve estupros con fuerza en
indias pequeñas, que por serlo mucho murieron seis, y realizado muchas
difamaciones por ser uno de esos que lavan su lengua en honras de mujeres
honestas”, mandó que le cortasen la lengua y la clavaran en un madero, y lo que
quedaba de él, lo colgaran “hasta que muriera de muerte natural”.
El obispo, que tenía más de 20.000 indios en encomienda, no
prestaba mucha atención a lo que decía San Jerónimo (¿347?-420) anticipándose
varios siglos a Carlos Marx: “Como el mercader nada agrega al valor de sus
mercaderías, si ha ganado más de lo que ha pagado, su ganancia implica
necesariamente una pérdida para el otro; y en todo caso el comercio es siempre
peligroso para su alma, puesto que es casi imposible que un negociante no trate
de engañar”.
Tampoco seguía mucho a San Ambrosio (340-397), que condenaba
sin soslayos la propiedad privada: “Todo lo que tomas sobre tus necesidades, lo
tomas por violencia. ¿Dios habría sido bastante injusto para no distribuir con
igualdad los medios de vida, de manera que tú estarías en la abundancia,
mientras que otros sufrirían necesidades? El pan de los hambrientos es el que
tú acaparas; el traje de los desnudos es el que guardas; el dinero que tu ocultas
es el rescate de los desgraciados”.
El gobernador Ramírez de Velasco se expresaba en estos
términos en una carta dirigida al rey Felipe II: “El obispo Vitoria tiene
amedrentados a vuestros vasallos con sus continuas excomuniones y su vida y
ejemplo no es de prelado sino de mercader... […] No he visto que haya acudido a
las cosas de su cargo ni le he visto en la iglesia ni entiende en la conversión
destos pobres naturales... […] y en el entretanto que andaban las procesiones
estaba él por sus manos haciendo fardo para llevar al Brasil... […] y llegaron
sesenta negros que le dejaron los ingleses... […] vino a esta ciudad con
ellos... deja de acudir al oficio de pastor para acudir al de mercader sin
acordarse destas pobres ovejas... […] y en sabiendo un pecado o liviandad de
alguno le hace proceso, y el tal culpado, por no venir a sus manos le da cuanto
tiene... […] lo que se ha podido averiguar del oro y la plata que el obispo
envió al Brasil son los mil y quince marcos de plata blanca y treintinueve marcos
de oro de ocho onzas más trescientos setenta pesos de oro de 22 quilates y dos
cadenas que pesaron ciento y noventa y cinco pesos y quince marcos de plata
labrada que envió […] el dicho en el dicho navío a Manuel Tellez Barreto,
gobernador de Bahía”.
En otra carta le advertía al monarca: “Conviene vuestra
majestad ponga a esto remedio para que no sean defraudadas sus rentas reales”.
La “nave del Día de la Industria” emprendió su regreso con
ciento veinte pasajeros involuntarios (esclavos negros, destinados a las minas
de Potosí, y varias decenas de campanas y cacerolas), pero fue abordado por el
pirata inglés Thomas Cavendish y sus hombres. Al pirata, poco afecto a los
rezos y sermones, no lo amedrentó la presencia del obispo, y se robó el barco
con toda la mercadería y la mitad de los esclavos.
Vitoria, entonces, debió hacer obligadamente voto de pobreza
y caminar casi desnudo hasta Buenos Aires, donde fue rescatado y, para
desgracia de Ramírez de Velasco, devuelto a su diócesis. Pero al año siguiente,
vendió 60 esclavos en Potosí y reunió un capital interesante como para insistir
con su negocio, esta vez en un navío propio con pasajeros que llevaban, entre
todos, 40.000 a 45.000 pesos en plata.
Sin embargo, fueron sorprendidos por un temporal muy fuerte
y “dieron al través de la otra banda del río” –como informaba el gobernador del
Tucumán en diciembre de 1588-, donde los náufragos enterraron la plata y
anduvieron prófugos de los indios, hasta que los salvó una expedición salida de
Buenos Aires. El obispo rescató 15.000 pesos que tenían los naturales; según el
gobernador porque “Dios no miró las ofensas que le ha hecho su desenfrenada
lengua”.
Aparentemente el Todopoderoso se arrepintió, porque en
Buenos Aires el gobernador Torres de Navarrete,
amigo de lo ajeno y del dicho español de los 100 años de perdón, se echó sobre la plata y tomo 5000 pesos y el
resto lo repartió entre los vecinos, con lo cual Vitoria y su gente tuvieron
que volverse al Tucumán caminando.
Todos estos episodios culminaron con la separación del
obispo de su diócesis. Pero lo que nunca imaginó el obispo Francisco de Vitoria
es que su acto se transformaría en toda una alegoría de la Argentina
contemporánea y que el calendario oficial le asignara un espacio destacado en
sus caprichosas efemérides en el lugar que les corresponde sin duda a los
argentinos que pensaron y lucharon verdaderamente por el desarrollo de la
industria nacional, como Manuel Belgrano, quien dijo: “Todas las naciones
cultas se esmeran en que sus materias primas no salgan de sus estados a
manufacturarse, y ponen todo su empeño en conseguir, no sólo darles nueva
forma, sino aun atraer las del extranjero para ejecutar lo mismo. Y después
venderlas”.
No estaría mal que celebremos entonces el 3 de junio, día
del nacimiento de nuestro primer y entusiasta industrialista, Manuel Belgrano,
como el Día de la Industria y dejemos de homenajear a esta actividad
fundamental del quehacer nacional conmemorando un acto de comercio ilegal.
Fuente: Felipe Pigna,
Los mitos de la historia argentina , Buenos Aires, Editorial Planeta, 2009,
adaptado para El historiador, págs. 97-102.