“Escribí sobre las espaldas de Nietzsche, Foucault y
Deleuze”. Esos son, dice, los “gigantes” sobre los que está parada
filosóficamente.
La energía de Esther Díaz nace en
el verde iris que emana de su mirada vibrante, una intensidad que seduce y
espanta a hombres; destello de una singularidad para sortear lo inefable de
tantas encrucijadas que otros cuerpos no hubieran soportado. De peluquera a
filósofa, su itinerario es más enrevesado que el pecado de caer en la tentación
“amarillista-culta” de simplificar ese recorrido existencial desde la épica del
esfuerzo. A ella, a la mujer que acaba de publicar Ideas robadas al atardecer
(Biblos) y que está protagonizando un documental sobre su propia vida (ver
aparte), le queda la vieja cicatriz de una herida imborrable: su marido, el
padre de sus dos hijos –un varón y una mujer–, la golpeó hasta que Esther se
cansó de estar tan desamparada y sola –la sociedad patriarcal, como plantea en
el libro, encuentra aliados también en las mujeres– y se animó a dejarlo y a
empezar literalmente de nuevo. Entonces transgredió los límites de clase
trazados por su familia humilde y sencilla, que le había negado la posibilidad
de estudiar el secundario porque eso era “cosa de putas”. En dos años completó
el bachillerato y a los 29 años ingresó a la carrera de Filosofía y Letras en
la Universidad de Buenos Aires, donde años después sería nombrada profesora
titular del Ciclo Básico Común (CBC) con el retorno de la democracia. Luego
llegaron las clases y los seminarios, las primeras publicaciones, el
reconocimiento, un intento de suicidio a los 50 años, más y más libros, la
jubilación, la muerte de su hija, la tremenda confesión de una madre
nonagenaria culposa, las clases de actuación con jóvenes de veintipico ahora
que tiene 76 años.

Los dedos de las manos de la
filósofa se contraen en un puño afligido cuando repasa el “infernal” 2015 que
vivió. “Me salió la jubilación como investigadora científica, pero esa
jubilación digna por fin en la Argentina tenía como contrapartida que no podía
trabajar más en universidades nacionales, ni siquiera como monotributista. En
la UBA simplemente fui una titular de cátedra, por más que tuve un perfil
diferente porque yo daba clases. Como diría Diego Maradona ‘me cortaron las
piernas’ porque en la universidad de Lanús saqué de la nada varios proyectos:
hice una maestría y una especialización, las dos en metodología de la
investigación científica, fundé un centro de investigaciones en teorías y
prácticas científicas, saqué una revista Perspectivas metodológicas, que está
recomendada por el Conicet. Justo en ese momento, cuando me jubilé, comenzó la
agonía de mi hija, que hacía cuatro años que estaba enferma y finalmente
falleció el 21 de enero del año pasado. Después mi mamá, que tiene 99 años y
está muy lúcida, me confesó que había andado con mi marido y hay testigos que
siempre se callaron la boca por razones obvias. Escribir el libro me salvó la
vida. Friedrich Nietzsche dice que nunca se piensa mejor que cuando se piensa
en contra de otro. Baruch Spinoza dice que la realidad nos puede afectar de dos
maneras: con pasiones alegres o con pasiones tristes. La realidad me afectó con
pasiones tan tristes que toda esa energía la pude revertir en la escritura del
libro.”
–¿Por qué en uno de los artículos
de Ideas robadas al atardecer trabaja sobre la diferenciación entre holocausto
y genocidio?
–La verdad que la idea se la debo
a Giorgio Agamben. Lo que pasa con la palabra holocausto es que los griegos la
utilizaban como un sacrificio, que es un honor que se les da a los dioses. Para
nosotros la palabra sacrificio parece una cosa negativa, pero en realidad es un
homenaje, como para los católicos la misa. A través de la historia se utilizó
la palabra holocausto para otro tipo de matanzas. Pero a partir de lo que pasó
en la Segunda Guerra Mundial en Alemania, cuando se liga el holocausto con
haber matado a seis millones de personas, no se puede tomar como un homenaje.
Eso fue lisa y llanamente una masacre contra la humanidad.
–En el libro también despliega
una fuerte crítica al humanismo, una palabra que a priori no tendría nada malo
en sí misma, ¿no?

–En uno de los textos vincula el
suicidio de Gilles Deleuze, que se arrojó por la ventana, con el modo en que
Nietzsche se defenestró: arrojándose al vacío del silencio y la locura. ¿Qué le
interesa de estas experiencias, estos modos de defenestrarse?
