El título de la nota fue la frase que se escuchó en el recinto. Dos teólogos y una monja norteamericana declararon en el
megajuicio por los crímenes de La Perla. Relataron el secuestro que sufrieron
en agosto de 1976, cuando los teólogos eran seminaristas y trabajaban en una
villa.
Por Marta Platía
“Miren, yo estoy convencido de que el golpe no se hubiera
dado si la Iglesia no hubiera estado de acuerdo. Ellos, en un acuerdo tácito,
les dijeron ‘ustedes hagan el trabajo sucio y nosotros convalidamos’”, acusó,
con certeza argumental, el teólogo Daniel García Carranza ante el tribunal que
juzga los crímenes de lesa humanidad cometidos en La Perla. García Carranza fue
uno de los seis religiosos secuestrados y torturados la madrugada del 3 de
agosto de 1976: exactamente 24 horas antes de que asesinaran al obispo Enrique
Angelelli en una ruta, y a pocas semanas del homicidio de los padres palotinos
en San Patricio.
Así las cosas, la jerarquía de la Iglesia Católica argentina
durante la última dictadura resultó la principal acusada –junto a los 41
represores que encabeza Luciano Benjamín Menéndez– en una de las audiencias más
intensas que se hayan vivido en este juicio. Testificaron dos teólogos: Daniel
García Carranza y Alejandro Dausá, y una monja norteamericana, Joan McCarthy:
la religiosa que con su valentía y su fuga cuasi cinematográfica impidió que
los mataran.
“Nosotros estamos vivos pero sabemos muy bien que podríamos
no estar aquí –dijo el teólogo García Carranza–. Si no fuera por ‘Juanita’
(como llaman a Joan, que ya tiene 81 años), nos hubieran desaparecido como
hicieron con tantos hermanos.” Vehemente, García Carranza relató que por esos
días él, Dausá, Alfredo Velarde, José Luis Destéfanis, el chileno Humberto
Pantoja Tapia y el superior del grupo, Santiago Martín Weeks (también
norteamericano), “cursábamos teología en la escuela de las Hermanas
Claretianas, porque (desde la curia local) nos pidieron que no estudiáramos en
el Seminario Mayor. La Iglesia había decidido que no éramos gratos porque
habíamos hecho la opción por los pobres, así que no nos dejaban estudiar en la
sede del Arzobispado”, el edificio palaciego donde residía el cardenal
Francisco Primatesta.
“Los seis pensábamos que el modo de vivir el Evangelio no
estaba dentro del Arzobispado. Así que nos dijeron que nos fuéramos cada uno a
su casa. Decidimos no hacerlo. La gente con la que nosotros trabajábamos en las
villas desaparecía y moría. Nosotros lo veíamos casi a diario. Hubiera sido un
acto de enorme cobardía irnos. Dar testimonio del Evangelio nos pedía eso. Nos
acusaban de hablar de justicia social, pero el Evangelio es justicia social”,
detalló expresivo el sobreviviente, ante la mirada de Menéndez que, desde
diciembre, que no se quedaba a escuchar a nadie.
García Carranza relató que los seis seminaristas se fueron a
vivir a una casa en un barrio obrero. Todos pertenecían a la orden de La
Salette, de origen estadounidense.
LA IGLESIA CÓMPLICE
La noche del 3 de agosto de 1976, el joven García Carranza
llegó y se encontró con la patota. “Eran cerca de las doce. Entré y sentí que
alguien gritaba que me pusiera contra la pared. Pensé que era un mal chiste,
pero me dieron culatazos en la espalda y me ordenaron que mirara al piso. Me
vendaron con una camiseta mientras gritaban como locos. Ellos decían que eran
de la policía, pero parecían delincuentes comunes. Jugaron a la ruleta rusa con
nosotros. Nos gatillaban, nos pateaban. Destruyeron todo lo que había y se
robaron todo lo que se pudieron robar.”
En la casa, además de los seminaristas a quienes fueron
esperando hasta completar el grupo, estaban también “un viejito español muy
enfermo y pobre que estábamos cuidando y una monja norteamericana que había
bajado desde Jujuy a visitarnos: Joan McCarthy”. Fue ella quien, mientras
esperaba a sus colegas, les abrió la puerta a los represores, que se
identificaron como policías. Joan presenció todo a lo largo de las casi seis
horas que la patota se tomó para secuestrar a los seminaristas.
