En una ceremonia donde hubo bodas, besos, lecturas de las
Santas Escrituras, bananas y manzanas para comer a gusto, la Iglesia de la
Comunidad Metropolitana presentó a su nuevo pastor. Está ubicada en el proteño barrio de Flores y hacen una decidida militancia evangélica a faor de la inclusión y la igualdad de género.
Por Paula Jiménez España
“Dios está con nosotros y nosotras, y si Dios está con
nosotros y nosotras, ¿quién en nuestra contra?”, predica, no sin una dosis de
ironía, Víctor Bracuto, el reverendo que pastorea a los fieles gltbi (aunque
pastoreen no son ovejas, porque las ovejas –dice– “son bastante estúpidas”) de
la ICM, Iglesia de la Comunidad Metropolitana, cuya sede de la calle Camacuá
282, en el barrio de Flores, el domingo 20 de julio, cumplió dos años. A la derecha de Víctor, la
hermana Gladys, que no lleva hábito ni velos cubriéndole la cabeza, sino traje
negro y cuello clerical al igual que los otros pastores, sostiene la bandeja
con los panes de la Eucaristía que Greg, el nuevo líder pastoral asociado,
repartirá en un rato. Greg es pintón, igual que Víctor. En el altar, detrás de
una mesa sobre la cual se extiende la bandera de la diversidad y se luce
brillante y voluptuosa una bandeja con largas bananas, etílicas uvas y manzanas
prohibidas, los pastores se abrazan. Están copados con la santa música y se
mueven como los dioses al ritmo de las palmas, del inmenso clavicordio, de la
guitarra eléctrica, del coro de gays, lesbianas y algunxs pocxs trans
distribuidxs por el templo (entre ellxs el famoso Alejandro de Gran Hermano,
amigo del reverendo Bracuto, que llega promediando la ceremonia para quedarse a
hacer chin chin con la comunidad después de la bendición que Greg hará caer
sobre el jugo y los mixtos de jamón y queso).
De frente a la gente, no se impone una cruz de madera que
recuerde el martirio de Jesús sino una gran pantalla sobre la cual se proyecta
el Evangelio: “Ruth 1.16,17: No me ruegues que te deje y me aparte de ti,
porque donde quiera que fueres iré yo”. Esta es la carta que Ruth le envió a
Noemí, explica Víctor, “y cuántas Ruth hay esta tarde entre nosotros –dice–,
tantas como David, en Samuel 18.1. Allí le confiesa a Jonathan: Tu amor para mí
fue más maravilloso que el amor de las mujeres”. “La Iglesia y los gays son una
combinación sorprendente, no estamos acostumbrados”, dirá Juan, el amigo de
Alejandro GH, durante el brindis del final. Es que este espectáculo que mezcla
liturgia con hombres besándose y acariciándose entre sí y mujeres tomadas de
las manos bendecidas por un cura, parece de película. Mucho más lo parece hoy,
el día en que Manu, uno de los ayudantes pastorales, el que no aparta de sí el
gran cáliz donde los fieles han de mojar sus labios, se casa con Luis (de
sopetón para sus amigxs y familiares invitadxs que se enteran en el acto) y
Patricia, que “ya puso el gancho en el civil”, según reza Víctor, lo hace con
Alejandra. Y en el momento en que Manu tiene que autonombrarse para prometer
amor a su compañero, es preso de un acto fallido y confiesa: “Yo, Patricia”.
Todx el mundo se mata de risa y el pastor, que tiene indiscutibles dotes de
showman, explica: “Quienes fuimos a los cumpleaños de Manu sabemos muy bien que
también podría llamarse Patricia”.
Las preguntas protocolares que Víctor Bracuto les hace a sus
enamorados son correctísimas. No los compromete a obligaciones penosas ni
anticipan desgracias compartidas. Estas preguntas recuerdan que nadie obliga a
nada, que el matrimonio es ejercicio de la libertad, que no es más que la
consecuencia del querer estar con otro. Lxs novixs llevan anillos sólo si
quieren. “Así son nuestras uniones de diversas”, dice, súper pride, Bracuto. Si
los tienen, se los ponen, pero está claro que no es el oro lo que los une, sino
algo más brillante: el amor (el amor en un estado purísimo, imposible. El que
la ICM imagina despojado de todas las suciedades humanas, de toda separación).
“El amor en las Escrituras no tiene sexo –dice Bracuto–. O más bien, tiene que
ver con todas las sexualidades.” Y a tal punto no tiene sexo, o más bien
género, que para ICM, la santa deidad que alberga a todxs en su seno, es madre
y padre, hombre y mujer a la vez o ningunx de lxs dos, sin definiciones
binarias. “Jesús iba a la zona roja –cuenta Víctor–. Iba a ayudar a las
prostitutas, que son las chicas trans de hoy, las más maltratadas. ¿Cuántos de
nosotros nos animamos a eso? ¿Cuántos de nosotros nos animamos a la radicalidad
del Evangelio y a la justicia social?”
Dos horas duró esta ceremonia en la que pasó de todo y hasta
el emocionadísimo Greg Tobbar asumió como pastor reemplazante de Víctor, quien
comenzará mañana su año sabático. “Si bien casi todo lo lgbtiq parece ateo
–dice Bracuto–, hay muchas personas lgbtiq que seguimos desarrollando una
espiritualidad radical desde el amor inclusivo de Dios y no desde la despótica
exclusión heteronormativa.” Rarísimas palabras para ser dichas en una iglesia
cristiana. Rarísimas. Pero qué bien suenan.
(Fuente: Página 12)