En un contexto de baja de precios de los commodities,
estancamiento y escasez de divisas, ¿cómo
hará el país para sortear la época de vacas flacas?
Por José Natanson
En los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, en un
contexto global caracterizado por el éxito del New Deal, el despegue industrial
de las economías centralizadas de la órbita soviética y la amplia intervención
del Plan Marshall, América Latina encontró un nuevo paradigma económico en la
teoría de la dependencia y el pensamiento de Raúl Prebisch: sintéticamente, la
idea era que el lugar subordinado de los países de la región en el comercio
internacional, relegados a su rol de exportadores de materias primas e
importadores de manufacturas, generaría a la larga un deterioro inexorable de
los términos de intercambio, lo que alimentaría crisis cíclicas de la balanza
comercial que obstaculizarían el desarrollo. Se imponía, por lo tanto, la
industrialización acelerada vía sustitución de importaciones.
Pero no contaban con China. Medio siglo después, unos 600
millones de chinos –y 160 millones de indios, junto a cada vez más brasileros,
indonesios, africanos– se han incorporado al mercado de consumo capitalista, lo
que derivó, entre otras cosas, en un aumento de los precios de los commodities.
Si a esto sumamos la difusión en masa de las tecnologías adecuadas para
producir manufacturas simples (textiles, juguetes, segmentos de menor valor
agregado de la electrónica), el resultado es una reconfiguración radical de los
términos del comercio internacional. Este nuevo contexto, impensable hace un
par de décadas, refuta el viejo paradigma cepalino, que ha perdido vigencia en
un mundo en el que, como suele explicar Miguel Bein, un kilo de Audi vale menos
que un kilo de lomo.
JUGOSO
Mucho más que el trigo, decisivo en la historia económica
argentina pero un poco impersonal, y que la soja, que será un prodigio de
proteínas pero genera un aceite oloroso y cuya presentación en milanesa sólo es
tolerable para mujeres en situación de dieta, la carne ha sido históricamente,
como señala Christian Ferrer (1), el símbolo de la riqueza nacional y la
primera fuente de nuestra puja distributiva, y esto por un motivo simple: los
argentinos exportamos lo mismo que consumimos (la idea es válida también para la
soja, que en tanto insumo de feedlot se transforma en carne y cuya expansión
acota la superficie para la ganadería).
La explicación es histórica. Con razón o sin ella, Argentina
fue fundada sobre el mito de la abundancia, un país que a fines del siglo XIX
absorbió –como ningún otro salvo Estados Unidos– enormes contingentes de
inmigrantes, rápidamente integrados a los mercados de consumo urbano, y que
cincuenta años después incorporó, más conflictivamente, la migración interna,
hasta construir, por impulso de Perón, el Estado de Bienestar más generoso de
América Latina. Consideradas así las cosas, las estrategias de desarrollo
estilo Corea del Sur, cuyos habitantes se conformaron durante tres décadas con
la televisión en blanco y negro para poder exportar aparatos a color a Europa y
Estados Unidos, sencillamente no funcionan en un país dotado de una clase media
omnipresente, una fuerte capacidad de articulación colectiva y una larga
memoria de reclamos plebeyos (2). En materia alimenticia, la demanda es simple:
los argentinos queremos comer carne.
Atento a esta tendencia, el kirchnerismo viene desplegando
una serie de políticas de intervención en el sector que incluyen retenciones,
cupos y hasta la prohibición de exportar, lo que –junto al aumento del precio
de la soja y la consiguiente limitación de la superficie disponible para la
ganadería– llevó a una drástica reducción del stock ganadero en alrededor de 10
millones de cabezas (3), pero que al mismo tiempo permitió mantener los precios
internos relativamente controlados e incrementar el consumo, sobre todo de los
sectores populares: con 125,6 kilos per cápita al año, la marca más importante
de su historia, Argentina encabeza los rankings carnívoros del mundo, superando
a países como Francia (101,1 kilos) o Canadá (108,2), cuyo PIB cuatriplica o
quintuplica el nuestro (4). El resultado es un verdadero populismo cárnico, en
su sentido clásico: ganancias de bienestar en el corto plazo sin medir las
consecuencias en el largo.
La escena que condensa esta realidad es por supuesto el
asado, cuya verdadera carnadura, al decir del sociólogo Matías Bruera, no
reside tanto en el menú como en la conversación y el encuentro que genera en
torno suyo. Para Bruera, el goce del asado “sublima la violencia ejercida sobre
el ser vivo” y contribuye a expiar la culpa, cínicamente exhibida en los
nombres de carnicerías y parrillas: Siga la vaca, La revancha, La vaca loca, El
rey de la molleja, El triunfo, La ternura... “La violencia ejercida sobre el
ser vivo se expresa también, de manera denigratoria, en el lenguaje cotidiano,
al asimilar la obesidad a una vaca, la brutalidad a un animal, la pesadez a un
bofe, pelearse a ir a los bifes, el órgano sexual masculino según el tamaño y
aspecto al chorizo o la morcilla, matar a tajos a ‘achurar’, el asesino a un
carnicero, entre otros” (5).