Con su acento norteamericano y toques de un fino sentido del
humor, Joan McCarthy le contó al Tribunal que “me di cuenta de lo que pasaba
cuando entraron a romper todo. Me dijeron que no me preocupara, que no me
harían nada. Yo les dije `qué alegría’ y me hice la que no entendía nada. Me
senté al lado de la chimenea, junto al viejito español que me estaba contando
de la Segunda Guerra Mundial y me puse a tejer. Me di cuenta de que tenía que
poner toda mi energía en escuchar, ver, registrar”.
Joan contó que “mientras destruían todo y golpeaban a los
hermanos, andaban buscando evidencia subversiva. Y lo único que encontraron fue
el libro de un autor de ultraderecha, López Trujillo, que decía ‘Liberación
cristiana, liberación marxista’. Se pusieron contentos. Después un disco de
Joan Baez, que cantaba canciones de protesta, y uno de Los Beatles sobre Bangla
(el concierto de George Harrison para Bangladesh). También un disco boliviano
sobre la Patria Grande. Esa es toda la evidencia que encontraron”, se rió. Pero
sus labios se apretaron por el dolor cuando recordó: “Antes de irse dibujaron
una esvástica sobre una foto de (Carlos) Mugica, y pusieron la palabra
‘kaput’”.
García Carranza siguió su relato: “Nos llevaron en varios
autos a la D2, en pleno centro histórico y a pocos pasos de la Catedral. Ahí,
en los patios, en las celdas, nos patearon, nos golpearon. La mugre era
horrorosa. Los gritos de los torturados. Pero, ¿saben qué? Absolutamente todos
los días que estuvimos ahí vino alguien del Arzobispado para ver si seguíamos
vivos. Muy posiblemente era monseñor (Pedro Eladio) Bordagaray. Ese hombre vio
todo y no hizo nada”, se indignó el testigo.
–¿Cómo sabe que era Bordagaray? –preguntó el juez Jaime Díaz
Gavier.
–Porque me lo dijeron en la D2. Y yo lo conocía bien: era mi
padrino de bautismo. Mis padres le rogaron que hiciera algo por mí y no hizo
nada.
El testigo lloró de dolor y de furia. Contó que después de
algunos días, cuando los sacaron a todos de la D2, los represores les dijeron:
“Bueno, ahora los tenemos que llevar a matar. Así que si quieren, aprovechen ya
y corran. Escapen. Al que quiera irse, que se vaya ahora”. “Pero nosotros no
nos movimos. No escapamos. Sabíamos que era una trampa. Nos llevaron a la UP1
(la cárcel del barrio San Martín). Yo la conocía porque mi padre había sido
médico de cárcel. Allí nos pusieron en el pabellón de los presos políticos.
Ellos nos avisaron que habían matado al obispo Angelelli.”
El relato de García Carranza se volvió vertiginoso: “Cuando
nos trasladaron a la cárcel de encausados también nos llevaron a palos.
Recuerdo que cerca de mi celda estaban (el gobernador José Manuel) De la Sota,
(el sindicalista) Chechela Pastorino. Que a mi compañero y a mí no nos dejaban
ir al baño. Me dieron un tarro de cinco litros. Por la mañana ahí ponían el
agua para tomar. En la noche había que usarlo de baño. Con el paso de los días,
hubo una desgracia más: mi celda se fue inundando con el excremento que caía de
los baños de arriba. Yo estaba sentado arriba de una mesita la mañana que
Menéndez pasó por ahí y me vio. Me acuerdo de que un militar le dijo que había
que sacarme de allí, cambiarme de celda. Pero él dijo ‘no, que se aguante’. Un
hombre muy humanitario este Menéndez...”.
El tono del teólogo se volvió de hierro: “Miren, una parte
de la jerarquía de la Iglesia fue cómplice. Si ellos no hubieran apoyado, ese
golpe no se daba. Monseñor (Adolfo) Tortolo le había dicho a nuestro provincial
que no nos dejaran entrar una Biblia. Dijo que nosotros no nos la merecíamos
por traidores. Ellos fueron cómplices. Los capellanes fueron cómplices. Les
pido a los fiscales que los citen”, bramó.
García Carranza siguió: “Nos llevaron a La Perla. Allí perdí
la noción del tiempo. Me interrogaron uno al que le decían Juan XXII (el
represor José Carlos González) y (Roberto Mañay alias) ‘el cura’ Magaldi. Este
fue el que me dijo que no me iban a torturar porque si lo hacían lo
excomulgaban. Eso porque monseñor (Victorio) Bonamín había dicho que era
‘inconcebible que en el Código Militar la pena de muerte esté aceptada y la
tortura no, que es un mal menor. Los capellanes vamos a tener que ponerlos de
acuerdo con esto’. Ellos estuvieron de acuerdo. Y nosotros teníamos visiones
diferentes de la Iglesia. Así que en un golpe de ultraderecha, nosotros éramos
considerados de izquierda. Nombrarles la Teología de la Liberación a los
represores era como traerles a Lucifer”.
