Por Luis Mattini (*)
Si Ud. lo soporta, le aconsejo que vaya a ver un psicoanalista.
Si Ud. la explica como una muestra de ausencia del estado, lo invito a pensar.
La escena de un joven “normal”, alfabetizado, probablemente
graduado o por graduarse, evidentemente hijo de buena familia, hasta
ligeramente fachero, pateando con saña
la cabeza de un joven delincuente tirado en el piso y sujetado por otros buenos
vecinos, no es posible de soportar.
Si Ud. lo soporta, le aconsejo que vaya a ver un
psicoanalista.
Si Ud. la explica como una muestra de ausencia del estado,
lo invito a pensar.
Veamos. Una persona capaz de pegar patadas en la cabeza de
un caído es un torturador en potencia, por criminal que fuere ese caído. Eso no
es ni Ley del Talión, ni Ley de Lynch. Esa acción revela que si esa persona
pateando de esa forma no tortura más a menudo, es solo por falta de
oportunidad. Y eso no se explica ni por el Código de Hammurabi ni por ninguna
motivación de justicia, sino que hay que rastrearlo en el inconsciente de ese
chico de buena familia y de esos vecinos. Creo que Freud tiene la palabra en
este caso. Algo que se llama sadismo.
Pegar al caído es ya un acto de cobardía; pero pegarle
escudado en el anonimato de la muchedumbre, es llevar esa cobardía a la
infamia. A ello podemos agregar que usar los pies, es decir “las patadas”,
conlleva una peculiar perversidad. Sospecho que el futbol tiene algo que ver es
eso. Recordemos el caso de los hinchas que perdieron dos a cero y para
equilibrar mataron dos hinchas contrarios y comentaron “Nos hicieron dos goles,
pero nosotros le matamos dos tipos”. El boxeo, por ejemplo, es uno de los
deportes más bárbaros, sin embargo deja en los individuos que lo practican, un
código ético notable: prohibidos los golpes bajos. Incluso el boxeador
profesional tiene jurídicamente prohibido usar su puño en pelea callejera.
Claro que hay que diferenciar en el caso de actitud
defensiva: allí no hay “leyes” , cada uno se defiende como puede, a patadas,
mordiscones o arañazos. Pero la misma persona en actitud ofensiva, o sea
atacando, tiene su ética, porque la ética es la fidelidad al deseo, al ser. Si
no la tiene, pues, no es persona, es un simple ser vivo.
Respecto a los criterios jurídicos, recordemos que la ley de
Talión –en tiempos del Código de Hammurabi- se sintetiza en la expresión: ojo
por ojo diente por diente, y fue un primitivo sentido de justicia que consistía
en hacerle al criminal el mismo daño que él había hecho a su víctima. En cambio
La Ley de Lynch, no en vano proveniente de un puritano ya que dicho Juez, el
señor Charles Lynch era cuáquero entre los independentistas norteamericanos,
consiste en la ejecución sumaria del presunto criminal. Era agarrado por la
masa de ciudadanos y colgado sin juicio. La masa era instrumento de la justicia
divina.
Ambas costumbres bárbaras, pero en ningún caso la víctima
era golpeada con saña vengativa por sus ejecutores. La violencia era la
necesaria para sujetarlo y llevarlo a la horca y no un insano deseo de hacer
sufrir.
Desde luego, frente a estos desgraciados hechos, las
opiniones sensatas lo atribuyeron a la ausencia del Estado, lo cual es una
verdad de Perogrullo, pero en todo caso una amarga y discutible verdad: desde ese punto de
vista, lo que queda al desnudo es que si no existiera el control estatal, el
sistema penal, las bestias que duermen entre esos buenos vecinos saldrían a la
luz. Repito: ese muchacho (y los demás, claro está) que se ve pateando la
cabeza del delincuente, es un cobarde oportunista, un potencial torturador y
está entre nosotros. No produce daño precisamente porque tiene mucho miedo a
las consecuencias penales…
La ocasión es propicia para destacar que una cosa es tener miedo
y otra es ser cobarde. El miedo es intrínseco a los seres vivos. Huir ante de
la pavura, hermana del helado terror, es un acto natural. Vencer al miedo es la
conducta loable en un ser humano y remeda la acción de cobardía. Digamos que ante una situación
de extremo pánico, el más pintado puede tener un momento de cobardía. Pero de
eso se trata precisamente, jugando con los verbos castellanos, digamos que se
puede “estar” cobarde. En cambio el que se escuda en la multitud pateando al
caído “es” un cobarde y no tiene remedio.
Por eso, mas allá de la discutible ausencia del estado, creo
que hay que hablar de una falencia social, la tendencia en la población en
general, a explicar y justificar la cobardía de pegarle al caído escudado en el
anonimato, por la ausencia de la seguridad que debe brindar el estado, conserva
y cría monstruos infinitamente más peligrosos que los delincuentes. Esos tipos,
perfectamente alfabetizados y, como dije, hasta graduados, capaces de pegarle
con saña al caído, fueron los camisas pardas de Hitler. A ello debe agregarse
la acción oportunista de los políticos que aprovechan para sumar para su lado y
el nefasto trabajo del periodismo que en estos casos, saca sus facetas más
amarillas solo con el afán de vender.
La lección es muy profunda y con una más profunda lesión: lo
sensato sería no desaprovechar esta dolorosa situación para generar un gran
debate acerca del mundo que pretendemos heredarle a nuestros hijos.
Una vez más la barbarie se presenta dentro de la
civilización porque los bárbaros no vienen de las germanias o de las Pampas y
no están a las puertas de Roma ni de Buenos Aires. Los bárbaros están entre
nosotros. Preguntémonos qué somos nosotros.+ (PE)
(*) Fue docente en la
Cátedra libre “Che Guevara” de la UBA. Actualmente participa de la actividad de
los grupos autónomos y es coordinador de la Cátedra libre “Che Guevara” en la
Universidad Nacional de La Pampa. Autor de varios libros, entre ellos: La política
como subversión; y en colaboración con otros autores: Che, el argentino; Los
espejos rotos; Contrapoder - Una introducción;
y numerosos artículos en revistas y páginas web
(ECUPRES – 050413)