Veinte años después del entierro anónimo, las manos expertas del Equipo Argentino de Antropología Forense recuperaron y le devolvieron la identidad al poeta Tilo Wenner. Aquí la crónica que escribió Marta Dillon en Página 12.
Federico acuna a su hermano en brazos. Acuna lo que dejaron
de su hermano 33 años de ausencia, la misma cantidad de impunidad, dos disparos
de marca indeleble y el temor del asesino en el negro carbón de los huesos.
Todo eso pesa 800 gramos. Menos que un niño recién nacido, menos que el pan que
se compra por día. Federico Wenner tiene 64 años, casi dos metros, unas manos
grandes como su pena y una ligera curva en la espalda. El mismo, dice, pesa 80
kilos. El, hermano menor de Tilo Wenner; ese nombre que se anota en la urna y
que intenta reparar en ese acto la brutalidad de haber ocultado los cuerpos de
los masacrados, de haberlos dejado a la intemperie del amor de los suyos y de
sus homenajes aunque no de la memoria; él pesa ahora cien veces más que eso que
queda de su hermano. Y sin embargo, estos pocos huesos son un hombre. Estos
pocos huesos son también la historia de un hombre, pueden decir con su ínfimo
peso, con su humana presencia que ese hombre, poeta, narrador, periodista,
imprentero, agricultor en su infancia, autodidacta siempre, ascensorista en la
juventud, espíritu libertario todavía ahora; ese hombre fue muerto antes de que
se cumplieran diez días de iniciada la dictadura militar argentina más
sangrienta de la historia. Que su cuerpo fue arrojado a 300 metros del río
Luján, sobre un camino isleño junto al de su amigo Gastón Roberto José
Goncalvez, que los dos, junto a otro compañero y otra compañera que aun esperan
recuperar su nombre, fueron cubiertos con neumáticos y carbonizados.
Encontrados más tarde por bomberos, enterrados después sin nombre en una fosa,
anotados con un número por la burocracia del cementerio de Escobar. Tapados con
tierra pero no con olvido.
Veinte años después del entierro anónimo, las manos expertas
del Equipo Argentino de Antropología Forense recuperaron esos cuatro cuerpos y
le devolvieron la identidad a uno de ellos: Gastón José Goncalvez, padre de
Gastón y de Manuel, que hasta ese mismo año había vivido sin saber que sus
padres habían sido asesinados y desaparecidos por la dictadura. Cuando Gastón
padre fue identificado, merced a un clavo quirúrgico en la pierna, Manuel
todavía se llamaba Claudio Novoa pero la historia empezaba a desplegarse frente
a sus ojos.
En aquel momento le tocó a Gastón hijo acunar la urna con
los restos de padre, llevarla marchando unas cuadras bajo la bandera de la
agrupación Hijos hasta su destino en el cementerio de Flores.
Federico Wenner no supo de aquella ceremonia. No supo
tampoco que la reconstrucción de la historia señalaba que uno de esos cuerpos
podía ser el de su hermano, el que había sido su contención y su ejemplo. Ese
tipo “especial, libertario, honesto, intelectual, el único entre los once
hermanos que fuimos”. Que a Tilo Wenner le faltara completo el brazo izquierdo
desde los once años no era un dato suficiente; el fuego había hecho estragos en
esos cuerpos aunque, curiosamente, habían sobrevivido los mocasines de Gastón
Goncalvez, un detalle que a su hijo mayor le había devuelto la humanidad que
los huesos por sí solos no llegaban a otorgarle.
Federico Wenner, entonces, padecía una profunda depresión
que lo había alejado de sus afectos y hasta de la vida. No podía entender, como
no puede entender todavía, que él haya sobrevivido y no su hermano Tilo,
secuestrado la misma madrugada del 24 de marzo por un grupo de policías al
mando de Luis Abelardo Patti, a quien los dos hermanos conocían de sobra, como
conocía y temía cualquiera en el pueblo de Escobar. “A Tilo lo fueron a buscar
un día antes del golpe, pero él, a pesar de que le faltaba el brazo, había
logrado escaparse por el fondo de la imprenta donde hacíamos el periódico El
Actual. Pero después volvió, pecó de ingenuo y hasta se presentó en la
comisaría junto con mi cuñada para ver cuál era el cargo en su contra. Le
dijeron que contra él no había nada, que se fuera tranquilo.” Tilo, fiel a su
espíritu, imprimió la edición semanal de El Actual con la denuncia del allanamiento
a la imprenta en la tapa y Federico lo distribuyó, como siempre, entre los 500
suscriptores de la zona. Fue la última edición. Horas después, el 26 de marzo,
la patota volvió y se llevó al periodista, al autor de 13 libros de poesía hoy
prácticamente inhallables aunque en algunas librerías especializadas los
originales se venden como piezas preciosas a costos que el autor nunca habría
imaginado: 3 mil dólares por un poemario.
