Por Miquel Bassolls*
Dicen que Scarlett Johansonn se arrepentirá toda su vida del
día en que se le ocurrió hacerse aquella selfie enviada por teléfono a su
pareja. Su móvil fue hackeado para pillarle una imagen que seguirá dando
vueltas en el mundo virtual por los siglos de los siglos. Por otra parte, a
Demi Moore le chiflaba lanzar por Twitter las imágenes más íntimas de la vida
cotidiana con su pareja para goce y disfrute de todos sus fans y curiosos
varios.
Scarlett, celosa de su intimidad. Demi, justo en el otro
extremo, exhibiéndola para provocar celos en la intimidad de los otros. Tal
vez, pero son tan distintas en realidad estas dos posiciones? La misma
expresión "celosa de su intimidad", nos indica ya el terreno
pantanoso en el que nos movemos si oponemos tan simplemente el derecho de
Scarlett a preservar su vida privada y el público exhibicionismo de Demi.
Porque cómo podría uno estar celoso de su propia intimidad? Mantenemos con
ella una relación paradójica, queremos preservarla de la transparencia ante la
mirada de los otros y a la vez no sabemos qué es lo que nos esconde ante
nuestra propia mirada.
A no ser que en esta intimidad tan íntima se aloje
finalmente una alteridad, la presencia callada de un Otro que ignoro más que a
mí mismo --y de ahí que lo escribamos con mayúsculas--, un Otro del que será
mejor entonces recelar y sospechar. San Agustín, citado por Lacan, lo dijo
primero y mejor que nadie: interior íntimo mío, más interior que lo más íntimo
mío, allí donde habita la verdad. Desde la perspectiva del inconsciente que se
pone en acto donde el sujeto menos lo esperaba, se trata siempre de la oscura
transparencia que se agita en la intimidad de cada uno. Creemos saber lo que
escondemos en la intimidad, pero en realidad ignoramos qué deseo anida en ella.
Démosle pues otra vuelta al asunto: hay algo del
exhibicionismo de Demi en el desliz de Scarlett, y hay también algo de la
celosa Scarlett en la ostentación de Demi. En el juego de espejos y miradas,
hay siempre algo que se hurta, algo que se encubre cuanto más se muestra y algo
que se esconde precisamente cuanto más se exhibe. Se trata en este juego del
tupido velo puesto sobre una verdad de la que no queremos saber nada. Hasta que
un lapsus, un acto fallido, un pequeño desliz la hace aparecer donde menos se
la esperaba. Cuántas infidelidades descubiertas por unwhatsapp no borrado a
tiempo! Cuántos fatídicos contratiempos al enviar un mensaje a la dirección
que no tocaba o al pasar al acto en el momento más inoportuno! La tragicomedia
de Dominique StraussKahn fue un sonado ejemplo, pero
tampoco François Hollande se ha encontrado tan a salvo de lo inesperado. Dicho
de otra manera, mi inconsciente es mi propio y más celoso hacker, el que me
hará saber de qué pie cojeo en el camino, más bien tortuoso, de mi relación
íntima con el goce y con la verdad que ignoraba.
En el debate actual que se mueve entre el ideal democrático
de absoluta trasparencia y el derecho irreductible a la privacidad, algo se
ganaría si tuviéramos en cuenta esta variable, tan constante, del inconsciente
que es mi propio secreto. Es tan secreto que, como se ha dicho del secreto de
los egipcios, llegó a ser secreto para ellos mismos. En este punto, nadie está
a salvo.
Los especialistas en protección de datos nos avisan por
ejemplo que llevamos una bomba de relojería en el bolsillo. Nuestros teléfonos
móviles guardan tal cantidad de información privada, sobre todo la que nosotros
mismos ya hemos olvidado, que cualquiera puede ser descubierto en su más
querida intimidad sin poder defenderse del Gran Hermano. Y entendemos entonces
que ya no hay posible refugio seguro. Nos pasamos el día resguardándonos en un
laberinto de códigos, contraseñas, pins y passwords para terminar constatando
lo inevitable: "por razones de seguridad, no hay seguridad",
ironizaba El Roto. Aquel temido Gran Hermano está hoy en cada uno de nosotros.
Freud lo llamó Superyó.
Si la celosa intimidad es hoy moneda de cambio ofrecida al
goce del Otro, es porque la mirada global ha bajado de los cielos para venir a
encarnarse en la nueva religión privada de cada uno, más banal y terrena que
las religiones colectivas, pero no menos insidiosa. En realidad, adoramos
nuestra intimidad sin saber qué nos está diciendo con su opaca transparencia.
Porque la verdad que nos esconde no es del orden de la mirada, no es del orden
del espectáculo visual sino del orden de la palabra, de la palabra dicha y
escuchada, de la palabra callada y descifrada. Las verdades que más nos
importan vienen siempre a medio decir, escribía Baltasar Gracián.
En esta experiencia de la verdad más íntima, el
psicoanalista no deja de sorprenderse en su práctica cotidiana. De buenas a
primeras, en el primer encuentro con una persona que no lo conocía en absoluto
hacía tan sólo unos minutos, escucha el secreto que había sido guardado tanto
tiempo sin necesidad de contraseña alguna. Y un poco después, hasta el secreto
egipcio que se había estado escondiendo a sí misma.
La verdadera intimidad habita en las palabras que hilvanan
nuestras vidas, en su escondido sentido que no hemos llegado todavía a
descifrar y que espera nuestra lectura. Tomen una palabra que haya marcado sus
vidas, que los haya atravesado de forma irreversible, escuchen y persigan las
infinitas resonancias que la envuelven hasta intentar llegar a su hueso, a su
sinsentido más radical. Escucharán entonces lo que esconde su celosa intimidad,
con su oscura transparencia.
Y qué no llegarían a escuchar así de sí mismas Scarlett la
celosa y Demi la exhibicionista!
*Presidente Asociación
Mundial de Psicoanálisis. Publicado en su Blog Desescrits y en Suplemento
Cultura de La Vanguardia el 14/05/14.