El libro, publicado por la casa Siglo XXI, es un tour de
forcé que abarca varios milenios, varias civilizaciones, varios modos de
producción y diversas mentalidades, acaso el material más complicado de
transmitir. Mandrini es profesor de historia egresado de la Universidad
Nacional de Buenos Aires (UBA); es investigador en el museo Juan D. Ambrosetti
de esa universidad y publicó, entre otros libros, Volver al país de los
araucanos, Los indígenas de la Argentina y La Argentina aborigen.
¿Cómo escribir una
historia de los aborígenes en América sin caer en el fetichismo de la
sincronía?
- Sincronía y diacronía suelen presentarse como criterios
excluyentes al momento de analizar realidades sociales. No creo que sea tan
así. Son opciones que cada investigador elige según sus propósitos y objetivos
y conforme a la disciplina de que proviene. Por eso me parece que hablar de
fetichismo es un poco exagerado. Por lo general, aunque no siempre,
antropólogos y sociólogos suelen preferir un enfoque sincrónico y las
descripciones etnográficas son un buen ejemplo de tal enfoque. Y soy
historiador y el análisis histórico es casi por definición, diacrónico, esto
es, prioriza el análisis de los procesos, de los cambios y continuidades, y
busca en esos procesos la explicación a los fenómenos estudiados. Las otras
disciplinas, por el contrario, prefieren encontrar esas explicaciones en las
funciones que cada institución o práctica social tiene en el contexto de la
sociedad global, o en la estructura que articula y da continuidad a esa misma
sociedad. Sin embargo, tales análisis no se excluyen mutuamente. Los
historiadores, en especial aquellos que venimos de la historia social,
consideramos a las sociedades como los sujetos de la historia y entendemos a esas
sociedades como realidades totales, complejas y heterogéneas. Así, en el
contexto de un análisis que es fundamentalmente diacrónico -la organización del
libro se apoya en este criterio- no se excluye el análisis de la sincronía para
dar cuenta de esas totalidades sociales en distintos momentos de su historia.
Por ejemplo, el capítulo 2, destinado a dar un panorama general del mundo
americano en el momento previo a la invasión europea, es fundamentalmente
sincrónico; los capítulos siguientes son, en cambio, fundamentalmente
diacrónicos y buscan explicar, a partir de su propia historia, algunos de los
rasgos que caracterizaban a ese mundo en el momento de la transición del siglo
XV al XVI.
Seguramente usted
conoce los Tristes trópicos y las Mitologías de Claude Lévi-Strauss. ¿Es
posible rearmar una historia como la que usted arma estudiando las variaciones
al interior de unas series que guardan semejanzas estructurales, no temáticas?
- Creo que no. Se podría armar un libro, pero sería otro
libro y poco tendría que ver con la historia. Los historiadores, y esto no
debemos olvidarlo nunca, trabajamos con sociedades particulares, sociedades que
vivieron en un lugar y un tiempo determinados. El estructuralismo de
Lévi-Strauss, y el estructuralismo en general, sin negar sus méritos y aportes
o su validez para abordar algunas cuestiones, es fundamentalmente ahistórico
(no antihistórico).
¿Quiénes estaban en lo
que es hoy la Argentina antes de las invasiones, y qué quedó de todo aquello?
- Hace unos años, dediqué otro volumen a las poblaciones
aborígenes que vivían en el territorio que hoy forma parte de la Argentina (La
Argentina aborigen. De los primeros pobladores a 1910). En nuestro país, la
negación del pasado aborigen ha sido mucho más profunda que en otros países
americanos donde, aunque sea en forma idealizada, ese pasado sigue formando
parte de la historia nacional. Piense, por ejemplo, en México donde el águila
azteca se ha convertido en un emblema nacional. En la historiografía argentina en
cambio, la descripción de la población aborigen en el momento de la invasión
fue, tradicionalmente, un capítulo inicial donde se hacía una descripción de
esos pueblos, superficial y atemporal, que servía como telón de fondo al proceso heroico de la conquista
europea. Luego el olvido... En algunos casos, como en los territorios
conquistados, fueron reducidos a categorías jurídicas vinculadas con la forma
de explotación del trabajo. Se convirtieron en encomendados, en mitayos o en
yanaconas. En los vastos territorios no conquistados, como las llanuras y
planicies meridionales o las tierras calientes del Chaco, pasaron a convertirse
en salvajes o bárbaros sin que se hicieran esfuerzos por comprender esas
sociedades. Así, es misma historiografía nos hablaba de una campaña al desierto
realizada por Rosas, o de la conquista de ese mismo desierto por Julio A. Roca.
