Novelista, ensayista y poeta, William Ospina nació en Padua
(Tolima), la zona cafetera de Colombia, en 1954. Estudió Derecho y Ciencia
Política, pero decidió abandonar la carrera para dedicarse a la literatura. Es
autor de los poemarios Hilo de arena (1986) y El país del viento (Premio
Nacional de Poesía de Colombia, 1992); de los ensayos Los nuevos centros de la
esfera (Premio de Ensayo Ezequiel Martínez Estrada de Casa de las Américas
2003) y América mestiza (2004), y de la trilogía de novelas sobre la conquista
y la colonización del Amazonas integradas por Ursúa (2005), El país de la
Canela (2008), con la que obtuvo el Premio Rómulo Gallegos, y La serpiente sin
ojos (2012).
La voz de Ospina se proyecta con la serenidad de quien ha
llegado a buen puerto. “Las tres novelas equivalen para mí a una suerte de
metamorfosis del narrador –plantea el escritor colombiano en la entrevista –. Al comienzo habla como un europeo, cuando está haciendo la
biografía de su amigo; después habla como un mestizo, cuando está haciendo su
propia autobiografía, y al final ya ni siquiera sabe cómo hablar porque no
logra ser indígena, pero quiere oír la voz de la selva.” El germen de la
trilogía fue un ensayo que escribió sobre la obra de Juan de Castellanos,
apuntalado por el poema épico “Elegías de Varones Ilustres de Indias”, un
testimonio minucioso de la colonización del Caribe. La faena de bucear en la
vida de Castellanos, la lectura de sus poemas, el sumergirse en una época y en
un estado mental sembraron una tentación descabellada, inaudita y necesaria:
vivir uno de esos viajes tan fascinantes e imprevisibles por el Amazonas. Y
entonces asomó en el horizonte Ursúa, la primera baraja de la serie. “Más que
tener unas ideas prefiguradas, empecé a explorar. Y me encontré con una versión
de la conquista que no era la que me habían dado y en la que ya no me resulta
tan fácil saber quiénes son los paladines, quiénes son los salvajes. Todo es
más complejo, pero también más rico”, admite.
–En La serpiente sin ojos, el narrador se hace tres
preguntas: ¿en qué momento una aventura empieza a convertirse en un crimen?,
¿en qué momento el héroe se convierte en bandido? y ¿de qué manera una cruzada
llena de ideales se despeña en una carnicería? ¿A qué conclusión llega después
de la escritura de la trilogía?
–Más bien diría que ahora, escuchando estas preguntas, me
parece que resumen muy bien el espíritu de la trilogía. La conquista estuvo
llena de causas nobles y de altos ideales. Sin duda cuando Colón emprendió su
viaje por el océano estaba buscando redondear una idea de mundo, estaba
buscando respuestas científicas, geográficas. Había, por supuesto, intereses
económicos, que son normales en toda aventura humana. Cuando la corona empezó a
avanzar con sus expediciones y sus soldados por el continente, también había
altos ideales amparando esa empresa. Inclusive el afán de evangelizar, de
extender la religión por el mundo. Pero la historia está llena de
degradaciones. Me llama mucho la atención –y es algo que descubrí con estas
novelas– que a partir de cierto momento, muy temprano, las guerras de conquista
no eran ya guerras de los conquistadores contra los indígenas, que fueron
vencidos o dominados muy pronto. Veinte o treinta años después, las guerras
eran entre españoles. A lo largo de todo el siglo XVI, lo más interesante es
ver cómo pelean unos españoles con otros, cómo hay insurrecciones,
levantamientos. Los pueblos indígenas son testigos cada vez más golpeados y
explotados de ese conflicto que venía de Europa y aquí renacía. A veces lo
asombroso no es ni siquiera la rapacidad y la barbarie con que los
conquistadores trataron a los pueblos indígenas, sino la rapacidad y la
barbarie con que los españoles se trataron a sí mismos.
–El narrador plantea que cuando Ursúa mandó a matar a su
primo Díaz Arlés fue como “cortar el último lazo de su sangre, sacrificar en sí
mismo lo más precioso que le quedaba”. ¿Qué opina usted?
–Ese acto de quemar las naves, que también lo hizo Cortez en
México, ese cortar los vínculos con el pasado, es extraño y misterioso. La idea
del salvaje, que fue tan difundida aquí a partir de la conquista, es una idea
que traían los europeos; existía en la cultura europea, aun antes del encuentro
con América. En contacto con el mundo americano, Europa se encontró con su
propio salvajismo. Entonces se echó andar la leyenda de que los pueblos
indígenas eran salvajes. Pero el verdadero salvajismo es el salvajismo de los
conquistadores, que en parte fue puesto a prueba en Europa. Los Tercios de
España, como llamaban a sus tropas, que saquearon Cuzco en 1533 y Tenochtitlán
en 1519, también saquearon Roma en el año 27. Este es uno de los temas más
interesantes de la conquista, no solamente el conflicto entre Europa y América,
sino los conflictos que Europa sintió nacer en sí misma al hallazgo y el
encuentro de lo distinto; conflictos que después se multiplicaron. América
estimuló debates en el seno de Europa. La utopía de Tomás Moro, “el buen
salvaje” de Rousseau y las revoluciones que se desprendieron de estas ideas
nacieron de la reflexión sobre América. O sea que América empezó a modificar la
historia universal. Creo que desde hace cinco siglos somos un diálogo. Y ese
diálogo comenzó muy temprano.
