El sueño siempre postergado de la nueva capital, es el título de un artículo de opinión firmado por Mempo Giardinelli, en el diario Página 12 de hoy. El escritor rescata la propuesta como una gran idea y recuerda cuando el presidente Alfonsín la quiso llevar a cabo.
Escribe Mempo
Giardinelli
Desde hace algunas semanas se viene instalando un tema
recurrente de la política argentina: el traslado de la Capital a una ciudad del
interior.
Treinta años después del presidente Raúl Alfonsín, quien en
1984 lanzó la idea de llevar la Capital Federal a la rionegrina Viedma, ahora
Cristina Kirchner, y su vocero en este asunto, el presidente de la Cámara de
Diputados, Julián Domínguez, abren el debate. “La capital del futuro debe ser
Santiago del Estero”, dijo Domínguez, ya precandidato a la sucesión
presidencial por el kirchnerismo en 2015.
Como no podía ser de otra manera, la idea generó un rechazo
inmediato en la oposición. Rápida y brevemente se manifestaron en contra
dirigentes como Hermes Binner, Pino Solanas y Laura Alonso. Por supuesto, otros
destacaron que “hay problemas mucho más urgentes que resolver”, declaración
habitual de la izquierda argentina.
Claro que en general el rechazo fue más bien frío y poco
apasionado, seguramente debido a la marcada indiferencia al respecto por parte
de los medios y periodistas que les dicen a los opositores lo que deben decir.
Y se enfrió aún más cuando empezó a rodar el chisme de que era una nueva
artimaña de la Presidenta para distraer al auditorio, si bien desde el
kirchnerismo duro nadie se pronunció con vehemencia. Salvo la senadora del
Frente para la Victoria, Silvina García Larraburu, quien sorprendió retomando
la idea del presidente radical de trasladar la capital a Viedma.
Por cierto, uno de los pocos dirigentes de la oposición que
se manifestó con serenidad fue Ricardo Alfonsín, actual diputado e hijo del
recordado presidente, quien dijo estar “conceptualmente de acuerdo”, aunque
estimó que “el momento no es oportuno”.
Como sea, el asunto quedó como en un freezer, aunque según
una encuesta de la consultora Equis el 44 por ciento de los encuestados dijo
estar de acuerdo con la idea, mientras un 30 se manifestó en desacuerdo. Entre
los argumentos a favor: que habría mayor oferta de trabajo en el interior. En
contra: el costo del traslado, que fue determinante del fracaso en los ’80.
Así las cosas, y al menos a juicio de quien firma este
artículo, es una lástima que la idea se bastardee porque sigue siendo una
cuestión esencial para esta república. Por razones geopolíticas, históricas,
culturales, económicas y de ordenamiento y mejor administración futura, hay
argumentos de peso para que la ciudad de Buenos Aires deje de ser capital
nacional. Ellos constan en las actas de la memorable sesión del Senado del 29
de Mayo de 1987 cuando se aprobó la propuesta de trasladar la Capital Federal a
Viedma.
En un artículo días después sostuve –como ahora– que había
que apoyar enfáticamente el cambio de sede de los tres poderes de la república,
aunque Viedma no era la mejor elección, porque no se integraría el país si la
capital sólo cambiaba de puerto y no tenía sentido repetir esa mala costumbre
de imperios y colonias.
Como fuere, ese sueño de Alfonsín fue una de las mejores
ideas de aquel gobierno tan zarandeado como incomprendido en sus mejores
intenciones y debió tener mejor suerte. Hubiera descentralizado a este inmenso
país neurotizado por una ciudad –Buenos Aires– tan hermosa como frívola. Pero
en la realidad no supieron enfrentar la incomprensión y la ignorancia: una
pésima docencia al respecto permitió que el argentinísimo miedo reaccionario a
los cambios frustrara la iniciativa.
Con argumentos más pasionales que objetivos, y más necios
que racionales, y con una visión minúscula del futuro, se impidió aquel último
intento serio de quebrar la macrocefalia porteña y de iniciar nuevas conductas
políticas. Incluso la hoy Ciudad Autónoma de Buenos Aires se hubiera
beneficiado, aliviada entre otras cosas del peso muerto que significa ser depósito
del resentimiento del interior.
No es algo nuevo. La historia argentina está atravesada por
la necesidad de sacar la Capital de Buenos Aires. Por lo menos desde que
Sarmiento soñó a mediados del Siglo Diecinueve con su Argirópolis, capital de
los Estados Unidos de América del Sur instalada en la isla Martín García,
pequeño paraíso perdido en medio del Río de la Plata. Aquel breve libro
publicado en 1850 y de marcada y fantástica intención utópica, rescataba entre
otras cosas el valor de las piedras (fundamento de las civilizaciones duraderas,
y material del que carecía la barrosa Buenos Aires) porque “no hay gloria sin
granito que la perpetúe”.
Después hubo proyectos para llevar la Capital a Rosario, San
José de la Esquina, Santa Fe, Huinca Renancó y otros pueblos y ciudades del
interior. Pero más allá del sitio, si se pensara seriamente –es un decir, si la
política argentina fuera capaz de ello– no sólo habría que trasladar la Capital
al interior sino, y sobre todo, separar los tres poderes republicanos.
Hay quienes sostienen que Córdoba o Tucumán deberían ser
sede de la Corte Suprema de Justicia, mientras que Paraná o Santa Fe –donde se
reformó y juró la Constitución nacional– del Congreso y el Poder Legislativo.
De ser así, forzosamente debería instalarse el Ejecutivo en el interior, sea en
Santiago del Estero (que fue la primera ciudad que se fundó en este país) o en
alguna más pequeña de las muchas que también se han propuesto alguna vez como
Río Cuarto, Rafaela, Santa Rosa y sigue la lista.
Pero en la Argentina, ya se sabe, los grandes temas y las
mejores ideas suelen dejarse para después. Quién sabe cuándo.