Pero, ¿contra quiénes fue esa campaña? ¿A quiénes se conquistó? ¿Se conquista
un desierto, o sólo se lo ocupa? De nuevo silencio. En resumen, privado de sus
tierras y marginado, el indígena fue también borrado de la historia. Recién en
las últimas tres décadas, algunos historiadores comenzamos a interesarnos y a
investigar ese pasado.
La pulsión predadora
del capitalismo, ¿podría haberse adueñado de América sin los genocidios masivos
de indígenas?
- La pregunta es muy
amplia y tendríamos que empezar a jugar con una historia-ficción. El proceso de
conquista de América fue largo. Empezó a comienzos del siglo XVI y duró hasta
el siglo XX. El mundo cambió, el capitalismo también. Y también sus objetivos,
intereses y modos de acción. El
genocidio no fue siempre una política alentada desde los estados
conquistadores. Al fin y al cabo, los conquistadores también necesitaban mano
de obra y en el caso de España, la corona misma reguló la explotación de los indígenas, muchas veces con disposiciones
bastante benignas, sobre todo si se tiene en cuenta la situación de una gran
parte de la población europea, principalmente en el ámbito rural. Es cierto,
sin embargo, que esa legislación raras veces se cumplía, salvo cuando convenía
a los intereses de los mismos
conquistadores. El término genocidio encubre distintas situaciones, incluso no
buscadas. De todos modos, la mortalidad indígena fue enorme en el primer siglo
de la conquista: a los muertos en guerras y combates (las guerras entonces no
eran tan mortíferas como hoy) deben sumarse, en otras, las matanzas masivas
como represalia, las mortalidad debida a los trabajos forzados, particularmente
en la minería, el impacto de enfermedades desconocidas en el continente, como
la viruela, cuyo efecto sobre una población carente de defensas fue
catastrófico. Una situación diferente se plantea en la segunda mitad del siglo
XIX, en el contexto de la expansión mundial del capitalismo, con el avance de
los nuevos estados nacionales surgidos del proceso revolucionario sobre las
tierras y comunidades indígenas que aún permanecían independientes. Pero
tampoco hay que olvidar la resistencia de la población indígena frente a la explotación,
sea resistencia pasiva o levantamientos que a veces se convirtieron en guerras
abiertas. Toda la historia americana estuvo, desde el comienzo, marcada por
esas resistencias, muchas veces reprimidas con inusual violencia. Los indígenas
negociaron, resistieron y lucharon; alcanzaron éxitos y sufrieron derrotas. No
fueron víctimas pasivas sino verdaderos actores en esa historia.
Las llamadas plantas
de poder, ¿desde cuándo hacen su aparición en los rituales indígenas? ¿En todos
los casos tenían la misma función?
- No se puede fijar una fecha. El uso y consumo de plantas
con efectos alucinógenos parece ser muy
antiguo y se puede remontar al menos a la conformación de las tempranas
sociedades aldeanas, varios milenios atrás. Aunque con cambios en sus formas y
significado, tales prácticas se conservan aún hoy en algunas partes del
continente. Vinculadas inicialmente a rituales de tipo shamánico en contextos
aldeanos, esas prácticas se incorporaron luego en los rituales religiosos que
se desarrollaron al interior de sociedades caracterizadas por su mayor
complejidad y profundización de desigualdades. Nuevos especialistas religiosos,
los sacerdotes, reemplazaron a los antiguos shamanes, cuyo ámbito de acción
queda reducido a las comunidades locales, que formaban el estrato inferior de
esas nuevas sociedades. Tales religiones, con sus prácticas y rituales,
contribuyeron de modo definitivo a consolidar a las nuevas organizaciones
estatales y a las elites que los controlaban y ocupaban la cima de la pirámide
social, como vemos en nuestra historia. Con algunas variaciones, y hasta donde
sabemos, en general el uso de alucinógenos (en algunos casos también bebidas
embriagantes) servían para llevar al oficiante, shamán o sacerdote, a un estado
de éxtasis que le permitía entrar en contacto con el mundo de los divino y con
las fuerzas que regían el universo. Ese contacto, que le confería alguna
divinidad, esa esencial para reforzar y legitimar su poder.
(ANT)