–¿Cuándo comenzó?
–Los Ensayos de Montaigne muestran que la sensibilidad de
Europa ha sido herida por el hallazgo del mundo nuevo y por la posibilidad de
un mundo en contacto más vivo con la naturaleza, que Europa había ido perdiendo
con el paso del tiempo. El debate social fue grande, pero recién con el viaje
de Humboldt, a comienzos del siglo XIX, tomó un carácter nuevo la pregunta por
la naturaleza. Ya no era solamente la pregunta por el otro, por el salvaje o
por el bárbaro, por el que pertenece a otro orden mitológico, a otro orden
cultural, sino que América tenía una naturaleza que Europa ya no encontraba en
sí. La naturaleza europea había sido deformada o sometida. El cristianismo se
hizo para hacernos sentir que somos la criatura superior de la naturaleza, que
estamos hechos a imagen y semejanza de Dios y que todo está aquí para
tributarnos. Me parece que el viaje de Humboldt ayudó a descubrir otra cara de
la naturaleza, menos controlable por el ser humano. Tal vez Humboldt en Cosmos
fue el primero que propuso no la idea de un dominio sobre la naturaleza, sino de
una convivencia. De ahí se nutrirían todos los ecologismos del futuro, algunos
ambientalismos y algunas otras cosas más elevadas aún. Para mí los románticos
son muy importantes. Todos los anarquismos, todos los feminismos, todas las
rebeliones de la imaginación que caracterizan el Romanticismo son productos de
esa nueva mirada sobre la naturaleza. Y sobre lo que nosotros podemos ser en su
seno. Hoy, lo que nació como un conflicto entre Europa y América sigue siendo
una pregunta por la naturaleza que hay que salvar.
–Quizá el narrador de la trilogía podría ser una suerte de
“precursor” del Romanticismo en América, ¿no?
–Sí. Yo quería hacer un rastreo de lo que es la conciencia
mestiza, porque todo mestizo en América nace como europeo y crece con la conciencia
de ser europeo, pero en algún momento se tropieza con la verdad de que en él
hay algo “menos” y algo “más” que un europeo. Que está en un lugar fronterizo y
no en el centro de una cosmovisión. Ese sentirnos en una frontera causa
vértigo, pero también asombro. Muy temprano se percibieron indicios de esa
mirada escindida que caracteriza al mundo mestizo. Shakespeare, que era tan
perceptivo y que fue rigurosamente contemporáneo de un momento de la conquista
de América –y alcanzó a leer los Ensayos de Montaigne–, dijo en La tempestad
algo muy poderoso. Shakespeare intuyó la respuesta que los mestizos americanos
podían darles a los europeos, cuando los europeos nos decían: “nosotros les
trajimos la lengua”. Calibán le dice a Próspero: “Tú me enseñaste mi lengua y
ahora puedo maldecirte en ella”. Es muy fuerte que Shakespeare diga esto tan
temprano, cuando la conquista de América apenas está ocurriendo. De manera que
el debate sigue abierto, está muy vivo.
–¿Coincide con el narrador cuando señala que de los cantos
que compuso Juan de Castellanos el que más lo conmueve es el que relata el
viaje de Ursúa?
–Sí, ese canto me estimuló para la escritura de mis novelas.
Pero me sorprendió que Castellanos, que sabía tantas cosas de los
conquistadores, no contara casi nada de Ursúa. Eso me extraña porque fue amigo
de Ursúa. A mí me costó mucho descubrir cosas de Ursúa. Como siempre pasa
cuando uno no es investigador profesional y cada dato cuesta sangre, sudor y
lágrimas, cuando uno encuentra las pistas, se le viene todo en avalancha. Al
final supe mucho de Ursúa, demasiado tal vez. Un día, en 2007, cuando ya había
publicado Ursúa, fui a visitar su casa en Navarra. Recuerdo que llegué al
portal y miré hacia abajo, al camino de Elizondo que describo al comienzo del
primer capítulo, y me dije: “Qué extraño, Ursúa salió de aquí, no volvió nunca,
y aquí nadie supo qué le pasó en América. Y ahora vuelvo yo, que sé todo lo que
le pasó, al sitio de donde salió, y tengo la extraña sensación de estar
regresando”. Fue un momento muy conmovedor llegar a esa puerta y sentir que el
recuerdo de Ursúa estaba entrando en esa casa de nuevo. Como americanos,
siempre existe la conciencia de que nunca salimos de Europa y sin embargo
estamos regresando...
(Silvina Friera - Página 12)