“No habían pasado 20 minutos cuando mi cuñada, Eliana Naón,
fue a buscarlo a la comisaría, que quedaba a 30 metros de la imprenta. Le
dijeron que ya no estaba ahí, que lo había llevado Coordinación Federal. Años
después supimos que a los detenidos los subían a un colectivo que estaba atrás
del patio de la comisaría, sobre un baldío. Ese resultó el campo de
concentración.” Un centro de exterminio que ya tenía en su ADN la noción de
traslado que tenía la dictadura: la muerte.
Ni Federico ni su cuñada dudaron nunca de que Patti estaba
involucrado. Desde 1975 venía acosando a Tilo cada vez que una publicación
polémica se distribuía por Escobar con su firma, en la tapa de El Actual. Ese
periódico que se fundó en 1964 había resistido incluso los embates del
Onganiato: en 1968 otra patota que se identificó como perteneciente a Coordinación
Federal allanó y destruyó lo que pudo dentro de la imprenta de los Wenner, “nos
dijeron que tenían denuncias de que nuestro periódico tenía ideas comunistas.
Pero Tilo no era comunista, ni siquiera peronista. Sin embargo a la imprenta
iban los muchachos de la JP y de otros partidos porque hablar con él era un
placer. Tenía ideas marxistas, pero si yo tuviera que describirlo diría que era
anarquista, no se cuadraba ante nada, su línea era la honestidad. Por eso se
había involucrado desde el periódico con la huelga de trabajadores de la Ford
en 1975, que también valió un allanamiento y hasta denunció al intendente que
asumió en Escobar al mismo tiempo que Héctor Cámpora, por coimero.
Cuatro meses pasó Federico fuera de Escobar después de la
desaparición de Tilo. Es que la imprenta se había convertido en un galpón
lúgubre y sin sentido. Tampoco se sabía nada de quien Federico conocía como
José, Gastón Goncalvez, desaparecido desde la misma mañana del golpe militar.
“¿Viste la sensación que da comer tu postre favorito? Eso era lo que me
producía cada vez que venían José y su mujer, Mariana (Ana María Granada, mamá
de Manuel Goncalvez). Ellos eran como el sol.” A pesar de todo, finalmente
Federico volvió a Escobar y fue entonces cuando se enfrentó cara a cara con
Luis Abelardo Patti: “Me siguió con un Peugeot 504, se bajó con la 45 en la
mano y me quiso hacer subir. Me resistí y le pegué de arrebato, el arma quedó
en el piso, se armó un revuelo en la calle porque era pleno día”. La libertad
de Federico, de todos modos, duró horas. Era febrero de 1977. Estuvo
desaparecido dentro de la comisaría de Escobar durante diez días, los mismos
diez días que duró la tortura que Patti presenció sistemáticamente. Después lo
revisó un médico, le tomaron las huellas digitales y pasó a disposición del
PEN. Cuatro meses después, lo liberaron. Pero haber sobrevivido, para él, fue
otro modo de la muerte.
Federico Wenner, el último de los once hijos de un
matrimonio de agricultores analfabetos, hijos de inmigrantes alemanes que a
pesar de ser segunda generación apenas hablaban castellano, pasó más de dos
décadas envuelto en una nube de alcohol y pena. Fue su corazón el que dijo
basta: el pecho, literalmente, se le abrió en dos. Después de la operación
cardíaca fue cuando pudo volver a asomarse a lo que más le dolía: la
desaparición de su hermano. Fue un acercamiento gradual. Acompañado de una
amiga que hoy es su esposa, Raquel Pik, Federico empezó a montar las piezas de
su memoria. Primero se encontró con el rostro de quién él conocía como José en
el Parque de la Memoria. Después, ya en 2007, se contactó con sus hijos, Gastón
y Manuel, que ya se habían convertido en querellantes en el juicio que hoy
mantiene detenido al ex comisario Luis Abelardo Patti. Más tarde llegó el
momento de denunciar su propia desaparición en el Tribunal de San Martín y
convertirse en actor en busca de justicia. Y también de dejar su muestra de
sangre en el Equipo Argentino de Antropología Forense esperando que los restos
de su hermano por fin se reúnan con su nombre.
La identificación de los restos de Tilo Wenner se concretó
este año gracias al proyecto Iniciativa Latinoamericana para la Identificación
de Desaparecidos. El esqueleto incompleto E 2, de la sepultura 4190, ahora
tiene nombre y apellido y una placa en el cementerio de Chacarita que lo
recuerda como quien fue: un poeta vanguardista, víctima de la dictadura,
periodista y tipógrafo, autor de trece libros casi inhallables, aunque sus
letras sobreviven en algunos sitios de Internet donde pueden leerse frases como
ésta: Ahora mi amor es yo mismo volcado desde adentro. /No pudriré a nadie y no
me dejaré pudrir. /Cortaré la manzana olorosa y la expondré a los cuatro puntos
cardinales. /Mi libertad y ninguna otra cosa.