QUERIDA ELSA es el título de un artículo escrito por Celso
Lunghi en la edición del suplemento Las Doce del 31 de mayo de 2013, para
evocar a la escritora Elsa Bornemann. Al cumplirse otro año de su
fallecimiento, reproducimos ese texto tan sentido.
Por Celso Lunghi
Me enteré por Facebook. Uno de mis contactos publicó la
noticia y, enseguida, casi por inercia, agarré los tres libros suyos que ocupan
un lugar privilegiado en mi biblioteca –Socorro (1988), Queridos monstruos
(1991) y Socorro Diez (1994)–, les saqué una foto y la subí. Fue lo primero que
atiné a hacer, todavía atontado, incrédulo: reconocer su influencia, destacar
la huella que en mi infancia, de una vez y para siempre, se encargó de estampar
en mí.
Prácticamente con la misma velocidad, se empezaron a reproducir
los “Me gusta”. Durante el resto de la tarde, sus “amorcitos” nos abocamos a la
tarea de compartir su imagen y las de sus tapas. El tono general era de
agradecimiento y las palabras para despedirla parecían calcadas: “Se llevó un
pedazo de mí”, “una escritora que no subestimó a sus lectores”, “murió algo más
que una persona”, “gracias por esos cagazos memorables”. Pero la que más se
repetía era esta frase: “Hay un cuento de ella que me marcó, que me quedó
grabado”. Quizás ése sea el mayor elogio que le podamos a hacer a Elsa
Bornemann (1952-2013): fue una autora que, en un momento en el que todavía no
éramos capaces de dimensionarlo, cambió de raíz la manera en la que varias
generaciones entendíamos la literatura.
Argumentos sólidos, una sintaxis exquisita y un manejo
envidiable del lenguaje y de sus distintos registros se conjugan en sus
ficciones para crear un combo que a cualquier amante de la lectura (tenga la
edad que tenga) le resulta irresistible. Creo que la literatura infantil es el
único género en el que, frente al avance de la tecnología (que no celebro ni
condeno), el libro cobra valor como objeto. Por eso, arriesgo, en los tiempos
que corren portar un libro equivale, simbólicamente, a volver a la escuela al
menos por un rato, una utopía que se escucha en la voz de los narradores de
Bornemann. Y por eso en esta despedida escribo como un adulto capaz de un
recorrido crítico este artículo dictado por la voz de un niño.
PRIMER CORTE: UN ELEFANTE OCUPA MUCHO ESPACIO (1975)
Siempre me llamó la atención que los milicos hubieran
reparado en un título así. Es probable que alguna madre desprevenida lo haya
comprado y, alertada por el primer texto, el único de contenido explícito (un
elefante que, escoltado por un loro, cuya misión es la difusión, ayuda a
entender a sus compañeros del circo que están siendo explotados por los
hombres), se haya impuesto la necesidad de propagar la información. Vaya a
saber. Son intrincados los mecanismos de la censura, incluso capaces de captar
la sutileza con la que Bornemann trabajó las demás historias de Un elefante...
a partir de ese inicio que establece una pauta, una apuesta inaugural fuerte,
rotunda, sin vueltas, que determina el ritmo y el sentido de las que vendrán a
continuación.
Los quince cuentos de Un elefante ocupa mucho espacio
presentan situaciones atípicas, que se alejan de lo establecido, de lo
aceptado, pero que, a diferencia de lo que pasa en otras antologías de
Bornemann, como Disparatario (1997), no son tomadas en broma, para generar un
efecto lúdico, sino todo lo contrario: se configuran como verdaderas
alternativas. “Una trenza tan larga...”, por ejemplo (que, en 2009, se reeditó
separado), narra las aventuras de una nena, Margarita, que no accede a que le
corten el pelo y que, por lo tanto, obliga a sus padres, hermanas y amigos a
que inventen soluciones para que no deba acercarse a la tijera. “Sobre la
falda”, en la misma línea, describe a la familia Lande, la cual se caracteriza
por el hecho de que sus miembros se sientan, invariablemente, uno encima del
otro. Y, aunque al final se aclara que, un día, de casualidad, los Lande
descubrieron que ocupar asientos individuales era el doble de cómodo, el
narrador nos confía que, en la intimidad, siguen recurriendo a su antigua
práctica.
