Hace 10 años fallecía Niní Marshall, una
transgresora para su tiempo que supo hacerse un lugar como actriz y guionista.
Por María Moreno
“Catalina Pizzafrolla, a sus
pieses. Desde hoy, una amiga más.” Desde el aparato de radio, una voz engolada,
siempre repleta de gallos, intentaba poner en escena aquello que, se suponía,
era una mezcla de finura y pudor. Y lo hacía para derramar una catarata de
retruécanos que un locutor indulgente –Iván Casadó, más a menudo Juan Carlos
Thorry— soportaba desde su lugar de maestro ciruela o besamanos cultural. Fue
así que Marina Esther Traverso (Niní Marshall) logró lo que Picasso y Maradona:
que el nombre de uno de sus personajes, Catita, pasara al lenguaje popular como
sustantivo.
Los otros personajes, Cándida
Loureiro Ramallada de López Caldeiras, Miss Mac Adam, Lupe, Jovita de las
Nieves Leiva Peña y Obes, El Mingo, Mademoiselle Nitouche, Loli, Belarmina
Cueueio, Gladis Minerva Pedantone y Pola Slotzkyn de Kohan, llegaron a
transformarse en una suerte de biografía social de Buenos Aires, de un museo
oral periódico que atravesaba el aire en las ondas emitidas por Radio El Mundo.
Sin embargo, no había en ellos ningún rasgo de militancia ni de pedagogía.
Irradiaban un populismo hedónico que conservaba mucho de ese arte espontáneo
capaz de hacer que toda familia de inmigrantes cultivara la tertulia con
zarzuela, recitado e imitaciones –la cuna del collage y la performance fue el
conventillo políglota– y donde la diferencia entre el amateur y el profesional
fuera tan difusa como la existente entre el patio y el escenario.
Freud definió el chiste como una
condensación verbal acompañada de una forma sustitutiva, lo cual sugiere que
hay en éste una tendencia al ahorro; entonces resulta chistoso saber que lo que
transformó a Niní de ama de casa en actriz cómica fuera, como ella relata, “una
catástrofe sentimental y económica” (su primer marido era jugador).
Las memorias de Niní Marshall,
redactadas en colaboración con Salvador D’Anna, registran la anécdota siempre
privada, los avatares con la censura y los trabajos de un filmaker con
polleras, tamizados por el pudor de quien ha decidido reducir su autobiografía
a la escucha de la ajena: en 1943 se juzgó que las incorrecciones, por lo menos
gramaticales, de sus personajes atentaban contra la educación, aunque la
función correctora del interlocutor radial podía sugerir que Niní realizaba una
tarea pedagógica por el absurdo. La sospecha se erigía seguramente sobre el
hecho de que ni Catalina Pizzafrolla ni Cándida Loureiro Ramallada ni Pola
Slotzkyn de Kohan ponían en duda los prejuicios populares acerca de las
diferentes vetas de la inmigración –los judíos pensarían sólo en negocios, los
gallegos serían ignorantes y sucios, sus hijos renuentes a la domesticación
cultural. Pero, si el cronista Félix Lima oponía al estigmatizante cocoliche
con que se representaba el habla de los recién venidos, versiones fonéticas
escritas que equivalían a un relevo lingüístico donde el estilo oral era
reproducido con una fidelidad tal que reprimía la posibilidad de parodia –el judío
era, por ejemplo, fiador y desprendido y su voz podía sonar así: “Yo ti fía.
¿Una paquiete más, quí hace la mundo?... Tienis tiempo pir paga qui debes”–,
Niní Marshall llevaba sus registros orales a una exageración tal que, no sólo
se volvían críticos sino que terminaban constituyendo, lejos de rasgos típicos,
singularidades fecundas en creación e ingenio. Mucho antes de las políticas de
minorías que convertirían el estigma en orgullo para cambiar su sentido y dejar
claro que quien hablaba no era uno de los amos del sentido, Niní Marshall hacía
que Mingo convirtiera en honor y amenaza la tasación patologista lombrosiana al
hacerle decir: “Soy un niño cretino, con taras alcoholistas e idiotez
progresiva”. O que Cándida transformara un mito xenofóbico en una cuestión de
honor: “A mí poderán convencerme por la fuerza, pero con razones...¡jamás!”.
