El 20 de mayo de 1944 nacía Alejandro Dolina, reconocido
escritor, músico, poeta y conductor radial. Dolina nació en Morse, cerca de
Baigorrita en Buenos Aires, y pasó su primera infancia en la
localidad bonaerense de Caseros. Siempre fue aficionado al tango, a
la filosofía y la literatura.
En los 70 escribió en Satiricón y en 1978 comenzó a escribir
para Revista Humor historias que luego conformarían las Crónicas del Ángel
Gris. En abril de 1985, en Radio El Mundo, condujo "Demasiado tarde para
lágrimas", un programa que se transformó en un culto con miles de
adoradores y que fue mutando su nombre hasta transformarse en “La venganza será
terrible”, programa que en la actualidad sigue siendo uno de los más
reconocidos.
Como escritor, luego de Crónicas del Ángel Gris (1987), su
libro más exitoso hasta el momento, publicó El libro del Fantasma (1999), Bar
del Infierno (2005) (colecciones de cuentos) y su primera novela, Cartas
marcadas (2012). Su paso por la Televisión estuvo marcado por dos programas de
corta duración en la TV Pública: La barra de Dolina (1990) y Bar del Infierno
(2003).
ENTREVISTA A ALEJANDRO DOLINA
Cuando salís del país y tenés que completar papeles, ¿qué
profesión ponés?
Yo pongo “empleado”. Es un detalle que las personas de buen
gusto deben tener. ¿Qué voy a poner: comunicador social, escritor argentino,
escritor popular? Yo siento esa tentación a la petulancia cuando tengo que
completar un papel: “Profesión: conductor de masas”. (Risas)
Pero sí me siento escritor, porque me adiestro para hacerlo.
Desde chico me preparé para ser eso más que para cualquier otra cosa. También
me preparé para la música, pero lo hice mucho mejor para escribir. ¿Cómo se
prepara uno para escribir? Leyendo. Y aprendiendo algunas destrezas que pueden
ser trasmitidas bajo la forma de preceptos. Y aún hoy lo sigo haciendo.
¿Cómo definirías a tu literatura?
Mi literatura se nutre de mis lecturas y particularmente de
aquéllas que han sido casi obsesivas. Las puedo citar con nombre y apellido,
pero también con temas. Las cosas que yo escribo siempre están relacionadas con
el amor y la muerte, y últimamente también con la perplejidad de que al
universo no le importa mucho todo esto. Esa indiferencia estelar produce, entre
otras cosas, que no sea muy distinto ser una persona que otra. La desesperación
de saber que somos sustituibles forma parte de mis temas obsesivos.
Los nombres que me han llevado de la mano son: Dante
(Alighieri) y (Jorge Luis) Borges y (Miguel de) Unamuno y los rusos y acaso
(Gilbert Keith) Chesterton. Y últimamente, ciertos ensayistas que han examinado
las formas del discurso y de la escritura, como (Michel) Foucault y Roland
Barthes.
Esta mirada crítica sobre lo que uno mismo escribe también
aparece en las cosas que yo mismo humildemente escribo. Las cosas están
contadas de un modo tal que el lector sospeche que quien está contándolas no conoce
muy bien cómo fueron, que pudo ser engañado o haber tenido una percepción
errónea.
El paso del tiempo también es un tema recurrente en tu obra…
Desde luego. Hasta diría que es el tema principal, porque la
muerte y el amor son hijos del tiempo. Y el carácter sustitutivo de la
existencia también obedece al tiempo. Después de todo, nos vamos sustituyendo a
nosotros mismos: estos que somos hoy pues no se parecen mucho a los que éramos
hace algunos años.
El carácter irreversible del tiempo… esta dramática
revelación de la ciencia a través del principio de termodinámica conforme al
cual el tiempo es absolutamente irreversible y que no hay máquina del tiempo ni
esperanza ninguna para los que pretendemos evitar la muerte es un asunto.
Yo quisiera no morirme, pero bueno... En tal caso, el único
consuelo posible es morirse con despacho en disidencia. Existiendo la muerte,
mal puede uno existir sin angustia.
¿Cómo se hace para construir arte en esa coyuntura trágica?
Justamente es este contexto el que impulsa a la construcción
del arte. Porque el arte, especialmente la poesía, es un dictamen, una opinión,
a veces un grito desesperado sobre la condición humana; y la condición humana
es trágica.
El arte y el amor son una resistencia a esa tragedia; pero,
al mismo tiempo, la tragedia se hace más patente.
Acaso sería mejor preocuparse por comprarse una camioneta
4x4. Es decir, aparecen preocupaciones, pero no son el principio de
termodinámica; son preocupaciones posibles de superar. El burgués desea progresar
y ve que ese progreso es posible, y en esa preocupación se lleva la vida, y no
se da cuenta de que le está pasando algo terrible, que la tragedia del hombre
es otra y no no poder comprarse una camioneta. En cambio, el que tiene el
sentimiento trágico de la vida -como diría Unamuno- por más camionetas que
consiga está cierto de su finitud, de su papel absurdo en una tragedia mal
escrita, y sufre continuamente por eso y sabe que la resistencia no sirve para
nada, más que para sufrir todavía más.
De todos modos, en mi modestísima literatura no hay una
nostalgia deliberada y puntual; todos llevamos una mera nostalgia, pero que no
es la nostalgia de una pizzería que han demolido, sino que es más profunda y
terrible: la de saber que no somos dueños del tiempo, que la muerte es
irreversible y que lo que perdimos no lo hemos de recuperar… El arte es el hijo
de la falta, del “no tener”. La gran poesía aparece siempre cuando algo falta,
cuando se ha perdido un amor, un afecto, una causa, una sed de justicia, la juventud,
la fortuna.
El humor es un dato de sal, que tiene un valor más formal
que profundo, para evitar cargar las tintas, para que todo no sea tan evidente.
En algún caso, como el mío, sirve para disimular ciertas incompetencias.
Yo a veces siento que lo que escribo se parece al melodrama, que es demasiado
macarrónico, entonces -para evitarlo- está el humor.
El humor sirve para sentar una ráfaga de cinismo. El cinismo
es quizá rastrear el desatino, y en ese sentido me gusta, ya que ventila las
demasiadas seguridades del escritor. Aquél que está demasiado seguro,
pontificando, y está poniendo en sus personajes frases de una filosofía
demasiado expuesta y pétrea hace bien cada tanto en ventilarlas con cinismo.
Para eso sirve el humor, el humor es sal, por eso hay que
usarlo poco, pero hay que usarlo. Yo no podría escribir sin humor, pero tampoco
podría escribir libros destinados únicamente a hacer sonreír.
¿Te analizaste alguna vez?
Sí, lo hice algunas veces en mi vida, pero entre todas ellas
no suman un año.
No sé si creo en el psicoanálisis y tal vez por eso no me
analicé de una manera consistente y continuada. En ese sentido, me encuentro
cercano a la concepción de Karl Popper, un gran epistemólogo. Él sostenía que
lo que no es verificable no es ciencia. La astrología no es ciencia porque no
es posible establecer una relación causa-efecto entre la borra del café y la
salida de un número en la quiniela. Popper decía que con el psicoanálisis
pasaba lo mismo. Y yo no puedo más que sospechar lo mismo. Entonces, voy a mis
sesiones de análisis con la misma falta de fe con la que voy a las brujas.
Respeto el psicoanálisis, pero no sé si es ciencia; a lo
mejor es arte, es un sistema de rimas, alegorías y metáforas que sirve para
leer el arte, para disfrutarlo, para interpretarlo, pero no para curar la
ansiedad. (Risas)