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El feminismo argentino y sus tensiones políticas |
María Moreno reconstruye una historia posible de los
feminismos argentinos, sus tensiones y sus fuentes. Lo hace en momentos de
celebrarse el día de la mujer, como jornada de lucha por los derechos del
género.
Por María Moreno
Si la efemérides del llamado Día de la Mujer alude a una
fecha en la que se cruzan las luchas políticas con las feministas, pocas
oportunidades mejores para recorrer sobre qué huellas caminan los feminismos
argentinos que hoy reinventan la vida cotidiana en relaciones fecundas con el
movimiento de las diversidades sexuales, corporales y de género.
Si lo personal es político, el
estilo como singularidad o resistencia puede alejar de una historia común. Si
bien la idea de que el argentino sería diferente es un mito megalómano –ah, ese
estúpido chiste que dice que un argentino es el yo que todos tenemos adentro–,
podríamos provisoriamente convenir en la historia de la posición de las mujeres
en la Argentina con unos rasgos específicos, suerte de singularidad política o
marca de fábrica que, según quién los interprete, puede tildarse de original o
conflictiva: 1) la existencia de un movimiento con una rama femenina; 2) la
proliferación y constancia de la psicología como carrera de mujeres, y 3) la
existencia de las Madres de Plaza de Mayo.
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Lo personal es político, consignan las feministas |
1) En nuestra historia, a veces
los feminismos actuaron en oposición a otros grupos de mujeres, como si
respondieran literalmente al axioma Sandra-Celeste “mujer contra mujer”.
En un viejo afiche feminista unas
gordas, una de las cuales lleva un parasol japonés y anteojos arlequín, se
despiden desde un descapotable con las puertas abiertas de otras gordas que no
se ven pero que deben estar detrás de la cámara. La separación no parece
trágica, según la imagen se produce en un cruce de caminos. El texto del
afiche, cuyo contexto se ha perdido, es emblemático: “¡Separatismo: qué pasión!
¿Cuáles fueron entre nosotras
esos momentos de corte en que mujeres que se acercaron para reconocerse en
experiencias comunes se separaron en nombre de otras filiaciones antagónicas?
El fundamental seguramente ha sido el 3 de septiembre de 1945, cuando la
Asamblea Nacional de Mujeres, presidida por Victoria Ocampo, resolvió rechazar
el voto porque fue otorgado, según apresuradas palabras gorilas, por “el
decreto de un gobierno de facto”. Después de que Perón ganó las elecciones, Eva
pasó a presidir la Comisión Pro Sufragio Femenino. Entonces miles de mujeres
seguramente, con el práctico turbante o el pañuelo anudado a la campesina y los
zapatos de plataforma abrigados con democráticos zoquetes, salieron a la esfera
pública. Que Evita acusara de “burguesas” a las sufragistas mientras les daba
el sufragio a las mujeres plantea un tema recurrente: el de la autoadscripción.
¿Es feminista quien declara serlo o aquel/lla cuyas prácticas abren a la
invención de un sujeto diverso y sexuado, individual o colectivo que
determinada interpretación puede reconocer como feminista? En septiembre de
1947 se sancionó la Ley 13.010, que daba a las mujeres derechos políticos
equiparables a los varones. A la urna Evita la abrió a las mujeres con una
explicación estratégica: “Por Perón y para Perón”. Era su manera de enunciarlo
y de conseguirlo: cierto feminismo decidió no reconocerlo.
Puede decirse que en 1943 las
feministas de la Unión Democrática “devolvieron el voto”.
Según la historiadora Marysa
Navarro, “las feministas argentinas al rechazar el voto
femenino eligen la libertad entre comillas, se declaran democráticas, entran en
el juego del Partido Socialista y del Frente Democrático y abandonan la lucha
por el voto. Se organizan y dicen absolutamente no porque el voto no puede
venir de un gobierno dictatorial. Entonces ellas pierden como en la guerra. Y
cuando Evita tiene que organizar el partido lo hace con una base completamente
diferente, la misma que tiene Perón, y eso tiene consecuencias gordas. Es
sintomático que en las elecciones, Argentina tiene la mayor cantidad de mujeres
en el Parlamento. No tendrán ninguna iniciativa pero se sienta el principio de
que las mujeres tienen que estar en el Congreso, elegir y además ser elegidas. En
esas elecciones fueron candidatas Alicia Moreau de Justo y Alcira de la Peña y
eso es un cambio radical en la historia de América latina”.