Pensar a Niní Marshall como una
excepción inexplicable sería reducir el genio a un misterio que no haría más
que confirmar la vigencia de loordinario. Pero su arte lleva la marca
finisecular de las sociedades de fomentos, los clubes de barrio y las
organizaciones comunitarias que alejaban la cultura del Centro y cuyos
productos eran las partituras en ediciones populares, los sainetes y las
novelas por entregas, amén de ese cuerpo presente que permitía a cualquier
joven hija de la inmigración conocer las principales obras de ballet, los
clásicos universales de la literatura, tener rudimentos de piano y de canto
lírico. Su dominio de la lengua es cervantino, como lo señaló lúcidamente María
Elena Walsh para cuestionar el orden colonizado de asociarla a un “Chaplin con
faldas”. Desde que, a los ocho años, se fingiera “la viuda de Achával” para
criar a sus muñecas-hijas hasta que sorprendió a las implacables nuevas generaciones
con Se nos fue redepente, y a través de sus apariciones en televisión, Niní
Marshall supo atreverse a un falso realismo empeñado en derribar apariencias.
Deudores de la voz humana en su frenesí mimético, sus sketches son,
paradójicamente, textos no porque resistan la lectura sino porque operan con
total independencia de su función de instrumento actoral.
Para invertir las relaciones de
poder Niní usa varias técnicas. Una de ellas es descolocar, mediante el oír
mal, el lugar del educador-corrector. Por ejemplo, en este diálogo donde Catita
está relatando a su partenaire una noche en el Colón:
–Nosotros fuimo toda la familia
porque nos regalaron un parco.
–¿Quince personas? Y... ¿Cómo
cupieron?
–¿Cómo cabieron?
–(A gritos.) ¡No es
“cabieron”!... ¡Es “cupieron”!
–¡Qué grosero!
O en el mismo libreto, titulado
Concierto andante con moto:
–Larararaaaaaaaa
–Cómo está de filarmónica.
–No, lo que estoy es musical
porque anoche fui a un concierto.
–Celebro que se le esté refinando
el gusto. ¿Y cómo le fue?
–Mire, sacando la música, que es
lo que arruina los conciertos, estuvo regio. Nunca vi gente mejor vestida. Seré
curiosa, ¿usted nunca vio conciertos?
–No, no los he visto. Los he oído
sólo.
–Oia, qué inorante. Y ¿a lo qué
hacía con los ojos?
–Cerrarlos para deleitarme con la
música. Como soy un melómano...
–Si es un melón se lo aceto.
Otra estrategia de Niní es hacer
que sus personajes escuchen literalmente en nombre de un respeto a la autoridad
tan bufo que, debido a los réditos de la pluralidad de sentidos, convierte la
réplica en una barrabasada. Como cuando Catita, al leer en el programa del
teatro “Andante con moto y fuga”, protesta por creerse víctima de una estafa al
no haber podido ver a un motociclista salir disparando por el escenario. O
cuando critica la lengua francesa porque “en francés cena no es el morfi
noturno, es el río; metro no es el coso de medir, es el suterráneo; maison no
es un maíz grande, es una casa”. Y cuando Juan Carlos Thorry enfatiza el papel
de corrector, representando al interrogador de un programa de preguntas y
respuestas, dos personajes tienen la “exacta”:
–La primera pregunta es de
geometría. ¿Qué son ángulos?
Belarmina: Sonángulos son los que
se levantan de noche.
Cándida: Los ángulos son los
maridos de las ángulas.
Con el mismo recurso, Catita
concluye que la telepatía es la tela que le va a comprar a la hermana de su
madre (tela pa’tía) y que el hábeas corpus es el cuerpo de un ave.
Otra estrategia humorística de
Niní Marshall es que el personaje escuche fuera de contexto y atendiendo a la
última línea de su interlocutor. Comocuando Juan Carlos Thorry, luego de
proponerle una adivinanza a Catita cuya respuesta es “la cebolla”, pretende
darle una ayudita:
–Es redonda de color blanco.
–El huevo.
–De olor muy penetrante.
–La nastalina.
–Tiene muchas capas.
–El repollo.
–Pica.
–El mosquito.
Y otra: que el personaje conteste
en otro registro. Por ejemplo, al preguntársele de qué familia es la higuera,
Frida dirá “de la familia del vecino”, lo cual pone en tela de juicio la oposición
acierto-error.
