Autor: Felipe Pigna
San Nicolás, es un santo que ha sufrido múltiples
transformaciones a lo largo de la historia, mutaciones de las que él es absolutamente inocente.
Nació en el año 280 en Patara, en Asia Menor, en el sudoeste de la actual Turquía.
Hombre de
una extraordinaria bondad, realizó los milagros correspondientes y necesarios
para su inclusión en el santoral y fue alcanzando una notable fama mundial
post-morten cuando en 1087 sus huesos fueron robados por marinos italianos y
llevados a Bari y ya como San Nicolás de Bari se multiplicó su fama de generoso
benefactor de los niños, que lo transmutarían en el Norte de Europa y América
en Santa Claus. Pero todavía debía pasar un tiempo para que eso ocurriera y a
Buenos Aires le faltaban varias décadas para convertirse en la capital de un
nuevo virreinato, cuando surgió en el damero de calles de la Buenos Aires de
1608 un sendero con el poco práctico nombre de “calle que pasa por el costado
de San Nicolás de Bari” en honor a una hipotética capilla que sería construiría
efectivamente en 1729 por el capitán Domingo Acasuso. Las primeras noticias
oficiales sobre la vida en la calle de San Nicolás, como pasó a llamarse, datan
del censo de 1778, en el que se detalla que a lo largo de su recorrido vivían
336 personas, la mayoría españoles, y unas decenas de negros y mulatos.Nació en el año 280 en Patara, en Asia Menor, en el sudoeste de la actual Turquía.
Tras la derrota de los ingleses en 1806 el callejero porteño
dio cuenta de la hazaña bautizando algunas calles con el nombre de los vecinos
que se destacaron en la defensa. Así el terrenal regidor José Santos
Inchaurregui desplazó al santo pero su gloria fue efímera y la Revolución de
Mayo necesitaba calles para sus nuevos nombres y eligió el de Corrientes, una
de las primeras provincias que adhirió fervorosamente a la causa. El
crecimiento urbano que fue uniendo el centro con lo que hasta entonces eran
suburbios, animó al entonces secretario de gobierno, Bernardino Rivadavia, a
pensar que la calle debía ensancharse hasta lucir de vereda a vereda un ancho
de 30 varas (unos 26 metros). Corría el año 1822 pero, se sabe, las obras
públicas se demoran un tanto entre nosotros y el proyecto rivadaviano recién
fue retomado por el intendente Anchorena en 1910, en ocasión del Centenario,
pero concretado 20 años más tarde por su colega De Vedia y Mitre, que fue quien
en 1931 firmó la partida de defunción para aquella calle Corrientes angosta.
Las piquetas, las excavadoras y los andamios tenían el apuro de llegar con la
nueva Corrientes y el obelisco terminados para 1936 con el objetivo de celebrar
los 400 años de la fallida primera fundación de Buenos Aires por el quizás
demasiado adelantado Pedro de Mendoza, que terminó vencido por la “noble”
aversión al trabajo propia y de sus “nobles” compañeros, y el coraje y la
resistencia de los habitantes originarios, que defendieron heroicamente su
tierra. Por algún motivo, aquel fracaso monumental de la monarquía absolutista
española parecía digno de homenaje y así iban cayendo los edificios altos y
bajos que daban cuenta de aquella calle que Rivadavia soñó avenida y a la que
hoy le seguimos llamando calle que vio pasar durante la fiebre amarilla de 1871
incesantemente a los carros fúnebres que la recorrían a todo su largo desde que
nacía en el río hasta que moría con una excesiva coherencia en el cementerio
que hoy conocemos como “La Chacarita”.
Corrientes supo y quiso albergar a los principales teatros
de la ciudad, como el de La Opera, inaugurado el 25 de mayo de 1872, y ubicado
como el actual Opera entre Suipacha y Esmeralda; al Politeama, en el cruce con
Paraná; el Odeón en Esmeralda, cerca de la esquina donde Scalabrini Ortiz
imaginó a aquel hombre que estaba solo y esperaba. La calle en la que el
extraordinario payaso Frank Brown brilló por casi 40 años y en la que el
inolvidable Pepino el 88 no ahorraba ninguna crítica a los poderosos de turno.
Aquella Corrientes que vivió el trajinar de Sarmiento yendo y viniendo de la
imprenta de su periódico El Censor, ubicada en el cruce con Esmeralda; que
vio y escuchó a los redactores de La
Nación y de Caras y Caretas en los cafés de la esquina de San Martín. La
Corrientes de los cafés literarios como el Royal Keller, donde Rubén Darío nos
vio grandes y ricos y Ortega y Gasset como mínimo soberbios y distraídos.
La Corrientes que lucía en Florida la elegante peluquería
barbería de Ruíz y Roca, centro de reunión de políticos e intelectuales.
Como era de preverse y quizás como un póstumo homenaje a la
desidia de Mendoza, las obras se demoraron y en 1936 el presidente Justo sólo
pudo inaugurar el obelisco en el mismo solar donde hasta 1931 había sobrevivido
el templo de San Nicolás en cuya torre en 1812 flameó por primera vez en Buenos
Aires la bandera celeste y blanca. La inauguración pomposa y oficial llegaría
en 1937 pero la gente se adelantó casi un año y todo el pueblo de Buenos Aires
decidió inaugurarla por su cuenta. Con su impronta la recorrió de punta a
punta, partiendo del flamante Luna Park para acompañar los restos de Carlitos
hasta la Chacarita. Eran decenas de miles que de tanto en tanto podían ver en
las paredes sobrevivientes los restos de un empapelado, las intimidades
interrumpidas de aquellas casas de Corrientes; y también la nueva forma que iba
adquiriendo la vieja calle con sus teatros reconstruidos y sus bares
reciclados.
No por enemigo del progreso sino por amigo de lo entrañable,
escribía Roberto Arlt: “Es inútil, no es con un ensanche con el que se cambia o
puede cambiar el espíritu de una calle. Amenos que la gente crea que las calles
no tienen espíritu, personalidad idiosincrasia. Es inútil que la decoren
mueblerías y tiendas. Es inútil que la seriedad trate de imponerse a su alegría
multicolor. Es inútil. Por cada edificio que tiran abajo, por cada flamante
rascacielos que levantan, hay una garganta femenina que canta en voz baja:
Corrientes…tres, cuatro, ocho… segundo piso ascensor. Esta es el alma de la
calle Corrientes. Y no la cambiarán ni los ediles ni los constructores. Para
eso tendrían que borrar de todos los recuerdos, la nostalgia de :
“Corrientes…tres, cuatro, ocho… segundo piso ascensor” 1.
Referencias:
1 Roberto Arlt, Aguafuertes Porteñas,
en Obras Completas, Buenos Aires, Omeba. 1981
Fuente: www.elhistoriador.com.ar