2) Otro rasgo de estilo
“argentino” en los feminismos locales fue que la peste de la psicología fue una
peste femenina. Lo psi ofreció desde muy temprano una profesión accesible, un
saber sobre la diferencia sin análisis de poder ni cuestionamiento del contrato
simbólico entre los sexos. La APA, fundada en 1942, admitió mujeres desde el
primer momento, practicando una cierta división de trabajo semejante a la
doméstica: los doctores trataban a los adultos; las esposas, a los niños. Sin
embargo hay en los trabajos de Arminda Aberastury y de Marie Langer, sobre todo
con el pionero Maternidad y sexo de esta última, un espacio para la crítica de
un feminismo en donde no está ajena la marca de Simone de Beauvoir, quien,
feminista tardía, trazó eruditamente en El segundo sexo una monumental
“historia del otro”.
Con la fundación de la Asociación
de Psicólogos, la licenciada en cierto modo ocupó el lugar de la maestra
sarmientina en número y presencia social. A menudo protegidas por el voto de
abstinencia en sesión –que los doctores no siempre respetan–, las psicólogas
podían atender en casa. Con el paso de las décadas se sumaron a dispositivos de
control familiar y escolar, garantizaron la extensión, la publicidad y en gran
medida el control institucional y el número en los momentos clásicos de
escisión por las luchas de transmisión y herencia y los enfrentamientos
teórico-políticos. La verticalidad en obediencia debida de las instituciones
psi no fue desobedecida por mujeres que podrían haber organizado
investigaciones sobre las obras de Luce Irigaray, Julia Kristeva, Hélène
Cixous, teóricas del feminismo de la diferencia, que interpelaron al
psicoanálisis en su lectura de la feminidad, “con Freud o contra Freud”, según
la expresión de Sarah Kofman. El Foro de Psicoanálisis y Género, los trabajos
de la licenciada Ana María Fernández, de Irene Meler y de la doctora Martha
Rosemberg, las prácticas pioneras de María Luisa Lerer, Graciela Sikos y Mabel
Burin, desde una heterogeneidad de posiciones teóricas y tareas militantes, no
han consentido en ese silencio sobre los términos mismos con que la teoría
psicoanalítica y psicológica define la feminidad.
Sin embargo, cabe sospechar que
aún hoy cientos de licenciadas –no todas– practican en el secreto de su
consultorio o sin que se les escape la palabra “feminismo” una escucha propicia
para el deseo de las mujeres, en donde se revelan contra sus maestros o
boicotean los dogmas que fingen sostener en sus papers.
Hipótesis para académicas un poco
pop: ¿Es ese lugar dominante –al menos como cantidad– de las mujeres en el
Imperio de la Psicología responsable de la veta asistencial de nuestro
feminismo, de su cierto ostracismo político?

MUCHO MÁS QUE DOS (LIBROS)
Si muchas feministas de los
setenta devinieron feminólogas, si a la moderada lucha de calles vino el aula
universitaria con un plus en el género, si la izquierda a veces se comporta
como si no tuviera sexo, hay dos trabajos académicos que pueden llenar los
baches críticos de las feministas jóvenes y ordenar las prácticas recordadas
por quienes tienen palabras para hacer su autobiografía de género: “Las
‘mujeres políticas’ y las feministas en los tempranos setenta: ¿Un diálogo
(im)posible?”, de Karin Grammático, y el ya citado “Las mujeres dicen basta:
movilización, política y orígenes del feminismo argentino en los ’70”, de
Alejandra Vasallo. La inclusión en esa historia de momentos mayores, fiestas de
unas pocas, coming-out, puede ser caprichosa, pero habla del principio
feminista de no jerarquización ni separación entre cuerpo y alma, gravedad y
chacota, Eros y Polis.
Según la investigación de
Alejandra Vasallo, la condesa italiana Gabriella Christeller, fundadora del
Centro de Investigación y Conexiones sobre la Comunicación Hombre-Mujer,
relación para la que se acuñó en un principio el término “parejología”,
aplicada archivista de las novedades teóricas del feminismo internacional y en
relación con sus diversos colectivos, y la cineasta María Luisa Bemberg, que
había despuntado como feminista a través del guión de Crónica de una señora,
ambas lectoras de El segundo sexo en su lengua original, se asociaron en 1970
para fundar UFA (Unión Feminista Argentina). Luego se sumarían, entre otras,
Nelly Bugallo, Leonor Calvera y María Elena Walsh.
A UFA se acercaron grupos de
mujeres políticas, como las pertenecientes al grupo Muchacha, del PST (Partido
Socialista de los Trabajadores), que lograron incorporar algunas
reivindicaciones feministas en el interior del partido, y Nueva Mujer, liderado
por Mirta Henault, en su origen perteneciente al grupo Palabra Obrera.