El testigo, que se recibió de teólogo en Estados Unidos,
volvió a cubrirse el rostro con las manos cuando nombró La Perla: “Eso no era
una antesala del infierno. ¡La Perla era el infierno! Yo no fui picaneado, pero
todavía recuerdo los gritos de los torturados. Aún ahora, con todos los años
que pasaron, no puedo entrar a mi casa con las luces apagadas, evito salir
solo. Las marcas de todo eso son increíblemente profundas”.
Cuando la querellante Adriana Gentile le preguntó por la
actuación de Primatesta, García Carranza volvió a indignarse: “Fue de terror.
Cuando nos liberaron gracias a la lucha que llevaron Juanita y otros
compañeros, tuvimos que pasar a darle las gracias. Una cortesía antes del
exilio. Recuerdo que cuando íbamos entrando al Arzobispado se nos aparecieron
por detrás varios policías armados que nos encañonaron. Pensamos que nos iban a
matar ahí, pero Primatesta apareció por atrás de ellos y entonces los tipos
cubrieron sus pistolas con las gorras, pero nos siguieron encañonando. De
pronto se hicieron a un lado y fuimos a la audiencia”.
–¿Y Primatesta lo supo? –preguntó alarmado el juez Díaz
Gavier.
–Sí. Eso es lo más asqueroso del asunto. Cuando le contamos,
nos dijo: “No hay problema, a eso lo arreglo yo”. Y si eso no es complicidad,
¿qué es? Es más, a una compañera, Ema Rins, que le fue a pedir protección,
Primatesta sacó unas listas de su escritorio y le dijo: “Pero no, vos no estás
en las listas”. ¡El las tenía!
UN BAÑO DE SANGRE
A su turno, Alejandro Dausá, también teólogo y compañero de
cautiverio de García Carranza, recordó horrorizado: “La locura, las armas en la
cabeza, en la boca” durante el secuestro, los golpes y los tormentos en la D2
y, en particular, “los gritos de una mujer que rogaba que por favor, que no le
metieran más bichos”. Cuando pudo reponerse, este hombre de 60 años que
aparenta menos, argumentó firme: “Lo que nosotros considerábamos trabajar con
sectores desposeídos y llevar una vida sencilla no iba en línea con la
jerarquía. La Iglesia conocía perfectamente lo que pasaba acá. Los obispos eran
la única instancia que podría haberle puesto freno al golpe. Pero aquí se dio
un caso único en Latinoamérica: que la Iglesia apoyó lo que pasó y hasta
aportaron argumentos para avalar la tortura y el genocidio”.
–¿Y cuáles fueron esos argumentos? –preguntó el fiscal
Facundo Trotta.
–Ellos hablaban del baño de sangre purificador. Hay homilías
de monseñor Bonamín, de Tortolo que hablan del baño de sangre purificador.
DE CÓRDOBA A ESTADOS UNIDOS
“Me acuerdo que sentí una especie de premonición esa tarde
cuando iba a visitar a los seminaristas al barrio Los Boulevares”, relató Joan
McCarthy ante los jueces. De rasgos hermosos y afilados, “Juanita”, como la
llaman sus amigos en Argentina, fue a la vez la persona indicada en el momento
justo, y no. “Llegué a la casa en la tarde en que aparecieron los de la patota.
Golpearon, gritaron que eran de la policía y yo, que estaba esperando a los
compañeros, abrí.” Amparándose en su paso como visita extranjera, la monja fue
una testigo fundamental en el secuestro, pero también una protagonista central
en la salvación de sus colegas.
“Antes de irse, los secuestradores, que eran unos ocho o
nueve, todos armados, me dieron una orden: que fuera al diario La Voz del
Interior y dijera que a los seminaristas y al padre Weeks se los habían llevado
los Montoneros por traidores. Claro que me di cuenta de que ellos no eran
Montoneros. Pero había que hacer algo y todavía no sabía qué.”
Joan pudo salir de la casa cerca de las dos de la madrugada.
