Contar el Juego, un libro de Ariel Scher que
revisa nueve biografías de escritores argentinos y su relación con el deporte.
De Bioy Casares a Sacheri, de Fontanarrosa a Cortázar, de Soriano a Sasturain,
la literatura y las pasiones en un viaje que resulta una obra contundente.
Marcelo
Máximo
Lo que yo realmente quería era correr los 100
metros en nueve segundos y ser campeón de box y de tenis.”
El mundo, ahí en el Paraninfo de la
Universidad de Alcalá de Henares, en Madrid, celebra y también espera por el
discurso de Adolfo Bioy Casares cuando el escritor argentino recibe el premio
Cervantes de Literatura en 1990. Bioy Casares tiene 75 años y aunque el tiempo
y los condicionamientos que siempre impone la naturaleza ya no lo tienen con
una raqueta en la mano en el Buenos Aires Lawn Tennis Club o listo para romper
el viento con la cara y, menos aún, en un rincón del cuadrilátero imaginario,
el reconocimiento lo lleva a ese viaje interior en el que Adolfo es joven y es
fuerte y abraza el deporte con los sueños de campeón. No le alcanzó, dice, pero
en sus novelas, cuentos y ensayos toda esa fantasía tiene vida propia más allá
de la ficción y de las realidades. Bioy Casares ha contado el juego, como
tantos otros escritores desde su lado más amateur y con la creatividad y la
imaginación con la que Ariel Scher se lanzó a esta aventura en un libro donde
el Negro Fontanarrosa arma un tridente ofensivo con el Gordo Soriano y Eduardo
Sacheri, Juan Sasturain se la pasa a Rodolfo Braceli y Martín Caparrós define
solo y frente al arco, mientras Haroldo Conti corre, rema y nada y Julio
Cortázar está ahí, abajito, al borde del ring.
Contar
el Juego, Literatura y Deporte en la Argentina, editado por Capital
Intelectual, repasa –en sus 262 páginas– nueve biografías de escritores
argentinos y su relación con el deporte que, en definitiva, han sido una fuente
de inspiración para relatos inolvidables e indispensables. El desafío que
plantea Scher invita al lector a revelar secretos deportivos de autores y de
sus pasiones volcadas en sus obras.
Eduardo
Sacheri, de taquito a Hollywood. El comienzo de las historias cuenta en El
Secreto del Secreto ese viaje en un ventoso y frío invierno en Villa Gesell,
donde el autor piensa y se piensa en soledades y le da vida y le da luz a
Sandoval y Espósito, personajes de El Secreto de sus Ojos, en ese guión
adaptado de su novela La Pregunta de sus Ojos para una película que dejará una
huella imborrable en el cine argentino y mundial. “Uno puede cambiar de nombre,
de calle, de cara, pero hay algo que no puede cambiar. No puede cambiar de
pasión.” La definición de Sandoval gira y germina y descansa en la cabeza calva
de quien es uno de los grandes puntos de referencia de la literatura argentina
de estos tiempos. Sandoval habla en los labios de Sacheri y en la mente de
Sacheri y en el corazón de Sacheri, que enfoca sus ojos al mar y se refleja y
encandila en los botines de Daniel Bertoni, porque –cuenta Scher– Sacheri
primero quiso ser como Bertoni, para luego entregarse al amor incondicional de
Ricardo Bochini. Al Bocha, ese tipo que conoció en el lugar y en el momento
imaginado –el estadio de Independiente y en la previa a un partido de fútbol– y
con una confesión. Bochini, el Bocha, el pelado y mago de la 10, había leído
Señor Pastoriza y se había conmovido.
El día
que Julio Cortázar volvió a las noches del Luna Park, Miguel Castellani le ganó
a Doc Holliday. Volvió Cortázar, invitado por Alberto Perrone, quien lo había
entrevistado unos días antes y se había lanzado a la aventura de que la pluma
de Rayuela escribiera una nota para El Gráfico. Fue Horacio Pagani, por
entonces redactor de la revista, quien se acercó a Cortázar para recordar aquel
seductor acuerdo en abril de 1973. La columna empezaba así: “Como es lógico, el
público fue a ver ganar a Castellani. Como también es lógico, Castellani ganó.
La única cosa ausente en tanta lógica fue lo que justifica y da su auténtica
belleza al deporte: la alegría.”
Los
registros del extraordinario futbolista que fue Osvaldo Soriano no abundan como
para homologar –si hiciera falta– su capacidad con la pelota más allá de
novelas y cuentos y de historias de redacciones donde armó su propio perfil en
tiempos de centrodelantero de Confluencia
de Cipolletti o Independiente de Tandil. Ese momento en el que el Gordo sacó el
último de los cigarrillos de un paquete hecho bollo y pelota a la vez –porque
un balón no necesariamente tiene gajos y cueros– y, antes de caer al piso la
clavó al ángulo, dentro de ese tacho de basura de la redacción de Página/12,
certificó y despejó, de alguna manera, sus capacidades a la vista de su
compañero –incrédulo– Mulato Lagares. Soriano fue goleador y de San Lorenzo y
desde París lloró y lamentó ese descenso de 1981. Lloró y lamentó, sobre todo,
el desarraigo de un estadio mítico para la historia del fútbol argentino.
“Empecé a querer a San Lorenzo sin haberlo visto nunca, como esos pretendientes
que sólo conocen una fotografía y juran amor eterno.” Quizás por eso, al tiempo
juntó coraje y junto a José Sanfilippo fue hasta donde todavía laten goles de
San Lorenzo en el viejo Carrefour. Juntó coraje y ambos, entre góndolas y latas
de conserva y paquetes de arroz, reeditaron un gol del Nene en 1962.
El
golazo que Fontanarrosa anotó y gritó con el alma –dice Jorge Valdano en el
libro de Ariel Scher– durante un picado jugado en Las Parejas permite soñar y
fantasear con, algún día, escribir como Valdano y jugar como el Negro, y
también jugar como Valdano y escribir como el Negro. Los Fulvence que el padre
de Juan Sasturain le regaló a Juancito a sus 16 años y con los que marcó un gol
para Independiente en el clásico frente a Ferroviario, ambos de Coronel
Dorrego, eran un par de talles más grandes, pero quedaban moldeados al pie con
esa punta rellena de algodón que iba a advertir sobre su crecimiento cuando ya
no fuese necesario su nivelación para darle de puntín.
La
gramática se parece mucho al boxeo y un libro sólo vale la pena si se tiene la
contundencia de un cross a la mandíbula. La frase es de Roberto Arlt y Scher la
utiliza en la introducción de Contar el Juego que, de principio a fin, te deja
tambaleando y en busca del rincón y con ganas de salir a patear alguna chapita
contra el cordón de la vereda antes de llegar a casa.
(Fuente: Tiempo Argentino)