–Lacan dijo que la manera
perfecta de suicidarse es “atravesar la ventana”. Es decir, que si me
“desventano”, si me defenestro, pasé a la acción absoluta, no tengo manera de
volver. Si tomo pastillas para suicidarme, me pueden salvar, como me pasó
realmente hace años, cuando hice un intento de suicidio muy jorobado con
pastillas y me salvaron. Estuve en coma una semana y un mes y medio internada.
Eso fue cuando cumplí los 50 años. Si te tirás de un piso nueve, como se tiró
Deleuze, ahí no hay acting: pasó a la acción, se entregó al “devenir
imperceptible”, un trabajo que Deleuze estuvo haciendo y que yo no podía
entender. Deleuze lo utiliza cuando hace un estudio del pintor Francis Bacon y
dice que las figuras de Bacon tienden a devenir imperceptibles y también a ser
trozos de carne. Y fijate cómo Deleuze terminó así: siendo una cantidad de
trozos de carne que deviene imperceptible. Devenir imperceptible es sacarse
todos los códigos que nos fueron imponiendo, toda la moral que para Nietzsche
es el peso del camello, toda esa carga que nos han puesto de la culpa, del que
dirán, todo lo que hizo el catolicismo y los tres monoteísmos, todos los
gobiernos militares y los totalitarismos que están en contra de la vida. Cuando
Deleuze se defenestró devino animal y se sacó todos los códigos de encima. Y
devenir animal y devenir imperceptible es lo contrario del rebaño. Un libro de
juventud de Deleuze es Nietzsche y la filosofía, que es un monumento a
Nietzsche. Deleuze y (Michel) Foucault son los que son porque bebieron de
Nietzsche, y porque también eran geniales ellos, no les estoy quitando mérito,
pero estaban subidos a las espaldas de gigantes. En el caso de Deleuze, los dos
gigantes eran Spinoza y Nietzsche. En el caso de Foucault serían Nietzsche y
Marx.
–En su caso, ¿sobre las espaldas
de qué gigantes está parada?
–Sobre Nietzsche, Foucault y
Deleuze. Hacer filosofía es inventar conceptos; entonces los grandes pensadores
hacen castillos con conceptos. Kant, aunque no sea de mi devoción, hizo un
castillo impresionante de conceptos. Los que no somos tan grandes pero no nos
resignamos a ser simplemente repetidores, hacemos nuestra chocita, pero en mi
caso apoyada en la medianera de los palacios de estos grandes. Yo estoy apoyada
en esa medianera, ellos son mi fuente y voy haciendo mi chocita como puedo. Si
algún aporte mínimo hice al pensamiento argentino, lo tomaría desde el punto de
vista de la epistemología. ¿Te acordás cuando Jorge Lanata dijo que “si tiene
pene es hombre”, por Florencia de la V? Eso es positivismo, no importan la
psiquis, el sentimiento, el género, la historia, la nada. La epistemología, que
parece una cosa inocua, no es nada inocua. Yo propongo una epistemología
ampliada. Yo estoy de acuerdo con que la epistemología tiene que estudiar los
métodos y la historia de la ciencia. Pero, ¿por qué ganó una teoría y no la
otra? Ahí hay que ampliar a lo político-social. Entonces, cuando lo ampliás a
lo político-social, te enterás de que en la época de Charles Darwin había otro
científico Alfred Wallace que no pasó a la historia simplemente porque era
pobre, aunque tenía la misma teoría de Darwin y trabajaba de tutor para la
gente noble, mientras que Darwin era burgués, pudo viajar por todo el mundo,
publicó su libro y pasó a la historia. La teoría de Darwin no es mejor que la
de Wallace, es simplemente que Darwin tuvo más poder. Por eso en mi libro es
tan importante el estudio del poder, de la sexualidad de la mujer y la
exclusión a la que estamos sometidas.
–Eso está explicitado en “La maté
porque era mía”, donde aparece el relato en primera persona, donde la víctima
de la violencia es usted misma.
–Sí, yo fui una mujer golpeada,
lo superé y empecé de nuevo. Hay un ejemplo que doy que es impresionante, la
letra de un tango que dice: “el hombre no es culpable en estos casos”... y le
dice al tipo que se vaya y después, “con gran tranquilidad, amablemente”, mata
a la mujer de treinta cuatro puñaladas. La culpable siempre es la mina. El
machismo no tiene género; las mujeres, sin darse cuenta, también son machistas.
La gente todavía, aunque te parezca mentira, no se atreve a preguntar sobre la
sexualidad. Yo he contado que en una época estuve haciendo tratativas con
prostitutos porque no encontraba con quién estar y nadie me pregunta sobre eso.
Cuento que anduve con un transexual y nadie me pregunta sobre eso. En cambio,
digo que mi marido me cagaba a palos y de eso se atreve todo el mundo a
preguntarme. A pesar de todo, la sexualidad sigue siendo un tema tabú.
(Fuente: Página 12)