La escritora mexicana centró su discurso de aceptación del
Cervantes en la realidad de México y América Latina al recibir el premio
Cervantes de manos del Rey de España.
Apareció con el vestido anunciado, el que les prometió que
llevaría a un grupo de mujeres de Oaxaca: un vestido rojo y amarillo, que esta
mañana, ella, ribeteó de bisutería. Elena Poniatowska esperaba a los reyes
apoyada en el vano de la puerta del Paraninfo, como si lo que ocurría, como si
todo ese murmullo que se escapaba de la sala, no fuera en nada con ella.
Tenía que llegar el Rey, y llegó y la Poniatowska, como la
conocen en México, ya no quitaría la sonrisa de la cara hasta el momento de dar
el discurso, que pronunció muy gravemente. El Rey, apoyado en su bastón, llegó
a la sala acompañado por la Reina; de Rajoy; del presidente de la Comunidad de
Madrid, Ignacio González; del rector de la Universidad de Alcalá y del alcalde
de la ciudad, todos a la zaga del monarca; todos con las manos a la espalda,
entrando, distraidos, desde el patio renacentista que da acceso al Paraninfo.
Sonó el himno de España y la Poniatowska tragó saliva.
Estaba sola, en el centro, flanqueada por todo aquel cuerpo institucional, como
una niña chiquita el día de su graduación. Abrió el acto la directora general
de Política de Industrias Culturales y del Libro, María Teresa Lizaranzu, en
cuyo nombre trastabilló el Rey, que leyó el acta de concesión, los entresijos
de las deliberaciones y, uno por uno, lentamente, los nombres de todos los
involucrados en el premio. Excusó su ausencia Nicanor Parra, ganador de 2011.
Después, Poniatowska se acercó, sonriente, agradecida, a recoger el premio y
subió al púlpito a decir el discurso. Recordó primero a Gabriel García Márquez,
en una emocionada evocación de su mundo mágico: "Antes éramos los
condenados de la Tierra. Pero con sus Cien años de soledad le dio alas a
América Latina. Y es ese gran vuelo el que hoy nos envuelve y hace que nos
crezcan flores en la cabeza." Y recordó también a las tres marías que la
abrieron el camino. A María Zambrano, por el lado mexicano: "El exilio fue
para ella una enfermedad sin cura", dijo. A Dulce María Loynaz, la más
joven entre las poetas cubanas de la primera mitad del siglo XX. A Ana María
Matute, a quien recordó como una mujer hermosa y descreída. Y también mencionó,
entre anécdotas que iban jalonando su discurso, a los cinco mexicanos que, desde
Octavio Paz hasta ella misma, han subido alguna vez al mismo púlpito.
"En México hay un dios bajo cada piedra -dijo-, un dios
para la lluvia, otro para la fertilidad, otro para la muerte. Contamos con un
dios para cada cosa y no con uno solo que de tan ocupado puede
equivocarse". Hizo mención a una de sus maestras literarias e
intelectuales, Sor Juana de la Cruz ("la única batalla que vale la pena es
la del conocimiento"), y a su descubrimiento del cielo en una noche de
eclipse. Y habló de Dante, que, a diferencia de Sor Juana, que estuvo sola,
tuvo la mano de Virgilio para bajar al infierno. Sor Juana fue una de las
muchas mujeres que aparecieron en su discurso, en el que también hubo lugar
para el recuerdo de las jóvenes que sufren a diario los feminicidios de Ciudad
Juárez: "Todavía hoy se mercan las tripas femeninas", aseguró, tras
nombrar el último doble crimen, atroz, del pasado 13 de abril".
"Mi familia siempre fue de pasajeros en tren",
dijo, hablando de ella y de su hermana, de su errabunda infancia de niñas
francesas con apellido polaco: "Pero desde que llegamos a México, vivimos
transfiguradas". La Poniatowska evocó su formación, su infancia, su
llegada a México: "Recuerdo mi asombro cuando oí por primera vez la
palabra gracias, cuyo sonido me pareció más profundo que el del merci
francés". Repasó también la peripecia de todos aquellos que, teniendo
opciones mejores, prefirieron vivir en México, como Leonora Carrington o
Octavio Paz, y a aquellos compatriotas que la precedieron en la obtención del
Cervantes, entre los que se encuentra, también, el autor de El laberinto de la
soledad: "Sé que ahora todos ellos me acompañan, curiosos por lo que voy a
decir, sobre todo Octavio Paz", dijo.
Habló mucho, durante gran parte de su discurso, de los pobres,
de los marginados, de quienes han surtido de historias a una periodista
inacabable: "Niños, mujeres, ancianos, presos, dolientes y estudiantes
caminan al lado de esta reportera que busca, como lo pedía María Zambrano,
"ir más allá de la propia vida, estar en las otras vidas."
Para terminar, la autora de La noche de Tlatelolco citó a
Frida Kahlo, otro de los íconos mexicanos, que "dijo alguna vez:
"Espero alegre la salida y espero no volver jamás". A diferencia de
ella -concluyó Poniatowska-, espero volver, volver, volver y ese es el sentido
que he querido darle a mis 82 años. Pretendo subir al cielo y regresar con
Cervantes de la mano para ayudarlo a repartir, como un escudero femenino,
premios a los jóvenes que como yo hoy, 23 de abril de 2014, día internacional
del libro, lleguen a Alcalá de Henares".