Por Fabiana Rousseaux
*
Jesús tiene 50 años. En 1976 fue secuestrado, cuando tenía
“16 años y medio”, de acuerdo con su implacable memoria. Pasó por la comisaría
de Escobar, dirigida por Luis Patti, donde fue torturado, junto con su
referente político Gastón Goncalves y otros compañeros de la Juventud
Peronista. Después, fue expulsado del país.
En su exilio, intentó rearmar algo de la vida que el
terrorismo de Estado le había resquebrajado, (des)instalándose en otro país.
Logró constituir una familia. Pero dejar atrás las marcas no es sencillo. En un
viaje a la Argentina, el espanto se le impuso nuevamente y cometió un delito.
Fue detenido y, a partir de entonces, su vida transcurre en la unidad penal de
un hospital neuropsiquiátrico. Después de la muerte de su madre, quedó en el más
rotundo olvido. El sabe que allí no habrá condena, pero que el encierro será
para siempre.
Estuvo durante 18 años en la Unidad Penal 34, del Melchor
Romero, y ahora, desde hace poco, en la Unidad 10, donde al menos, dice, puede
“ver la ruta, con algún coche que pasa cada tanto, porque antes sólo se veía el
paredón”.
Durante todos estos años en el penal del manicomio, cada vez
que veía a Patti en la televisión se indignaba y contaba los vejámenes que éste
había cometido contra él y sus compañeros. Dice que no entiende cómo pudo
llegar a ser intendente, cómo intentó luego ocupar una banca de diputado. Dice
que siempre soñó con hacerle un juicio a Patti, si alguna vez salía de ese
lugar. Por supuesto, es la palabra de un loco: ni esas palabras ni las que hablen
de su detención y las torturas sufridas a los 16 años y medio serán tomadas por
ciertas en un lugar como ése, donde hay, en cambio, una respuesta generalizada
y medicalizada para todos y para todo.
Jesús es el parresiastés, tal como lo define Michel Foucault:
alguien de un “decir veraz”, que dice lo que piensa, que está comprometido con
su verdad. Jesús quizá lo es más que nadie, ya que sabe que nadie le creerá.
Lanza su verdad a otros sin calcular los riesgos de hacerlo, o, más aún,
calculándolos los asume, desde su sala de manicomio.
¿En qué memoria teórica debemos pararnos para dejar de dudar
de las secuelas que los crímenes cometidos por el terror de Estado produjeron?
La “inimputabilidad” de Jesús en nada niega la verdad de esos hechos, ni de sus
relatos, mucho menos de sus consecuencias trágicas. Las marcas de la historia
social que transitamos, tomen la forma que tomen, se alojen en una estructura psíquica
o en otra, no pueden ser ignoradas.
Durante años a Jesús se lo dio por muerto, hasta que, a
través del Ministerio de Interior, se lo logra ubicar: Otros sobrevivientes de
Patti hablaban de él, pero las versiones eran muy variadas y desconcertantes:
que estaba en otro país o que estaba muerto o que estaba preso. Lo cierto es
que ningún compañero de militancia había logrado saber nunca nada sobre él,
hasta que hace pocos meses lograron ubicarlo.
A partir de ello, Jesús fue propuesto como testigo en la
causa que los hijos de Goncalves y Muniz Barreto, junto con la familia de los
hermanos D’Amico, iniciaron contra Patti, Mignone, Riveros, Meneghini y
Rodríguez. Los abogados querellantes de esa causa lograron dar con este testigo
central para demostrar las torturas y desapariciones cometidas por el ex
policía.
Jesús aceptó inmediatamente. Reconoció, con todos los
detalles necesarios, a los responsables de tan aberrantes delitos. Hizo un uso
de memoria que nadie podría comprender si no fuera porque se trata de un hombre
que durante 18 años había estado sometido al olvido y a la indignidad de perder
el valor de su palabra, convertido en un sujeto que no puede responsabilizarse
ni de sus actos ni de sus dichos, ni de sus dolores, en un lugar donde cada demanda
y cada opinión fueron acalladas: “El halopidol me dejaba duro y, a pesar de los
terribles dolores que tenía, porque estaba mal del hígado, el médico me vio
solamente una vez en un año y medio y nunca me daban analgésicos, así que
aprendí a manejar el dolor”, relata.
La defensa objetó su testimonio, como tantos otros, pero el
tribunal hizo lugar a lo declarado por Jesús. Declaró esposado. Expresión
radical y extrema de la paradójica condición de víctima-testigo del terrorismo
de Estado e imputado de un delito común. Aun parándonos en el reverso, ¿su
peligrosidad será mayor que la de Patti y sus colegas torturadores? Jesús
asumió su lugar –al igual que tantas veces lo hizo durante estos largos años–
como si se tratara de una clase magistral de dignidad dedicada a quien tres
décadas atrás lo había torturado a pesar de sus 16 años y medio. Un
asentimiento subjetivo incalculable, enigmático y profundamente ético. Ana
Nuño, en su texto “El testigo entronizado, a pesar suyo”, en referencia a la
relación entre la memoria subjetiva y el discurso histórico, advierte que los
verdugos no dan testimonio, que siempre callan, porque sus actos están más allá
de las palabras.
* Psicoanalista.
Directora del Centro de Asistencia a Víctimas de Violaciones de Derechos
Humanos Dr. Fernando Ulloa, Secretaría de Derechos Humanos de la Nación.
El artículo completo
fue publicado en Página 12 – (11-08-2011), con el título “La extracción de la
verdad”.