Hace un siglo, el asesinato del heredero del trono
austro-húngaro en Sarajevo fue la chispa de un conflicto de proporciones
inéditas: la Primera Guerra Mundial. Las causas del conflicto han sido y son
debatidas con energía. Aquí se las revisa someramente.
Escribe Gabriel Di
Meglio
Hace 100 años, el 28 de junio de 1914, Franz Ferdinand,
príncipe heredero de la corona del imperio autro-húngaro, y su esposa, fueron
asesinados en Sarajevo, capital de Bosnia-Herzegovina. Los disparos los hizo
Gavrilo Princip, un miembro de la organización nacionalista serbia Mano Negra,
que buscaba unificar a toda la población de ese origen y se oponía a la anexión
de Bosnia que realizaron los austro-húngaros en 1908.
Los atentados contra estadistas no eran raros en la época,
pero éste es especialmente recordado porque se convirtió en el desencadenante
de la Primera Guerra Mundial. Los austro-húngaros le exigieron al vecino Estado
serbio desarmar a la Mano Negra, y que en la investigación dentro del país para
hallar a los culpables intervinieran delegados del imperio. Serbia no aceptó
esta última cláusula, y Rusia –que se presentaba como la protectora de los
pueblos eslavos– apoyó su decisión.
Cuando Austro-Hungría le declaró la guerra a Serbia las
alianzas preexistentes se activaron: Alemania respaldó a los austro-húngaros, y
ambos entraron en guerra con Rusia, Francia y Gran Bretaña. Luego se agregarían
sus posesiones coloniales y otros países, haciendo crecer la escala del
conflicto. El resultado sería tremendo: 17 millones de muertos, más heridos, un
rediseño del mapa mundial. Por algo se la llamó “la Gran Guerra”.
Obviamente, el episodio de Sarajevo fue la chispa y no la
causa de semejante conflicto. Sobre sus motivos se han escrito cientos de miles
de páginas, ya que si en otras guerras son fáciles de identificar, en este caso
fueron muy debatidos.
Una línea de interpretación vio a la guerra como un absurdo,
algo que podría haberse evitado. Retoma cierta sensibilidad de comienzos del
siglo XX, cuando muchos europeos consideraban que el avance del progreso era
imposible de detener y que en el nuevo estadio de “civilización” las guerras ya
no tenían sentido. Incluso se sostuvo que eran contrarias a la racionalidad
económica, debido a que efectivamente para una buena cantidad de hombres de
negocios la paz era deseable y necesaria.
En relación con esta perspectiva, diversos autores imputaron
al imperio alemán por el estallido, afirmando que fueron su militarismo, su
autoritarismo y su afán expansionista las razones de la contienda. Esta idea,
que fue reforzada por la indiscutible responsabilidad de Alemania en el
desencadenamiento de la Segunda Guerra Mundial, tiene poco asidero empírico,
“exculpando” a las otras potencias europeas. De allí que distintos historiadores
hayan sostenido que no se trata de encontrar a los agresores sino de tener
claro que la guerra era poco menos que inevitable, y en eso también comparten
las certezas de distintos europeos en los años previos al enfrentamiento.
El factor imperial es el fundamental para algunos autores.
Los estados europeos que crecieron a costa de someter y destruir otras
sociedades portaban la semilla de su propia caída.
La razón de esa inevitabilidad tiene que ver, en varias
interpretaciones, con que fue la expansión del capitalismo la principal causa,
al provocar una mayor rivalidad política entre países ya que el desarrollo
imperialista y la puja por mercados y territorios entre estados cada vez más
industrializados empujaba hacia el conflicto armado. Esta explicación acude
también a argumentos que la izquierda enarbolaba antes de 1914, señalando a las
guerras como masacres de trabajadores para que los capitalistas se
enriqueciesen.
El factor imperial es el fundamental para algunos autores.
Los estados europeos que crecieron a costa de someter y destruir otras
sociedades portaban la semilla de su propia caída. Las potencias coloniales
recelaban de las otras, estaban en la riesgosa y permanente actitud de ampliar
sus posesiones, y querían en última instancia tener la supremacía mundial, lo
cual llevó a varias crisis internacionales en los años previos a la Gran
Guerra.
Sin entrar en contradicción con lo anterior, otros
historiadores destacaron a la política interna como causa principal:
Austria-Hungría podía usar la guerra para cimentar su cohesión y desalentar los
separatismos, Alemania para eludir los desafíos de los socialistas, Rusia para
terminar con la agitación social, Francia para unificar a la población detrás
del deseo de revancha con los alemanes que la habían vencido cuatro décadas
antes… y así.
Finalmente, otros remarcan los aspectos ideológicos. El
afianzamiento de los nacionalismos fue clave, y parte del éxito inicial de la
guerra se debió al fervor patriótico que la mayoría de los habitantes de los
países involucrados mostró al conocerse la noticia del estallido. Lo mismo
ocurrió con la exaltación general de la guerra como actividad viril,
regeneradora y “saludable” para remediar los artificios y debilidades a los que
llevaban la vida moderna.
En general, las explicaciones más aceptadas en la actualidad
combinan todos estos elementos, con énfasis diferentes. Pero también hay algo
contingente en lo que ocurrió; las rivalidades y tensiones existían hacía años
y no habían llevado a una guerra. Muchos de los protagonistas creían que ella
no iba realmente a producirse, que se iba a alcanzar un acuerdo como había
sucedido ante cada crisis internacional desde la década de 1870. Ninguno de los
dirigentes que manejaron la situación tras el atentado de Sarajevo pudo o quiso
frenar a tiempo, aun sospechando que lo que venía era catastrófico. Fueron la
experiencia de su fracaso y la magnitud del desastre las que más tarde, en
otras coyunturas (como la Guerra Fría), tuvieron seguramente en cuenta otros
dirigentes para desarmar a tiempo situaciones explosivas.