Sola, en la calle, con su cartera “con dos centavos, porque me habían robado la
plata”, y la carta del obispo jujeño que todavía conserva. “Por suerte”,
también estaba el papelito con el número de teléfono del teólogo de España: “Yo
sabía que tenía que avisar a mis superiores lo antes posible. Pero no me
alcanzaba ni para el ómnibus”. Cuando llegó al Arzobispado era aún de madrugada
y no le querían abrir. “Pero insistí y les dije que se habían llevado a los
seminaristas. Me abrieron. El cardenal Primatesta estaba en Canadá. En su
reemplazo había dejado a monseñor (Cándido) Rubiolo. Pero él estaba durmiendo y
no lo querían molestar”, recordó la monja. Pidió entonces papel y una lapicera
y escribió todo lo que recordaba de las horas que duró el secuestro. Como
Rubiolo seguía en su cama cuando Joan terminó de redactar la carta, pidió hacer
una llamada. Le habló al teólogo español que era un conocido de Santiago Martin
Weeks. Fue él quien avisó a la congregación de La Salette lo que había
ocurrido. “Cuando Rubiolo al fin se despertó, le di en mano lo que había
escrito –memoró McCarthy–. No sé si hizo algo o no. Pero supongo que esa carta
todavía debe estar en el archivo de la Arquidiócesis.”
Joan pudo salir de Córdoba con la ayuda de Seco, quien le
envió a buscarla a un sacerdote canadiense para que la acompañara al
aeropuerto. Ya en Buenos Aires, el 4 de agosto, fue directamente hacia la
Embajada de Estados Unidos. Mala suerte: un cónsul de apellido Owen no quiso
creer en su relato. O al menos eso le dijo. Al fin y al cabo era coherente con
sus jefes. En aquellos días, el embajador norteamericano en la Argentina era
Robert Hill, un hombre que había sido designado por el propio Henry Kissinger:
cerebro del Plan Cóndor. Owen le dijo que no la podía ayudar, y aún más: “No le
podemos dar dinero, no le podemos prestar dinero, no le podemos dar asilo, no
la podemos acompañar a un puerto de salida. Lo único que podemos es decirle
cuál es la forma más fácil de salir de la Argentina, pero tampoco le podemos
sugerir que la use”.
Casi al borde de la desesperanza, la monja llamó al nuncio
Pío Laghi: ella era consciente del rango de embajador de la Santa Sede que
tenía Laghi en el país y pensó que tal vez sus fueros diplomáticos, sumados a
la extraterritorialidad de la nunciatura, le permitirían otorgarle el asilo que
ella necesitaba para que no la secuestraran. Pero desde el otro lado de la
línea le dijeron que no la podrían atender hasta el lunes. Era jueves. La monja
sabía que tenía apenas 48 horas para salir del país.
A pesar de que “estaba muerta de miedo y de hambre”, se
arriesgó a esperar dentro de un hospital de la orden de Schoenstatt. Llegó el
lunes. Pío Laghi ni se dignó a atenderla. Le comunicó a través de un secretario
que no podía ayudarla: “Que sólo podía ayudar a sacerdotes argentinos, y que
fuera a mi embajada”. Fue entonces cuando Joan se contactó con un grupo de
jesuitas. Uno de ellos, uruguayo, la invitó a su país. “Fueron las mejores
palabras que escuché en todos esos días y noches llenos de horas terribles”,
recordó McCarthy. Con la policía y los militares mordiéndole los talones, Joan
subió a un alíscafo rumbo a Montevideo.
Ya en la capital uruguaya, los funcionarios norteamericanos
tampoco quisieron auxiliarla, pero un empleado del consulado blanqueó lo que
ocurría: “Se tiene que ir lo antes posible. Las policías y los ejércitos de
todos los países latinoamericanos están en contacto. No podemos darle ninguna
protección”. McCarthy logró despegar en un avión cuyo pasaje también pagó la
orden de los jesuitas. ¿El itinerario? Bolivia vía Paraguay. En La Paz un grupo
de monjas a las que habían llamado los religiosos uruguayos juntó plata para el
viaje a Washington, adonde Joan llegó recién el 13 de agosto. “Avisé a todos
los que pude. No paramos hasta que un buen día, frente al Congreso, logramos
que Ted Kennedy nos atendiera. Estábamos con las Madres. Teníamos pancartas. El
se bajó de su auto cuando nos vio en la puerta y nos dijo que nos iba a ayudar,
que no nos iba a abandonar”, recordó, ya con una sonrisa.
Los compañeros de Joan fueron liberados por la dictadura
unos tres meses después, con opción a dejar el país. La mayoría, salvo el
chileno, siguieron con sus estudios en Norteamérica. Todos saben que la pelea
que dieron el español Seco, el propio Weeks ya en libertad y, fundamentalmente
Joan, fue determinante para que no los asesinaran.
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Fuente : Ecupres
Texto publicado en
Pagina / 12 el 10 de marzo de 2014.
Foto: De Eduardo
Longoni, 24 de marzo de 1981. Misa en conmemoración por los cinco años del
Golpe de Estado y en homenaje a las “víctimas de la subversión”.