El trabajo de Alejandra Vasallo
es valioso porque cuestiona la separación radical entre mujeres dispuestas a
revisar su condición en las praxis de los partidos revolucionarios y otras, a
lo sumo liberales, que interpretaban a las mujeres políticas como no
químicamente puras en las luchas de género, contaminantes cuando no coptadoras
desde el patriarcado rojo. Si bien las escisiones fueron calculables, la
militarización de las luchas y la presencia de la dictadura fueron las que
cortaron devenires tal vez menos irreversibles y más complejos. Vasallo
descubre en la biblioteca de UFA los libros capitales del feminismo radical
nacido en los partidos de izquierda de Europa y EE.UU. como Escupamos sobre
Hegel, de Carla Lonzi, Feminismo y revolución, de Sheila Rowobtham, o La
infamia originaria, de Lea Melandri. Si la historiografía oculta la llegada de
la izquierda a UFA para retratarla como burguesa, los títulos de esa biblioteca
y las prácticas de formación mutua a partir de lecturas colectivas y talleres,
de haber podido continuar en el tiempo, quizás hubieran generado en las mujeres
no integrantes de partidos políticos una “marxistización” a través del
feminismo y en las militantes aguzar sus críticas a lo que Lea Melandri llamó
“ascetismo rojo”. No hay las unas sin las otras y es preciso mostrar los
tiempos de cruce y entre nos inventivo.
En 1972 se fundó el Movimiento de
Liberación Femenina (MLF), liderado por María Elena Oddone –compañera de
andanzas de Néstor Perlongher–, quien sin experiencia política específica se
animaba a panfletear su revista Persona en plena dictadura y aun con las
amenazas de la fascista Cabildo. En el mismo año, Perlongher, que había llegado
a encabezar la fracción de Política Obrera en la Facultad de Derecho, pretendió
que el partido reconociera su condición de homosexual. No lo logró (dicen que
entonces se fue a parar en Corrientes y Callao vestido de blanco y con
capelina). El representó el ala ultra del Frente de Liberación Homosexual de la
Argentina y formó parte de Política Sexual (un batiburrillo de disidentes
eróticos, pedagogos y feministas de la izquierda exquisita). Cuenta la
militante feminista Sara Torres que el PST intentó hacer una utilización
electoralista de la cuestión homosexual: “En 1974 hicimos una campaña
organizada por las feministas, el PST y el FLH por la derogación del decreto
que prohibía la información y difusión de métodos anticonceptivos, a partir de
lo cual se habían cerrado todos los centros asistenciales gratuitos de los
hospitales. Perlongher y yo fuimos a hablar con Nahuel Moreno y el tema fue
tomado por el PST, si bien de manera muy marginal”. Moreno destinó una
habitación de un local en el Once para que se reuniera el Frente. En la puerta
había un cartel que decía “Prohibida la entrada”.
DE LAS ORGAS
En 1973 (versión Grammático), el
PRT-ERP decidió lanzar un Frente de Mujeres y publicar un folleto con el título
–cero glamour– “El ERP a las mujeres argentinas”. De acuerdo con el
investigador Pablo Pozzi, esas iniciativas se debían a que la “rama femenina”
del partido había alcanzado la friolera del 40 por ciento de la totalidad de la
organización. Esos planes quedaron sepultados por banderas más urgentes o por
el machismo rojo. Entonces, un grupo de mujeres militantes exigió que el Frente
dejara de ser el anuncio bienintencionado y demagógico del Buró político y en
un documento elaborado en el mes de julio bramó “que se dejaba de lado toda
referencia a la familia, los hijos y la maternidad, para considerar a la mujer
argentina como una parte fundamental de la revolución, en un pie de igualdad
con el hombre”.
La investigadora Karin Grammático
se pregunta si el Frente no sería una respuesta a Montoneros, que fundó en el
mismo año la Agrupación Evita, que realizó entre las mujeres de barrio tareas
acordes con sus tradicionales roles de madres, esposas y vecinas –las
celebraciones del Día de la Madre y Día del Niño, lejos de ser sometidas a una
discusión crítica, fueron importantes–, intervino en las cooperadoras
escolares, colaboró para mejoras sanitarias y edilicias y, más allá de sus
aparentes límites ideológicos, facilitó en el nombre de la voz de Evita la
emergencia de cuadros políticos femeninos e ingreso de mujeres a la militancia.
El 22 de agosto de 1972, la
masacre de Trelew interrumpió un plenario en UFA. Para las que tenían
pertenencia política de izquierda, que el tema se haya considerado fuera del
debate era inadmisible. Para otras, se trataba del desvío de las políticas de
partido. El hijo de Gabriela Christeller sería uno de los sobrevivientes. En
esa madre que creía haber perdido a su hijo, en la tensión con su filiación
feminista había una figura simbólica de lo que vendría y pondría entre
paréntesis la ganga del género, mientras que las Madres empezaban a rodear la
Plaza.
