EL CAOS ESENCIAL DE CUCURTO
Si metemos en una licuadora al propio Cucurto y le damos algunas revoluciones más que las habituales, obtendremos La culpa es de Francia, la novela del licuado que Emecé editó en agosto del año pasado.
El argentino Cucurto (alias Santiago Vega, alias –para el
caso– Chichardelo) es poeta, narrador y editor argentino, nacido en Quilmes
(1973, según dicen). Entre sus obras están Eloísa Cartonera, la editorial ídem;
los libros de poesía Zelarayán (1996) y La máquina de hacer paraguayitos
(1999), por ejemplo, y las novelas Sexibondi (2011), 1810. La revolución vivida
por los negros (2008), Hasta quitarle Panamá a los yanquis (2005), y Cosa de
negros (2003), entre muchos otros relatos y novelas breves que tiene publicadas
y sin publicar, según afirman.
En el caso de La culpa es de Francia, podríamos empezar por
el principio: Santiago Chichardelo, protagonista de esta historia disparatada
(o no tanto) y alter ego, es un hombre común, padre de familia, trabajador de
la cooperativa Eloísa Cartonera y aficionado a la poesía. Tiene, sin embargo,
el mayor de los defectos posibles: le gusta perseguir a las mujeres (así dice
la contraportada del libro, pero preferimos fornicar o coger al “perseguir”, ya
que en general vienen a él) y especialmente, muy especialmente a esa debilidad
que muchos locales perciben pecaminosamente desde hace unos pocos años, a
saber: las mulatas dominicanas que a diario se cruzan en el camino de porteños
y bonaerenses que yiran por la urbe. Para colmo, se topa con la peor y mejor de
todas, Francia, que a la sazón será la desencadenante de sus gracias y
desgracias.
Ahí acaba la paz de Chichardelo, porque a partir de que unos
agentes colombianos le proponen lavar ocho millones de dólares en dos días
comprando propiedades en ese encuentro en el McDonald`s del Abasto mediado por
Francia, se ponen en marcha una serie de acontecimiento que también terminan
con la tranquilidad y el aliento del lector que se adentre en ese entramado de
ambiciones y debilidades al que todos los personajes de La culpa… acaban
rindiéndose, pocos más, pocos menos.
Porque los personajes de Cucurto (y el mismo autor, en tanto
personaje de esta obra) son desangelados; no porque no tengan ángel sino, más
bien, porque al revés de aquellos seres míticos y alados, ellos no creen en
nada ni en nadie. De hecho, parecen haber nacido por generación espontánea a
partir del caos cotidiano que reina en barrios porteños como Once y Abasto,
incluso como Constitución, las zonas más “suburbanas” de la capital argentina
que sirven de terreno concreto a la acción de La culpa es de Francia.
Ni siquiera creen en el estado (ni de una nación ni de las
cosas), como lo advierte uno de los policías “honestos” que transitan las
páginas de la novela (que el comentarista de contraportada califica como
“policial”), Tugurio:
Hermano, nunca confíes en ningún jefe, en ningún político
sea peronista, radical o montonero. En el fondo son la misma mierda, solo
buscan el poder para dominar a los más débiles, sea matando, coimeando o
estafando. La política es el medio para que los chantas se vuelvan millonarios
de la noche a la mañana. Nadie los controla, nadie los acusa, nadie los juzga.
Y sufrimos todos los que estamos en el medio, de a pie y yugándola todos los
días detrás del puto mango.
¿Por qué, entonces, han de tener pruritos morales o temor el
incestuoso Chichardelo, Tugurio y su inseparable compañero Quispe, Alaska y
América, incluso la correspondientemente incestuosa madre Luz o la culpable a
priori de la trama (es decir Francia), a la hora de querer hacerse con ocho o
mil millones de dólares para enriquecerse o financiar una rebelión femenina en
la lejana pero irremediablemente argentina Guinea Ecuatorial?
El límite a tales ambiciones, que ponen en acción con
rebosantes dosis de sangre y fuego y sexo a lo largo y ancho del libro, sólo lo
imponen aquellos que tampoco parecen tener límites ni pruritos de ninguna
especie: así intervienen las FARC, los traficantes de drogas y lavadores de
dinero colombianos, la CIA, Ronald McDonald que a través de su infinita red de
hamburgueserías pretende apoderarse del dinero del Banco Nación y del mundo,
proxenetas africanos que gobiernan el país donde un ejército de amazonas busca
terminar con el tráfico de mujeres…
El sabio Tugurio –tal vez Quispe–, quien a veces opera como
“la voz de la conciencia” de esta historia altamente trepidante a la que no
faltan, incluso, dosis de fantasía japonesa (Chichardelo transformándose en un
gorila gigante es imperdible y al mismo tiempo recuerda a Gokú en su tierna infancia,
cuando la cola simiesca anunciaba eventuales y temibles transformaciones) y un
par de guiños literarios, es el que cierra el libro con su apretada y elemental
sabiduría:
Esto no es una novela policial donde todo cierra apretadito.
La vida no es así, la vida es mucho más compleja y sanguinaria y nunca cierra
nada, ni se resuelve nada. Los culpables siempre quedan libres. La justicia no
existe en este país ni en ningún otro.
Las únicas justicias posibles son, entonces, el “culo de esa
negra” (divina, mítica) y la posibilidad de “partírselo en dos” (concreta,
terrenal).
Gustavo H. Mayares