El movimiento Tucumán Arde, la muestra de repudio “Malvenido
Rockefeller”, los murales que Ricardo Carpani realizó para sindicatos y los artistas e intelectuales con el Ejército Revolucionario del
Pueblo (ERP) son analizados por Ana
Longoni en su libro Vanguardia y revolución.
En el libro -publicado por Ariel- Longoni indaga de manera
profunda y en detalle, en las prolíficas y conflictivas relaciones entre arte e
izquierdas, en un lapso temporal que la autora enmarca entre el triunfo de la
Revolución Cubana y el golpe de Estado de 1976 en la Argentina.
“Tucumán Arde se convirtió es una referencia recurrente, una
escena mítica y muchas veces banalizada. Y el tópico de arte y política se
volvió un asunto de moda, presente en bienales, mega-exposiciones y un
cuantioso número de investigaciones y tesis”, explicó Longoni, sin embargo,
cuando comenzó este trabajo, hace 20 años, “los cruces entre arte y política
estaba totalmente ausente de la agenda académica y curatorial”.
La obra busca dar visibilidad a otros sucesos que sucedieron
entonces: “experiencias que van desde el muralismo militante hasta el vuelco a
la gráfica, desde iniciativas de solidaridad internacionalista (impulsadas
entre otros por Julio Le Parc, León Ferrari, Luis Camnitzer) hasta
transformaciones en las poéticas impulsadas por distintos artistas, a partir de
acontecimientos de violencia política insoslayable como la guerra de Vietnam,
el asesinato del Che Guevara o la masacre de Trelew”.
Para Longoni, “las aspiraciones de los artistas por
contribuir a la acción política y desbordar el territorio del arte, salir a la
calle, ser un vector más en las fuerzas que pugnaban por cambiarlo todo, se
toparon no solo con la represión dictatorial, sino también con la incomprensión
de los partidos, con el mandato (uniformizador y crecientemente sacrificial)
que asumió la militancia”.
Autora de Del Di Tella a Tucumán Arde, publicado en 2000
junto a Mariano Mestman, Longoni propone “pensar en cómo nos interpela ese
legado hoy. Si reconocemos que estas prácticas artístico-políticas antagonistas
han sido finalmente incorporadas, fagocitadas por la lógica institucional y la
voracidad del mercado, también es cierto que reverberan en los modos de hacer
arte y política de muchos grupos activistas que se reconocen en diálogo y en
tensión con esas experiencias del pasado”.
¿Cómo reformularon las vanguardias argentinas de los 60 y 70 el
conjunto de consignas que originalmente habían surgido como respuesta a ciertas
estructuras de los países centrales?
-Por un lado es llamativa la insistencia de los movimientos
artísticos argentinos surgidos en esa época en autodefinirse como vanguardias.
Por cierto, cargan ese concepto de sentidos muy diversos que además van
cambiando: de la puesta al día a la vanguardia nacional, de la ruptura
escandalosa con la convención a la idea de un arte que contribuya a la
transformación social.
Sin duda, las vanguardias históricas de entreguerras y
también las llamadas neovanguardias internacionales son un legado que estos
artistas conocen y aspiran a reactivar (pienso por ejemplo en Ricardo Piglia
firmando sus artículos como Sergio Tetriakov hijo, en claro homenaje al
vanguardista ruso), pero a la vez son una referencia que reformulan de manera
radical.
Las vanguardias que surgen en la Argentina en los años 60/70
son reconocidas hoy como un laboratorio prolífico e inédito en el que se
entrecruzaron experimentación artística y radicalización política, nuevos
paradigmas de pensamiento (como la semiótica y el psicoanálisis lacaniano) y la
apuesta por ir más allá del mundo del arte para dispersarse en el espacio
social, en los medios masivos de comunicación, en la articulación con
movimientos culturales, sociales y políticos de oposición.
¿Cómo se resignifican hoy las vanguardias en un contexto como el
actual, en el que de la mano de un proyecto político se ha generado un aluvión
de lecturas y obras que reinvindican las consignas enarboladas en los 60 y 70?
¿Este rescate ha tenido correlato en la escena artística contemporánea?
-No solo a nivel local sino internacional, en los últimos
diez, quince años han cobrado notable visibilidad en el mundo de las artes
prácticas que podemos llamar a grandes rasgos “activismo artístico”, esto es:
colectivos que proponen incidir -en la calle, en la manifestación, en los
medios de información, en las redes sociales, en distintas instancias de lo
público- a partir de diversos recursos y estrategias creativas.
En ese marco, han sido rescatadas experiencias del pasado
(sobre todo de los años 60/70, y crecientemente también de los 80) que van
componiendo un archivo hasta ahora inexistente, reponiendo capítulos de una
larga historia de resistencias y antagonismos, muchas veces derrotados o
fallidos y no por ello menos iluminadores.
Claro que la escena artística actual es mucho más compleja e
incluye muchas otras variantes, incluso entre aquellos que reclaman la condición
política de su hacer. Pero acciones como los escraches impulsados por HIJOS
desde mediados de los años 90, o la eclosión de colectivos de acción cultural,
producción audiovisual y contrainformación nacidos al calor de los sucesos de
fines del 2001, o la insistencia de muchos artistas activistas en que no
olvidemos la segunda desaparición de Jorge Julio López en 2006, son hitos
potentes que señalan la vitalidad actual de estas prácticas.
Si ello tiene un correlato en el circuito artístico o en la
investigación universitaria o en las políticas culturales, la explicación no se
agota en señalar que hay un contexto (político y también artístico) en la
Argentina, en América Latina y en otras partes del mundo permeable o favorable
a esas experiencias. Más bien, pienso que existe en ellas un sustrato que se
niega a la normalización, que no otorga recetas conocidas o respuestas ya
digeridas, sino que inquieta e interpela no solo lo que entendemos por arte
sino también lo que entendemos por política.
¿Qué identifica a los movimientos artísticos analizados en el libro
respecto de otras experiencias que –en otros años- también pretendieron
estrechar la brecha entre arte y política?
Quizá su confianza tajante en la capacidad del arte de
transformar el mundo. Y también su acelerada capacidad de mutación: en esos
años, los programas artístico-políticos se trastocaron vertiginosamente. De la
apuesta de revolucionar el arte se pasa a la invención de un arte para la
revolución y luego al abandono del arte en aras de la política.
Del abandono de las instituciones artísticas (museos,
galerías) comprendidas como neutralizadoras de cualquier capacidad disruptiva
del arte se pasa a idear tácticas de “copamiento institucional”, aprovechando
cualquier intersticio para colar allí también (en un premio privado o incluso
en convocatorias oficiales en medio de una dictadura) una denuncia política (de
la tortura, de la existencia de presos políticos, de la creciente represión que
se vivía) que alcanzara resonancia pública.
De la idea de vanguardia, que en su etimología militar alude
a un pequeño grupo de avanzada explorando el territorio, se pasa a la
reivindicación del pueblo como sujeto creador por excelencia. Los cambios en el
arte en aquellos años fueron vertiginosos, y recorrerlos nos permite
percibirlos como intensos signos de su época. A la vez que interrogarnos sobre
la nuestra.