Sin embargo, la historia paradigmática al respecto es la
tercera, “Caso Gaspar”, en la que un niño es interrogado con violencia por la
Policía debido a que ha tomado la decisión de caminar con las manos. “¿Qué
oculta en sus guantes? ¡Confiese! ¡Hable!”, le gritan los efectivos ante su
estupor, ya que Gaspar, según dice, no sabía que estuviera prohibido
desplazarse a través de otro medio que no fueran los pies.
El libro, se desprende de lo anterior, expone un clima de
época y, por sobre todas las cosas, se propone articular una vía de escape. De
cara al autoritarismo, los personajes de Un elefante ocupa mucho espacio se las
ingenian para, en términos infantiles, salirse con la suya, para no renunciar a
sus ocurrencias. “Pero que Víctor, un elefante de circo, se decidió una vez a
pensar en elefante, esto es, a tener una idea tan enorme como su cuerpo...
ah... eso algunos no lo saben y por eso se los cuento”, sostiene, de entrada,
el narrador de la historia y dicha premisa, la de tener grandes ideas, ideas
diferentes, alocadas, de ahí en adelante, es tomada al pie de la letra.
A pesar de que hay paradigmas de resistencia individual
(“Potranca negra”, “Niebla voladora”), en Un elefante ocupa mucho espacio
prevalece la resistencia colectiva: en “Cuando fallan los espejos” una chiquita
y su tío acomodan los reflejos; en “El Pasaje de la Oca” los vecinos de una
plaza, ante la amenaza del desalojo, la levantan y la desplazan; en “Donde se
cuentan las fechorías de Comesol” un grupo de gatos toma conciencia de su
superioridad numérica y, en consecuencia, de su poder y luchan contra uno que
pretendía robarse el sol y, por último, en “Cuento con caricia” (no casualmente
el que cierra el volumen) los animales se abocan a propagar amor. Contundentes
mensajes.
En síntesis, el libro define un tema nodal de la obra de
Bornemann, la importancia de desarrollar la imaginación (los remito, de lo
contrario, a “Pablo”), a la que se identifica en los términos de un instrumento
de lucha y, a la vez, crea las condiciones, desde un espacio marginal como era
por aquellos años la literatura infantil, para que la ficción en Argentina, ya
fuera de un modo directo, como el cuento que lo encabeza (al igual que en El
beso de la mujer araña, 1976, de Manuel Puig), o elíptico, como en los
restantes (mérito que, en general, se le reconoce a Respiración artificial,
1980, de Ricardo Piglia), empezara a posicionarse y a convertirse en testimonio
de lo que se estaba viviendo. Y de lo que se estaba por venir.
Sus ecos, excelentemente articulados, resuenan, sin alejarnos
demasiado, en Prohibido el elefante (1988), de Gustavo Roldán (1935-2012).
SEGUNDO CORTE: SOCORRO DIEZ (1994)
Por supuesto que los motivos que conducen a la elección de
una u otra pieza de la trilogía que este volumen compone junto a Queridos monstruos
y Socorro (tres clásicos) resultan arbitrarios. Mi elección se justifica, lisa
y llanamente, en la contundencia de dos de sus relatos: el que le da nombre y
“Tatuajes”.
Socorro Diez fue el tercero en aparecer y es en el que mayor
cantidad de recursos encontramos: narración en presente, empleo de anagramas,
diarios íntimos, historias que debe completar el lector, entrevistas e informes
periodísticos, confesiones. A diferencia de Socorro, en el que hay tramas igual
de atrapantes (o incluso más) pero siempre enmarcadas en un modelo tradicional,
en esta antología cada relato impone un verdadero desafío de lectura. Salir de
un cuento e ingresar al próximo supone, entonces, errar por dimensiones
paralelas y asimétricas.
El género de terror es el que nos enfrenta a nosotros
mismos, a nuestros miedos más íntimos e inconfesables. Mientras que el
policial, en especial el duro, ofrece una radiografía de la sociedad en que se
vive, el terror se especializa en sacar a la superficie demonios personales y,
por extensión, dolorosos. “El escritor de terror –postula Stephen King, que
algo sabe del tema, en su ensayo Danza macabra (1981)– es un garante de la
norma”, o sea que el escritor de terror es alguien que se empecina en
recordarnos que hay límites que no se pueden cruzar, que hay puertas que deben
permanecer cerradas. Estos dos ingredientes son los que nutren a un género
acerca del cual se ha teorizado poco y nada. El escritor de terror, entonces,
es alguien que mete el dedo en la llaga pero que debe evitar a toda costa caer
en la moralina. Doble riesgo. Y, si nos movemos hacia el territorio de la
literatura infantil, el peligro se triplica. ¿Cómo asustar, cómo lograr un
efecto, sin desembocar en el adoctrinamiento, en la parálisis a la que el miedo
nos conduce? En los cuentos que cito al principio hay claves para despejar este
interrogante.
