La huelga de los 2.500 trabajadores metalúrgicos había
comenzado el 2 de diciembre. No pedían demasiado: jornada de ocho horas,
salubridad laboral y un salario justo. Para ese entonces los Vasena habían
vendido la fábrica a una empresa inglesa, pero seguían gerenciándola. Los
antepasados de Adalbert Kriegar Vasena, ministro de economía de Onganía, se mostraron
intransigentes frente a lo que llamaban la “insolencia obrera”.
Lo que
naturalmente puso más “insolentes” a los trabajadores, que decidieron tomar la
fábrica y armar un piquete en la puerta del establecimiento en defensa de sus
derechos. El señor Vasena tenía buenas relaciones con el gobierno,
particularmente con el señor Melo, que además de ser un notable militante
radical cercano a Yrigoyen era a la vez asesor legal de Vasena. Y logró que
enviaran rápidamente policías y bomberos para castigar la “insolencia” de los
explotados organizados.
Todo comenzó el 7 de enero, a eso de las tres y media de la
tarde, con un grupo de huelguistas que había formado un piquete tratando de
impedir la llegada de materia prima para la fábrica. En ese momento, los conductores
que pasaron por donde estaban los huelguistas, develando su verdadera función,
comenzaron a disparar sus armas de fuego contra los trabajadores. Al grupo de
rompehuelgas se sumaron inmediatamente las fuerzas policiales que estaban
destacadas en la zona desde el comienzo de la huelga. Se vivió un clima de
pánico en el barrio, la gente corría a refugiarse donde podía.
Cuando terminó de escucharse el ruido ensordecedor de los
balazos el saldo fue elocuente: cuatro muertos. Tres de ellos habían sido baleados
en sus casas y uno había perecido a causa de los sablazos propinados por la
policía montada, los famosos “cosacos”. Hubo además, más de 30 heridos. Según
La Prensa fueron disparados más de 2.000 proyectiles por unos 110 policías y
bomberos. Sólo tres integrantes de las fuerzas represivas fueron levemente
heridos. (…)
La historia oficial no recoge los nombres de los muertos del
pueblo. Ellos fueron: Juan Fiorini, argentino, 18 años, soltero, jornalero de
la fábrica Bozzalla Hnos., que fue muerto mientras estaba tomando mate en su
domicilio de un balazo en la región pectoral; Toribio Barrios, español, 42
años, casado, recolector de basura, muerto en la avenida Alcorta frente al
número 3189, de varios sablazos en el cráneo; Santiago Gómez Metrolles, argentino,
32 años, soltero, recolector de basura, de un balazo en el temporal derecho
mientras se hallaba en la fonda de avenida Alcorta 3521, de Lázaro Alberti;
Miguel Britos, casado, jornalero, muerto a consecuencia también de heridas de
bala. Según el propio parte policial que reproduce La Nación, ninguno fue
muerto en actitud de combate, ninguno estaba agrediendo a las fuerzas
represivas. (…)
Frente a la gravedad de los hechos, uno de los causantes de
toda esta tragedia, don Alfredo Vasena, se dignó a reunirse con los delegados
gremiales en el Departamento de Policía y les ofreció la reducción de la
jornada laboral a 9 horas, un 12 % de aumento de jornales y admisión de cuantos
quisieran trabajar. Como la reunión se hizo larga, se decidió continuarla al día
siguiente en la propia fábrica. Los obreros llegaron puntualmente a las diez,
pero don Vasena se negó a reunirse argumentando que entre los delegados había
activistas que no pertenecían a su plantel.
Los obreros armados de cierta paciencia conformaron otra
delegación que presentó el pliego de condiciones de los huelguistas: jornada de
8 horas, aumentos de jornales comprendidos entre el 20 y el 40 %, pago de
trabajos y horas extraordinarias, readmisión de los obreros despedidos por
causas sindicales y abolición del trabajo a destajo. Vasena prometió contestar
al día siguiente y, a pedido de los obreros, ordenó que dejaran de circular las
chatas de transportes. Pero los hechos se iban a precipitar.
LOS MUERTOS QUE VOS MATÁIS
Aquel jueves 9 de enero de 1919 Buenos Aires era una ciudad
paralizada. Los negocios habían cerrado, no había espectáculos, ni transporte
público, la basura se acumulaba en las esquinas por la huelga de los
recolectores, los canillitas habían resuelto vender solamente La Vanguardia y La
Protesta, que aquel día titulaba: “El crimen de las fuerzas policiales,
embriagadas por el gobierno y Vasena, clama una explosión revolucionaria”. Más
allá de las divisiones metodológicas de las centrales obreras, la clase
trabajadora de Buenos Aires fue concretando una enorme huelga general de hecho.
Los únicos movimientos lo constituían las compactas columnas de trabajadores
que se preparaban para enterrar a sus muertos.