En 1974, mujeres del FIP que
habían empezado a reunirse en cuanto mujeres (una expresión de la época que
ahorraba muchas explicaciones aunque provocara intensos y a menudo inútiles
debates filosóficos), luego de intentar interpelar las posiciones del partido
se escinden y fundan el Mofep, luego el Centro de Estudios Sociales de la Mujer
Argentina (Cesma).
Grammático registra el testimonio
de María Amalia Reynoso: “...El partido, sin malas intenciones, pero con una
actitud netamente paternalista, impulsó a varias compañeras feministas a ocupar
puestos directivos. Una de ellas incluso llegó a la máxima jerarquía: la Mesa
Nacional. De esta manera, el grupo perdía compañeras pero el partido no ganaba
feministas. ¿Por qué? Porque para poder avanzar en el feminismo nosotras
necesitamos nutrirnos y fortalecernos ideológicamente en el propio núcleo. La
compañera que pasaba a integrar los núcleos directivos quedaba aislada de su
fuente. Rápidamente se desestabilizaba y pronto recuperaba los mecanismos
tradicionales, especialmente los manejos `burocráticos’. Por esta razón el
partido tampoco ganaba una feminista”.
ROJO LABIAL
Se ignora en qué medida partidos
de izquierda tan sordos, cuando no con un rictus de “ascetismo rojo” –como el
de Lenin ante los reclamos de Clara Zetkin–, fueron interpelados por una
cuestión femenina que jamás se plantearon sino como algo a resolverse cuando
los empujara el efecto dominó de un socialismo triunfante, pero ahí también la
sangre impidió que se renovara la pregunta por el signo de la vagina hecha seña
con la mano. Las mujeres de las agrupaciones políticas de izquierda, sin
embargo, muchas de las cuales se habían animado a la segunda clandestinidad en
UFA, las que ablandaron sus voces en las reuniones de concienciación y
encontraron palabras para decirlo, son testigos de esos momentos en que
deseaban ir más allá de los polos clase o imperialismo versus antiimperialismo,
por sus propias vidas, por las otras mujeres y por la revolución.
La derecha, en cambio, aún
abocada a enemigos internos de mayor visibilidad y afantasmados como antipatria
–sobre todo durante la dictadura 1976-1983–, no dejó de ver en el feminismo un
enemigo de bajo presupuesto pero enemigo al fin. En la revista Cabildo figuró
en el árbol de la subversión un local de UFA y esa supuesta e inocua tertulia
burguesa de mujeres viajadas con veleidades divorcistas fue allanada.
Si la dictadura cortó esos
núcleos proteicos entre feministas y gays, entre políticas y feministas,
interrumpiendo nuevos avatares entre alianzas y conflictos en la búsqueda de un
movimiento más amplio y capaz de ir armando un campo de conocimientos y
prácticas a ser transmitidas a nuevas generaciones, la democracia volvió a
ponerlos en fricción fecunda. Si bien la clandestinidad no favorece la
heterogeneidad de los discursos, la polarización de la lucha –en muchos casos,
militarización– no da lugar a la reinscripción de zonas consideradas
accesorias, como la diferencia de los sexos, la equidad en el acceso a los
lugares de conducción, la revolución de los placeres –la diversidad–, la ética
reproductiva, la relación entre estética y política. Hubo, de todos modos,
algunas experiencias como el frente del PRT o la Agrupación Evita.
Para algunas militantes fue el
exilio el que liberó el acceso a la experiencia feminista; a menudo disueltos
sus partidos o exterminados, en los intersticios de las luchas internacionales
por los derechos humanos alcanzaron a sentirse interpeladas por esas que hacían
con la mano en alto la señal de la vagina y denunciaban a la izquierda
machista, como Lea Melandri, o se divorciaban de Lacan en nombre de ese sexo
que no es uno, como Luce Irigaray.
Contra la tiniebla del aborto
libre y gratuito a conseguir plenamente, el femicidio y la esclavitud de las
mujeres que constituyen la paradoja indeseable en plena potencia femenina
presidencial –“¡somos todas yeguas!”, estalla Facebook haciendo el aguante en
clave humor después de tanto “yo soy” espasmódico de escritorio gorila– los
feminismos hoy se mezclan con o les entran a los grupos Glltbi y hacen de la
vida cotidiana en la ciudad una constante invención política y sin que se
tengan que usar certificados de vagina en el origen –¿acaso Lohana Berkins no
es una de nuestras líderes más proteicas?–, hasta que el nombre les queda
corto, no por ninguneados sino por su creciente soberanía.
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