“Socorro Diez” nos cuenta la historia de una niña, Socorro,
que sólo distingue esqueletos. Ergo, los parámetros de normalidad, para ella,
no están dados ni por la piel ni por la carne, ya que está acostumbrada a
interactuar con huesos. Operación mediante, Socorro accede a un mundo que le
estaba vedado y, en ese punto, se desencadena la tragedia: la niña identifica a
las voces que la rodean pero no a los cuerpos y la internan en un psiquiátrico.
Como cualquier pieza del género que se digne de tal, “Socorro Diez” es
desesperanzadora: nos reta a duelo con una fuerza superior, con algo que no
podemos comprender, que habita en otro plano y que, en consecuencia, jamás
podrá ser derrotado.
“Tatuajes” responde a una lógica idéntica. Kabul, el joven
continuador de un anciano tatuador oriental, víctima de la fiebre de consumismo
que ha despertado su arte, se compromete a liquidar un diseño que el otro ha
dejado inconcluso y, conforme el dibujo de un enorme pulpo va tomando forma,
comprende que no debería haberse dejado llevar por su ambición. Pequeña y
sostenida reflexión acerca de la banalidad de la moda, “Tatuajes” también
desemboca en la tragedia: Kabul es atacado salvajemente por su creación y, a
raíz del escepticismo de quienes lo rodean, pierde la razón.
El terror de Elsa Bornemann escapa a las moralejas al abolir
cualquier posibilidad de salvación. Las venganzas que se traman en sus cuentos
apuntan a restablecer un orden. Las conductas inaceptables o erradas
corresponden al plano de los vivos, de la injusticia, de los crímenes sin
castigo, resquicios de los que, en su dimensión redentora, emerge lo sobrenatural.
Mejor dicho: Bornemann explota la quintaesencia del terror (su carácter
pesimista) y, así, consigue arrancarle la etiqueta de advertencia.
Una última observación: salvo contadas excepciones –Las
fuerzas extrañas (1906), de Leopoldo Lugones; Cuentos de amor, de locura y de
muerte (1917), de Horacio Quiroga; El mal menor (1995), de C. E. Feiling, y Los
peligros de fumar en la cama (2009), de Mariana Enriquez–, las letras
argentinas decimonónicas no han sido pródigas en el cultivo del género, razón
por la cual los amantes del terror nos hemos refugiado, muy a menudo, en la
literatura infantil. En ese contexto, la trilogía Socorro, Queridos monstruos y
Socorro Diez sobresale con brillo propio. Una abuela siniestra que reencarna en
los electrodomésticos, manos fantasmales que se aferran a las de un grupo de
criaturas, cuadros que cobran vida, pies que se desprenden para salir a matar,
una lobizona que rompe la tranquilidad de un barrio privado y milenarios
espíritus marinos que se valen de plomeros para alimentarse son escasas y
escuetas muestras de su singularidad y de las novedades que nos regaló.
TERCER CORTE: EL ESPEJO DISTRAíDO (1971)
Poesía. El género con el que se dio a conocer. Y fue dentro
de un libro de poemas, además, donde puso de manifiesto de la manera más
acabada cuál era su finalidad como escritora: “Porque aunque muchísimos poetas
escribieron y escriben bellas composiciones amorosas que casi todos los amantes
del mundo copian para regalar a su amor –dice en El libro de los chicos
enamorados (1976)–, faltaban los creados especialmente para los chicos,
inspirados en sus emociones, en sus actitudes, en sus juegos y palabritas. Aquí
están”. Este párrafo resume a la perfección el espíritu de la obra de
Bornemann: otorgarle a la literatura infantil el status que se merece, superar
la dicotomía alta/baja cultura (muy en boga en el momento en el que ella
empezó) y poner, en definitiva, a los chicos en un plano de igualdad con los
adultos, equipararlos, producir para ellos sin resignar un ápice de originalidad
ni de esfuerzo.