Eran hombres, mujeres y niños del pueblo, con sus crespones
negros y sus banderas rojas y negras, eran socialistas, anarquistas y
sindicalistas revolucionarios que salían a la calle para demostrar que no le
tenían miedo a la barbarie “patriótica” de los dueños del país, para dar claro
testimonio de que no los asustaban las policías bravas y ahí andaban con su
única propiedad, sus hijos, por las calles de aquella Buenos Aires que hacía
historia. Lo único que pretendían era homenajear a sus mártires y repudiar la
represión estatal y paraestatal. Previsor, el jefe de policía Elpidio González
había solicitado y obtenido aquel mismo día del presidente Yrigoyen un decreto
que aumentaba en un 20 % el sueldo de los policías a los que les esperaba una
dura faena.
MASACRE EN EL CEMENTERIO
A eso de las tres de la tarde partió el cortejo fúnebre
encabezado por la “autodefensa obrera”, unos cien trabajadores armados con
revólveres y carabinas. Detrás, una compacta columna de miles de personas, “el
pobrerío” como les gustaba llamarlos a los pitucos. El cortejo enfiló por la
calle Corrientes hacia el Cementerio del Oeste (La Chacarita). Al llegar a la
altura de Yatay, frente a un templo católico, algunos manifestantes anarquistas
comenzaron a gritar consignas anticlericales.
La respuesta no se hizo esperar: dentro del templo estaban
apostados policías y bomberos que comenzaron a disparar sobre la multitud
cobrándose las primeras víctimas de la jornada. Al paso de la columna por las
armerías, éstas eran asaltadas por algunos de los manifestantes que
“expropiaban” armas cortas, carabinas y fusiles para “la revolución social”.
Aproximadamente a las 17 horas de aquel 9 de enero la
interminable y conmovedora columna obrera llegó a la Chacarita, la gente se fue
acomodando como pudo entre las tumbas y comenzaron los discursos de los
delegados de la FORA IX. En primera fila estaban los familiares de los muertos.
Madres, padres, hijos, hermanos desconsolados y acompañados en el dolor y la
necesidad de justicia por miles de personas. Mientras hablaba el dirigente Luis
Bernard, surgieron abruptamente detrás de los muros del cementerio miembros de
la policía y del ejército que comenzaron a disparar sobre la multitud. Era una
emboscada. La gente buscó refugio donde pudo, pero fueron muchos los muertos y
los heridos. Los sobrevivientes fueron empujados a sablazos y culatazos hacia
la salida del cementerio. Según los diarios, hubo 12 muertos y casi doscientos
heridos. La prensa obrera habló de 100 muertos y más de cuatrocientos heridos.
Ambas versiones coinciden en que entre las fuerzas militares y policiales no
hubo bajas. La impunidad iba en aumento. No había antecedentes de semejante
matanza de obreros.
Pese a todo, el pueblo movilizado no se amilanó y siguió en
la calle exigiendo justicia y pidiéndoles a sus dirigentes que continuara la
huelga general, cosa que efectivamente ocurrió. La agitación seguía, y mientras
se producía la masacre de la Chacarita un nutrido grupo de trabajadores rodeó
la fábrica Vasena y estuvo a punto de incendiarla. En el interior del edificio
se encontraban reunidos Alfredo Vasena, Joaquín Anchorena de la Asociación
Nacional del Trabajo y el empresario británico comprador, que ante el devenir
de los hechos pidió protección a su embajada, que rápidamente se comunicó con
la Casa Rosada desde donde partió el flamante jefe de policía y futuro
vicepresidente de Alvear, don Elpidio González, a parlamentar con los obreros y
pedirles calma. No era el mejor momento y no fue bien recibido. La comitiva
encabezada por el funcionario fue atacada, y el propio auto del jefe de policía
fue incendiado por la multitud. González debió volverse en taxi a su despacho,
pero envió a un grupo de 100 bomberos y policías armados hasta los dientes que
dispararon sin contemplaciones sobre la multitud, provocando —según el propio
parte policial— 24 muertos y 60 heridos.
En toda la ciudad se produjeron actos de protesta expresando
la indignación de los trabajadores por la acción represiva del Estado. (…)
Por aquellos primeros días de 1919 a los miembros “más
destacados de la sociedad” les dio un fuerte ataque de paranoia. ¿A qué se dedicaban estos ciudadanos preocupados por el
orden? Las bandas terroristas armadas que operaban bajo el rótulo de Liga
Patriótica Argentina lo hacían con total impunidad y la más absoluta
colaboración y complicidad oficiales. Se reunían en las comisarías y allí se
les distribuían armas y brazaletes. Desde las sedes policiales partían en
coches último modelo manejados por los jovencitos oligarcas, y al grito de
“Viva la Patria” se dirigían a las barriadas obreras, a las sedes sindicales, a
las bibliotecas obreras, a la sede de los periódicos socialistas y anarquistas
para incendiarlos y destruirlos, todo bajo la mirada cómplice de la policía y
los bomberos. El barrio judío de Once fue atacado con saña por las bandas
patrióticas que se dedicaban a la “caza del ruso”.
Finalmente el 11 de enero el gobierno radical llegó a un
acuerdo con la FORA IX basado en la libertad de los presos que sumaban más de
2.000, un aumento salarial de entre un 20 y un 40 %, según las categorías, el
establecimiento de una jornada laboral de nueve horas y la reincorporación de
todos los huelguistas despedidos.
Fuente: Adaptación de Los mitos de la historia argentina III, de Felipe Pigna, Editorial Planeta, 2006