En efecto, algo del clásico civilización o barbarie se juega
en el afán evangelizador de los veganos, aunque parece difícil que el dogma
cale hondo en un país que tiene como centro de su obsesión erótica una frase,
“¿Qué pretende usted de mí?”, pronunciada por la Coca Sarli en el fondo del
camión frigorífico de la película de Armando Bo de 1968 titulada –con toda
lógica– Carne. Y si el piropo popular asocia la figura femenina con el corte
más valioso de todos, el lomo, el asado admite también una perspectiva de
género: cuando las mujeres descubran que su elaboración –por más que esté
envuelta en el rito viril del queso, el salamín y el vino tinto– no involucra
mayores complejidades, cuando por fin caigan en la cuenta de que hacer un asado
es algo totalmente accesible, fácil, entonces caerá el último bastión del
machismo.
A PUNTO
Pero volvamos a la política. Unos años atrás, en un intento
por definir la nueva oleada de gobiernos progresistas de América Latina que lo
angustiaba, el escritor Mario Vargas Llosa creyó distinguir entre una izquierda
prolija, institucional y moderada, expresada en el PT brasilero, el Frente
Amplio uruguayo y el Socialismo chileno, a la que calificó de “vegetariana”, y otra
populista, anti-republicana y autoritaria, representada por el chavismo
venezolano, el kirchnerismo argentino y el evismo boliviano, a la que llamó
“carnívora” (6).
Parte del giro a la izquierda de América Latina, el
kirchnerismo es un león omnívoro, tan capaz de pastar plácidamente en el campo
de la realpolitik como de convertirse en un depredador ideológico, de pasar del
acuerdo con Clarín a la Ley de Medios, de la renegociación de la deuda a los
arreglos en el CIADI y el Club de París. El kirchnerismo, que es un reformismo
tenso, es el peronismo aplicado al tiempo y espacio del progresismo
latinoamericano y el boom de los commodities, en una evolución que, si se mira
con atención, repite la historia: los tres grandes líderes peronistas llegaron
al poder en medio de la emergencia y lograron rápidamente construir un nuevo
orden, sustentado en su notable capacidad de liderazgo pero también en el
contexto de abundancia que los acompañó, al menos al comienzo: Perón se
benefició por el stock de reservas acumulado durante la Segunda Guerra y el
crecimiento posterior; Menem liquidó la inflación con una sola ley y,
privatizaciones mediante, aprovechó la abundancia de capitales de los primeros
90, y Kirchner, que llegó al poder tras los estallidos del 2001, surfeó sobre
la ola de prosperidad sojera.
Hoy, sin embargo, diferentes indicadores sugieren que este
contexto positivo ha quedado atrás: la soja, que hace un par de años llegó a
cotizar por encima de los 600 dólares la tonelada, se sitúa en torno a los 360,
en tanto que Brasil, segundo socio comercial de Argentina, continúa estancado;
China sigue creciendo, pero menos. El resultado es un contexto en el que, como
señala la Cepal, la etapa de “crecimiento fácil” de América Latina ha quedado
atrás. Quizás sea esta novedad la que explique que los candidatos con más
chances de llegar a la presidencia –Daniel Scioli, Sergio Massa y Mauricio
Macri– encarnen todos ellos opciones más conservadoras, a la derecha del
kirchnerismo, que sin hablar de ajuste prometen, más o menos explícitamente,
reducir el déficit fiscal, combatir la inflación y unificar el mercado
cambiario. Un peronismo para una época de vacas flacas.
COCIDO
La historia económica argentina está marcada por el drama
del stop and go. En una coyuntura como la actual, caracterizada por el
estancamiento y la escasez de divisas, vale la pena revisar los motivos: el
problema básico es que la industria nacional arrastra un rezago productivo que
no logra superar, por lo que los ciclos de alto crecimiento generan una demanda
de importaciones que tarde o temprano pone en crisis la balanza comercial: el
endeudamiento (como en los 70), las privatizaciones (como en los 90) y los
precios de las materias primas (como en la década del 2000) ayudan a patear
para adelante el problema, que al final, sin embargo, termina estallando, bajo
la forma de la falta de dólares, la devaluación y la crisis.
Hasta aquí nada nuevo, apenas una característica que
comparten la mayoría de las economías periféricas. Pero siempre hay un matiz.
La singuralidad argentina reside en la forma dramática en la que se procesa la
transición de un ciclo al otro, la profundidad de las caídas y la velocidad deslumbrante
de los rebotes. Hoy, en el comienzo del año electoral y con un modelo económico
que exhibe signos de fatiga, tanto por desmanejos propios como por la
transformación del contexto global descripta más arriba, cabe preguntarse por
la capacidad del peronismo –frente a una oposición pre-congelada– para
administrar el país en una época de estrecheces, hasta que madure el siguiente
auxilio que nos permita conjurar el fantasma de la escasez de divisas y
relanzar el crecimiento, y que –todo así lo indica– referiría nuevamente a
nuestro viejo fetiche, esta vez bajo el misterioso nombre de Vaca Muerta.
Fuente: Le Monde Diplomatique
1. “Vaca
flaca y Minotauro”, Revista Nueva Sociedad, Nº 179.
2. La idea
es de Alejandro Sehtman.
3. La caída
comenzó en 2006 y se extendió hasta al menos 2011, pero comenzó a recuperarse
lentamente en los últimos años, según datos oficiales.
4. Datos de
la FAO.
5. En un
libro próximo a publicarse.
6. En el
prólogo a El regreso del idiota, de Plinio Apuleyo Mendoza, Carlos Alberto
Montaner y Álvaro Vargas Llosa (Sudamericana).