Entrevista a Marcos Mayer, periodista y escritor, autor de
Partidos al medio, el libro que analiza al país en medio de los relatos que lo
atraviesan. Es uno de los mejores críticos de la actualidad, autor de John
Berger y los modos de mirar, El humor, un país que da risa, La tecla populista,
La infancia abusada, Artistas criminales y este reciente Partidos al medio,
donde ensaya –un ensayo, en definitiva, es eso, ensayar– y propone una mirada
en medio de un fuego cruzado de relatos: el del poder político y el del poder
económico.
En el arranque nomás de su libro cita a Borges sobre el carácter de
interesante de las hipótesis por sobre el de verdadero. ¿Cómo encuadraría sus
hipótesis?
–No me corresponde a mí juzgar si mis hipótesis resultan
interesantes (espero que sí), pero lo que sí he intentado es buscar lo
interesante, o sea aquello que vale la pena pensar o discutir. Si no, si todos
repetimos como una salmodia las mismas supuestas verdades, lo que nos gana es
el aburrimiento que es el inicio de las peores cosas, tanto en las personas
como en las sociedades. Arlt, quien huía del aburrimiento como de la peste,
repite un latiguillo en muchísimas de sus aguafuertes: “Me interesa”.
¿Desde qué momento en la historia del país comenzó a primar más la
representación que la realidad? ¿O es acaso que la representación, en lugar de
formar parte de cierta realidad, ya “es” la realidad?
–La pregunta por los orígenes no suele llevar a ninguna
parte. Siempre se descubre que hay algo anterior al momento donde se supone que
comenzaron las cosas. Me parece que lo interesante puede ser tratar de
establecer las condiciones que hacen posible que los hechos desaparezcan en
muchos casos para dejar lugar a una exhibición, casi nunca muy sutil, de los
propios intereses. En términos del periodismo, se trata de un proceso de larga
data que incluye, entre otros fenómenos, la conversión del periodista en
estrella, la cantidad abusiva de metarreflexiones sobre el oficio (el llamado
periodismo sobre periodistas que suele ser una exégesis de la profesión
dividiendo el mundo de la información en buenos y malos que tienen distinta
cara según quién analice), la exigencia de objetividad que mucho tiempo fue,
equivocadamente, a mi juicio, vivida como un obstáculo y que hoy se considera
superada. Entonces, cuando prima el deseo por sobre el principio de realidad,
los hechos duros, como los llama la ciencia, o se ignoran o se cambian, en
lugar de que sirvan para ser interpretados. Creo, en relación con la segunda
parte de la pregunta, que siempre hay algo que resiste a ser representado: ciertas
tensiones, ciertas penas, ciertos placeres. Frente a ellos, todo intento de
representación es simplemente un esbozo. Eso que se aprende en la buena
literatura, a la que frecuentan muy poco nuestros periodistas y nuestros
políticos, que confunden, porque aparte les conviene hacerlo, la representación
con esos esbozos. Tal vez les vendría bien leer a algunos autores que no
figuran en las listas de best sellers.
¿Qué cambios, para bien y para mal, se fueron operando entre el hecho y
la teatralidad del hecho a través del tiempo?
–Me parece que el gran cambio en términos periodísticos fue
el paso de la manipulación de las noticias a su malversación. El periodismo
siempre practicó (le es intrínseco como discurso) una selección y ordenamiento
de la información. Cada lector encuentra en el medio que elige una forma de
armar el rompecabezas de lo real que siempre es caótico, fragmentado y
discontinuo. Pero las piezas casi siempre eran hechos comprobables, a los que
se adjudicaba una mayor o menor importancia de acuerdo con el medio, y a los
que se puede relacionar de distintas formas. La malversación implica un
ocultamiento de la información y ya no su selección en base a su importancia.
Que muchos medios hayan priorizado el episodio Cabandié por sobre el gravísimo
ataque a Bonfati habla de un deliberado escamoteo de lo que se cuenta para
poner en primer plano aquello que se supone suma a los intereses e ideologías
del medio. No sé la fecha en que esto pudo haber comenzado, pero es cierto que
recrudeció desde los comienzos del debate sobre la ley de medios. También ese
debate fue víctima de malversación en la medida en que se puso como eje el tema
de la libertad de expresión que en ningún caso estuvo en juego.
¿Desde qué lugar ideológico se para para enfrentar el “fuego cruzado” y
elaborar estos ensayos? ¿Varía esa posición de acuerdo con determinados hechos
concretos?
–No suelo pararme en ningún sitio en particular. Traté, en
este libro, de proponer la continuación de una conversación que ahora está
estancada porque se supone que siempre hay que definirse desde dónde se habla.
Sinceramente me parece una exigencia que impide llegar a la discusión en serio
de las cosas.
Hace unas décadas, el periodismo parecía ocupar el lugar de la
justicia; ahora, parece ocupar el lugar de la política, ¿son los periodistas la
clase política del futuro cercano?