En este sentido, cabe preguntarse: ¿en qué se diferencian
los poemas de sus cuentos? Básicamente, en que los poemas se focalizan en la
comicidad. El yo lírico suele recrear experiencias insólitas, disparatadas, que
desconciertan y entretienen al lector. Repasemos algunas: “Una noticia triste/
ha salido en el diario:/ ¡EL VIENTO SE HA PERDIDO!/ ¡QUE SALGAN A BUSCARLO!”,
“En la repisita/ de mi pieza tengo/ con su muletita,/ un grillito rengo”, “Mis
canillas no siguen la moda/ no dan agua lo mismo que todas”, “¿Creen si les
digo/ que al doblar la esquina/ me encontré conmigo?”, “Una elefanta gris y
bien gordita/ soñó que era una débil abejita/ y cuando despertó/ tanto se
confundió/ que fue al campo a libar las margaritas”, “Sucedió esta aventura/ en
el reino de costura”, “Una vaca, en Yapeyú,/ no quería decir mu”, “La antena de
mi terraza/ anteayer se fue de casa”, “Los relojes de mi casa, cierta vez,/ se
volvieron todos locos a las tres”.
No obstante, las tensiones y preocupaciones que recorren su
prosa también afloran, aunque en un segundo plano, en sus libros de poemas. En
El espejo distraído, por ejemplo, un tablero de ajedrez sirve para presentar un
auténtico friso social, un escenario –igual que en Un elefante ocupa mucho
espacio– de explotadores y explotados, en el que se tiende a la unificación:
“Así es como, entonces, todos/ en el Reino de Ajedrez/ trabajan –de uno y mil
modos–/ con un sueldo a fin de mes”. Y en “Las manchas de humedad” celebra la
capacidad de inventiva: su pequeña narradora se compadece de quienes ven simple
suciedad mientras que a ella las aureolas de la pared le revelan un mundo.
“Contrafábula de la cigarra y las hormigas” se orienta en la misma dirección:
frente a la tradicional enseñanza de supeditar la diversión al trabajo (de
vuelta, Bornemann le escapa a la moralina, la transgrede), el poema se encarga
de elogiar a la cigarra por desarrollar una labor artística, contra la
uniformidad de las hormigas. Y “En la palabra zoológico”, por último, se
desprende un animal de cada letra que la compone y, a modo de advertencia, al
final, se satiriza: “Debiera estar enjaulada./ ¡Es palabra peligrosa!/ La gente
no nota nada.../ La deja suelta... ¡Qué cosa!”.
Poemas de estructura fija, con rima, para pintar un universo
mágico, colorido, capaz de arrancar carcajadas, de convertir a quienes leen en
cómplices de otra manera de mirar el mundo.
A MODO DE DESPEDIDA: LA MUERTE NO ES UN ADIOS
El epílogo de sus libros era una invitación. Una propuesta.
Elsa nos facilitaba una casilla de correo (en esa época, todavía no se había
popularizado el mail) para que compartiéramos nuestras experiencias con ella.
Hasta en eso fue una vanguardista: se acercó a sus lectores, nos brindó ese
privilegio. Y, aunque yo nunca me animé a escribirle, la posibilidad estaba
cerca, al alcance de mi mano.
Me reencontré con sus libros en distintas etapas de mi vida.
La última fue el año pasado, cuando daba clases particulares y un alumno trajo
un cuento suyo para que analizáramos. La verdad es que no lo recordaba y,
mientras lo leíamos, Elsa volvió a despertar en mí infinidad de emociones.
Porque sus textos tienen esa particularidad: no te dejan indiferente.
El cuento narraba la historia de dos chiquitos a los que
separaba la bomba de Hiroshima. El nene recurría a una antigua leyenda para
salvar a la nena. No lo conseguía y, aun de grande, la fuerza de aquella pasión
lo perseguía. Era la historia de un amor trunco. De la persistencia del amor,
mejor dicho.
La otra tarde, en Facebook, la tarde del 24 de mayo, uno de
mis contactos se hizo eco de aquella historia y yo, para finalizar, me atrevo a
hacerme eco de sus palabras.
Querida Elsa: ésta es la carta que nunca me animé a
escribirte. Es sólo para transmitirte que Socorro me encantó, que me pareció
genial. Cada vez que nos juntamos con mis amigos lo leemos y se nos ponen los
pelos de punta. Bueno, espero que, donde estés, recibas mi mensaje. Lo único
que lamento y que lamentamos todos tus lectores es no haber sido capaces de
fabricar aquellas mil grullas que te hubieran salvado.