Figura central de la cultura argentina, hoy se cumplen 50
años desde que, por primera vez, la genial invención de Quino vio la luz, en
septiembre de un ya lejanísimo 1964, cuando gobernaba Illia, el peronismo
estaba proscripto y De Gaulle llegaba al país.
Muchos analizaron la historieta de Joaquín Lavado como una radiografía de la clase social a la que pertenecía el autor, pero también los lectores y lectoras que se identificaban con los personajes y las situaciones, la llamada "clase media", pero no de manera genérica, sino ubicada en la Argentina de los sesenta, setenta.
Muchos analizaron la historieta de Joaquín Lavado como una radiografía de la clase social a la que pertenecía el autor, pero también los lectores y lectoras que se identificaban con los personajes y las situaciones, la llamada "clase media", pero no de manera genérica, sino ubicada en la Argentina de los sesenta, setenta.
Hace hoy 50 años en los kioskos porteños se ponía en venta
el número 99 del semanario político Primera Plana; su tapa estaba ocupada
íntegramente por el rostro del presidente francés De Gaulle, que llegaría al
país días después, saludado por la proscrita oposición peronista al grito de
“¡Perón, De Gaulle, un solo corazón!”. En su interior, la revista informaba a
los lectores que a partir de esta edición publicaría “una historieta casi de la
vida real, por la que desfilan una intelectualizada niña, Mafalda, y su
peculiar mundo de familiares y de amigos”. Así veía la luz la criatura de
Quino, quizás la figura más importante de la riquísima historia de nuestro
humor gráfico.
Luego de unos meses en Primera Plana, Mafalda saltaría en
1965 al periódico El Mundo (pasando de dos tiras semanales a una diaria, lo
que motivó la ampliación de los
personajes, de la familia original a la presencia de Felipe, Susanita y
Manolito) y luego, en 1968, a Siete Días (completando la serie con Guille y
Libertad), donde permanecería hasta su despedida final, cinco años después. Ya
por entonces había comenzado a circular en los libritos editados por De la
Flor, formato con el que la mayoría de nosotros la conocimos y la seguimos
leyendo.
Convertida en fenómeno editorial, su autor decidió retirarla
en 1973, tan agotado por el esfuerzo
como temeroso de que su criatura terminara
en la repetición adocenada que afectó a tantos personajes del comic. Tal cosa
nunca ocurrió; como sus amados Beatles, Mafalda supo mantener la frescura en
cada uno de sus menos de diez años de duración. Medio siglo después, seguimos
encontrando granos de verdad en sus agudas observaciones, o utilizando alguna
de sus viñetas para ilustrar algún argumento.
En contraste con una época tan marcada por la radicalización
de las posiciones ideológicas, la política en Mafalda es más reflexiva e
introspectiva que contestataria o militante (salvo quizás en el personaje de
Libertad), y sus inquietudes tienden a un moralismo que roza el desencanto,
frente a un presente que provoca tanto malestar como ilusiones.
Y sin embargo, Mafalda fue una criatura ejemplar de su
tiempo, con todas sus contradicciones: producto ella misma de la industria
publicitaria (fruto de un encargo para la fallida campaña de productos
“Mansfield” en 1963), expresión de modernización cultural y técnica ya desde
los soportes gráficos en los que apareció, sus personajes están cruzados tanto
por preocupaciones de ascenso social en una sociedad de consumo (la televisión,
el auto propio, las vacaciones, la inflación) como por el ideario de sus sectores
más politizados: el feminismo, los militares, el hambre en el mundo, el
comunismo, China, Vietnam o U Thant. El globo terráqueo es por momentos un
personaje más de la tira, en diálogo mudo con su protagonista: en una Argentina
signada por la Guerra Fría y la Doctrina de la Seguridad Nacional, la
politización del lector de Mafalda no podía separar el plano local del
internacional.
Sin embargo, en contraste con una época tan marcada por la
radicalización de las posiciones ideológicas, la política en Mafalda es más
reflexiva e introspectiva que contestataria o militante (salvo quizás en el
personaje de Libertad), y sus inquietudes tienden a un moralismo que roza el
desencanto, frente a un presente que provoca tanto malestar como ilusiones.
Este contradictorio pesimismo esperanzado vuelve significativo que dejara de
publicarse en 1973 (cinco días después de la masacre de Ezeiza), cuando el
estrecho espacio entre inquietudes políticas y distancia frente a las opciones
partidarias, ya se había angostado en demasía. El sueño final con el que se
despedirá Mafalda (un planeta plagado de manifestaciones y banderas) suena
tanto a apuesta al futuro como a escape del presente.
Personaje universal, editado en varios países e idiomas,
Mafalda nunca dejó de ser profundamente local: la Buenos Aires de sus cuadritos
conforma una geografía reconocible y añorada, de chicos sentados en la puerta
de sus edificios y jugando en las calles y plazas porteñas, de almacenes de
barrio y escuelas públicas con alumnos en guardapolvo y maestras cariñosamente
despóticas. Quizás a esto deba en gran parte su vigencia, a esa capacidad de
graficar un paisaje, una sensibilidad, unas preocupaciones, que para muchos se
identifican todavía con el universo de una clase media mítica, al que como todo
mito se lo sigue evocando, sobre todo cuando la comparamos con sus
manifestaciones más actuales.