Mucho nos han hecho reír algunos
bienintencionados personajes de ficción con la puesta en escena de su
iniciación social. Minguito Tinguitella se fascinaba con los grandes artistas
hasta perder el habla, pero su intención era tener acceso a lo que lo excluía
como “mersa”, “bestia” o “analfabeto crónico”. No dejaba de aspirar al vocablo
difícil, a las maneras del periodismo televisivo, a un módico saber que le
permitiera verduguear a otro en un escalón de saber inferior al de él. El Toto
Paniagua quería las maneras de la mesa de un cortesano y para eso dignificaba
el conocimiento chanta de su profesor. Pero Catita, de todos los personajes que
hicieron de burros en radio o televisión, es la más revolucionaria. Ella puede
meter en un búcaro de Lalique una planta de ruda macho, mandar a limpiar un
espejo “manchado”, pedir que le rebajen el precio de una Venus de Milo –ella la
llama “Venus del Mirlo”– por su falta de brazos o señalársela a Mingo en un
museo como ejemplo de lo que le podría pasar si sigue metiéndose los dedos en
la nariz, o enjaular un canario embalsamado sólo para no tener que limpiar la
jaula. Para ella no hay maestros ni preceptos. Como una reina loca desenmascara
el poder de la apariencia y no cree ni siquiera en la existencia de un código
que sea preciso respetar. Su “versión” es siempre libre –”El esqueleto humano
es eso que sobra cuando se come un pollo pero mucho más grande”–, poco austera
y libre también de culpa. Su voz aguda, cacareante, es también autosuficiente.
“¿A lo qué?” es la explosión de desdén con que enfrenta cualquier “aspamento”
de sabiondo. Si gusta sin discusión, no es sólo por su gracia o su supuesto
relevamiento sociológico –aunque encontrarle una utilidad es calmar su índole
irrespetuosa y festiva– sino porque hace de los conocimientos, la educación y
las buenas costumbres del lenguaje, no elementos de “acceso” o de dominio, sino
de alegre perversión y mezcolanza sacrílega. Entonces no se “equivoca” cuando
llama a su eterno interlocutor, ese higienizador de la lengua encarnado por el
simpático Juan Carlos Thorry, corrutor y no corrector. Dos de los “burros” de
Niní Marshall –Catita y Belarmina– han debido dejar grabadas sus voces en el
Instituto de Filología de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación
de La Plata “para permitir el estudio de las particularidades sintácticas,
lexicográficas y fonéticas”. Esto contribuye al mito de Niní, un equivalente al
éxito de Sor Juana ante las preguntas de los doctores y seguramente una
reivindicación, aunque justa, más a tono con la fecha del reconocimiento –1956–
a quien fuera censurada por un peronismo en gestación, que con una bienvenida a
la cultura “alta”.
Se dice que la alegoría, la
representación, el símbolo chochean y es preciso pasarlos a cuarteles de
invierno. Sin embargo, cómo no tentarse y ver en el ramo de personajes de Niní
Marshall un archivo de La Mujer y todas sus máscaras presentes que el feminismo
no cesa de poner en escena: Lupe, la mujer golpeada; Belarmina, la sirvienta;
Loli, a quien la vejez expulsó del mercado de los encantos; Jovita, más
anacrónica por no haberse casado que por haber sido pasajera de La Porteña;
Gladis, el loro en quesuele convertirse una mujer al intentar hablar en fálico;
Doña Pola, mujer empresa más allá de ser dueña de la tienda Los Tres
Hemisferios; por último Catita, metáfora de la inadecuación fundamental de la
feminidad a la cultura, cuyos “errores” bien pueden constituir otro código y
cuya lectura del mundo no forma parte de un menos sino la fundación de una
estética aún no formulada. Todas portavoces de una crítica social tan alejada
del engagement tristón de los Discépolos como de la nostalgia de un Dolina que,
a pesar de su ironía y agudeza para explotar como Niní el acervo popular, no
deja de sostener una idea de la cultura asociable al crucigrama, a un archivo
de definiciones y de correspondencias entre autores y obras, de hechos
históricos relatados como fenómenos físicos, al igual que el personaje
encarnado por Juan Carlos Thorry, que consideraba a la Torre Eiffel no un
incómodo edificio sin paredes y por eso al alcance de la curiosidad de los
vecinos como lo hacía Catita sino “una monumental construcción de hierro, un
monumento de 300 metros de altura con un observatorio, una torre abierta al
público para su solaz y diversión”.
Y más agua para nuestro molino:
El Mingo es un niño (y ya sabemos que los niños no son hombres sino perversos
polimorfos) y Don Cosme, un viejo verde, tuvo que ser asesinado por su autora
porque le dañaba las cuerdas vocales y amenazaba con dejar sin voz a sus otros
personajes. El resto son mujeres. Voces de mujeres. Es que Niní supo realizar
una utopía: buscándose a sí misma, encontró a muchas y, a través de su frenesí
mimético, pudo haber sido todo sin cambiar de sexo. Por eso es única.