Por Eduardo Aliverti *
Estoy de acuerdo con que la radio es el teatro de la mente
y, por tanto, no me gusta que la imaginación sea televisada. De ninguna manera
reniego del enorme abanico que significan las nuevas mediaciones y apuestas
tecnológicas. Estoy hablando de gustos personales, y quizá nada más. Podría
pasar, tranquilamente, que la convergencia de radio e imagen, sea por Internet
o a través de transmisiones en dúplex, resulte un éxito. No lo sé. Sí sé, o
creo saber, que en todo caso estaríamos hablando de otro tipo de lenguaje. O,
más bien, de consumo. No de radio a secas. Si me dicen que la convergencia
consiste en asomarse a cómo se hace radio, compro. O pongámosle que compro.
Pero si me apuntan que consiste en gozarla tal cual es, lo rechazo porque la
ontología determinante de la radio es ser invisible. Antonio Carrizo siempre
destacó una obviedad que, como tantas otras, es eso cuando se la expresa: la
radio es el único medio donde sólo interviene el sentido del oído. Ningún otro.
Todo lo demás es la película que se hace cada quien con lo que escucha por la
radio. Es cómo el oyente se siente penetrado, y cómo decodifica a su gusto, esa
forma en que un buen locutor sabe subírsele a un tema musical para pisarlo como
Dios manda. Esa manera en que se abre un programa con un recurso sorpresivo.
Ese modo en que te inflexionan los graves, los tonos medios y los agudos para
que sientas tal cosa o tal otra. O tantas cosas. Ese asunto de no saber qué es
lo que viene, porque la radio tiene una cuota de improvisación muchísimo más
alta que el resto y entonces, casi, no tenés idea de cómo seguirá lo que estás
escuchando. Y es, sobre todo, eso de que te hablen al oído. O que uno se lo
crea porque tiene ganas. Porque necesita que sea así. Porque le hace falta que
la radio, esos tipos y esas minas que están en la radio, te hablen nada más que
a vos. Y ahora resulta que televisan esa seducción incomparable. Ajá.
Me acuerdo de cuando a mediados de los ’90, más o menos,
empezó a avanzar el proceso multimediático. Las caras conocidas que laburaban
en el canal y en el diario del grupo equis también serían empleados para
trabajar en la radio de ese grupo. Y así fue que se pensó en que la dichosa
magia de la radio desaparecería, digamos, porque uno les conocía las caras a
los que pasaban a hacer radio. Las caras, sí. Solamente eso. Podían y podrán
conocerte la cara, pero resultó y resulta que cuando los escuchás por la radio,
así fuere a la gente más famosa, no sabés si están sentados o parados, ni cómo
están vestidos, ni si tienen cara de ojete porque ese día se levantaron con el
pie izquierdo, y entonces te disimulan como si no les pasara nada y vos te la
creés; ni tenés idea de a quién tienen al lado o enfrente, ni cómo se
relacionan con el operador, ni la silla que usan, ni las señas que hacen; ni, y
ni, y ni. Conocés, pero no sabés nada. Eso es la radio. Es tu película. La de
los oyentes. No la de los televidentes.
No tengo forma de imaginarme cómo sería, o será, saber quién
es el hombre o la mujer invisibles. Me imagino muchas formas atractivas de la
invisibilidad, ni lo duden. Se me ocurre que podrías verlo al presidente de
Estados Unidos en una reunión de gabinete en la que se debate dónde les
conviene intervenir próximamente. Se me ocurre que te podés meter en el vestuario
de un seleccionado de chicas de hockey o de rugbiers. Se me ocurre que podés
andar por donde se te canta, en síntesis, haciendo del voyeurismo una práctica
que te sirva para conseguir información, satisfacer instintos primarios sin
joder a nadie, y así sucesivamente. Pero no se me ocurre cómo sería esto de
mirar la radio a cada rato para acabar en la conclusión de que lo mejor que
puede pasarte es no andar mirando, porque no se trata de mirar, sino de ver lo
que querés imaginarte.
En una palabra, mucha suerte a quienes ponen fichas a
eliminar el misterio. Pero no cuenten conmigo.
* Locutor, periodista
y conductor de radio, director de Eter y de la AM 750.