–Ruego que no. Imaginemos a Majul como ministro de
Educación, para no abundar en ejemplos y deprimirse. No sé si se podrá
recuperar el sentido del periodismo que exige, según creo, que quien escribe se
autoexamine todo el tiempo y que no se entregue alegremente a formas de
arbitrariedad y de preferencia personal a las que se quiere hacer pasar por
subjetividad. Y hay otra cuestión, cuya obviedad pasa totalmente desapercibida:
no se escribe para un medio, se escribe para un lector o se le habla a un
oyente o espectador. No es fácil, y forma parte de la pelea por recuperar el
lugar del periodista, que no debería ser ni la oposición a rajatablas (como
Lanata) ni la adhesión sin más, como gran parte de los periodistas que se
definen como militantes.
Si, como afirma en su libro, “la democracia es la perpetua
administración de los conflictos, que nunca terminan de cerrarse”, ¿por qué
estaría mal el cruce de “relatos”?
–Creo que el relato y el contrarrelato cierran los
conflictos, no les permiten desarrollarse, los reducen siempre a alguna fórmula
binaria. No aceptan que vivir en sociedad es estar en medio de múltiples
conflictos de intereses, creen que una buena fórmula retórica puede reducirlos
y comprenderlos. Ese es el problema, hay cosas que se van comprendiendo pero
siempre queda algo por entender, dinámicas que se van desarrollando en sentidos
impensados. Como lo que está ocurriendo en el fenómeno de las bandas barriales
que recuperan un espíritu tribal, o con la pelea por el espacio público en la
ciudad de Buenos Aires.
Ante el vértigo de las palabras “mentira”, “falso”, “incomprobable” y
largos etcéteras con que se dinamitan las opiniones del que está en la vereda
de enfrente, usted habla de una cuestión de fe. ¿Qué religiosidad se para en el
medio de las “verdades absolutas”?
–En la medida en que se cree en aquello que se quiere creer
y se leen los hechos como una muestra más de lo que se sabía de antemano, no
hay elementos para elegir unos argumentos y unos enunciadores por sobre otros,
salvo los que mejor convienen. Así, para algunos, si lo dijo Lanata es verdad
antes de cualquier comprobación, incluso contra toda evidencia, como cuando
salió a decir que Boudou había salido con bolsos repletos de dólares al Uruguay
en el mismo momento en que recibía a Lula en el Senado. Lo mismo vale para los
lectores de Tiempo Argentino o los espectadores de 6-7-8 que creen en todo lo
que se dice en ellos. Ante tanta religiosidad, trato de practicar un saludable
agnosticismo, lo que no implica (y fue algo en lo que traté de poner especial
cuidado al escribir este libro) algo sí como la elección permanente del punto
medio y que la verdad termine surgiendo de una especie de promedio entre
versiones de uno y otro lado. Lo que intenté fue pensar qué está sucediendo en
estas condiciones de religiosidad.
Puede sonar a pedido futurológico, pero ¿qué ocurriría si se pudieran
desmontar todas las operaciones políticas, qué quedaría al descubierto?
–Lo deseable es que no hubiera nada, que todo quedara
revelado como un inmenso cruces de operaciones que, una vez caídas, dieran
lugar a una especie de barajar y dar de nuevo. Que podamos ponernos a conversar
sin fantasmas de operaciones. Tiene algo de utópico, es cierto, pero estaría
bueno que sucediera. Pero casi nunca sucede lo bueno, como bien sabemos.
Menciona como una fantasía recurrente del periodismo la de creer que
mediante una entrevista se puede acceder a la verdad. Dicho esto, ¿cómo
catalogaría el libro: oficialista, opositor, a mitad de camino entre uno y
otro? O, mejor, ¿cómo se catalogaría a usted mismo al momento de sentarse a
escribir?
–Para no ser menos, esta entrevista tampoco se topó con una
verdad revelada y definitiva. Yo aspiro a que el libro sea interesante y que lo
lean (y me puteen, llegado el caso) oficialistas y opositores. Para no eludir
la pregunta, prefiero ser claro: no hay mitad de camino, creo que cada problema
que abordé es un punto de partida para tratar de entender cosas que suceden, lo
que de manera obligatoria implica no ser ni oficialista, ni opositor y, menos
todavía, un a mitad de camino, si es que existe esa clase. No creo que esas
sean ni opciones estables ni que sean de hierro. Menos aún cuando cualquier
posición diferente es sospechada de estar bancada por el gobierno o por la
corpo. Para decirlo de una manera enfática y tal vez excesiva, escribiendo este
libro me sentí libre y mi único límite fueron mis propias limitaciones. Al fin
y al cabo, se escribe con lo que se tiene, con lo que nos falta, con lo que
podemos (que no siempre coincide con lo que queremos) y no se precisan
plataformas de lanzamiento ni obediencias debidas o indebidas.
(Fuente: Miradas al Sur)