La denuncia del papel de los medios en la construcción de un
sentido común misógino ha tenido una radical importancia en los últimos años.
Aun así, cierto periodismo sigue siendo impune a la hora de afirmar miradas aberrantes sobre las mujeres, especialmente cuando suceden asesinatos y violaciones.
Aun así, cierto periodismo sigue siendo impune a la hora de afirmar miradas aberrantes sobre las mujeres, especialmente cuando suceden asesinatos y violaciones.
Por Florencia Saintout *
La denuncia de la existencia de un periodismo sexista,
clasista y adultocéntrico es imprescindible por dos razones: para hacerlo
insoportable a la sociedad (para hacer insoportable sus verdades y por lo tanto
aspirar a la transformación), pero también para construir elementos que
permitan llevar a la Justicia estos modos de informar que rompen marcos
legislativos que protegen a las mujeres y a las niñas y niños. De ahí el
valorable trabajo de los observatorios de género en la gran mayoría de las
universidades del país, que pueden sistematizar datos para denunciar la
dimensión simbólica y mediática de la violencia reconocida ahora como delito.
Sin embargo, no alcanza con la denuncia de lo que dicen y
muestran, sino que también es necesario preguntarse por lo que no dicen y las
condiciones de ese silencio. Y una de las principales cuestiones que oculta la
gran mayoría de los medios, especialmente la televisión (salvo honrosas
excepciones, que por supuesto las hay), es que cuando sucede el asesinato y
violación de una mujer, o de un cuerpo feminizado, no estamos ante un crimen
común sino que estamos ante un crimen histórico, social, cultural. Ante un modo
tremendo de reafirmación del patriarcado. Ante un hecho de violencia expresiva,
tal cual lo definiera la antropóloga Rita Segato, lúcida investigadora de las
estructuras profundas de las violencias en nuestras sociedades.
Contra los intentos de privatización de ese crimen (de
plantearlo como un asunto interpersonal, donde las características individuales
de la víctima son lo que importan, y mucho más cuando cumplen con un modelo de
mujer no domesticable) es necesario reponer la violación en el territorio de lo
público. Preguntarse de qué está hablando el cuerpo de la mujer
violada/asesinada. Porque lo que comunica es una relación entre géneros siempre
violenta, pero que allí se manifiesta en una de sus formas más atroces. Esa
idea de que las mujeres son propiedad de los hombres, que pueden hacer con
ellas lo que quieren. En la cultura patriarcal el cuerpo y la sexualidad de las
mujeres tienen dueño. Por eso cuando se viola no se está ante un crimen sexual
(aunque el sexo sea un medio), ni ante un crimen común, ni siquiera ante una
tortura, sino que se está ante un crimen de género. Estamos ante un crimen
político, si es que hemos aprendido que ser mujer es un asunto público,
político; que las mujeres no nacen sino que se hacen en sistemas de relaciones
de género violentogénicos.
Una de las primeras acciones de los ejércitos entrando en
territorio conquistado es el saqueo de las propiedades de los vencidos y, en
ese saqueo, la violación de lo que se asume son “sus mujeres”. Vencer es tener
poder de muerte, pero también de usurpación y control. Cuando se viola se ocupa
y se controla, incluso hasta la muerte. Y esto se sostiene en relaciones que
tienen siglos, que están sedimentadas en cada una de nuestras visiones y
divisiones del mundo. Aprendemos que las mujeres deben ser dóciles, entregadas,
consumidas y que los varones deben ser fuertes, potentes, conquistadores. Que
la mujer es pasiva, pero debe cuidar a los demás y a ella misma (y ante la
posibilidad de la violación debe cuidarse aun entregando la vida si es necesario).
Que los varones son potentes y activos. Como muestra la investigación con
jóvenes de Buenos Aires y el conurbano, del sociólogo Hernán Manzelli publicada
en el libro Varones latinoamericanos, la mayoría de los varones jóvenes sigue
pensando que “un no es un sí”; que la masculinidad se afirma “ganando mujeres”
y que “no me podés dejar así”.
Escribe en estos días Ileana Arduino en Anfibia: a las niñas
se les enseña a no ser violadas en vez de enseñarles a los varones a no violar.
Lugares degradantes para la feminidad y la masculinidad que se sostienen a
cualquier costo.
En los últimos años se ha avanzado en la creación de la
figura del femicidio. Sin embargo, pareciera que de parte de los comunicadores
sociales hay un esfuerzo por no distinguir los crímenes interpersonales o
privados de los crímenes contra el género. Así, la categoría de femicidio es
perversamente correcta, pero se hace inasible incluso para la Justicia.
Además, el énfasis puesto desde el periodismo hegemónico
sobre la condición de monstruosidad de los victimarios atenta contra la
capacidad de ver no sólo la multiplicación al infinito de estos crímenes (no
son casos únicos los que toma la televisión), sino que además produce el efecto
tranquilizador de aislamiento del monstruo con el consiguiente olvido de la
impugnación de las condiciones estructurales que hacen posible la violencia.
Haciendo todavía más grave la cuestión: cuando se refuerzan patrones culturales
criminales, se profundiza la posibilidad del crimen.
No alcanza entonces con denunciar lo que ocurre, sino que es
necesario preguntarse por las razones profundas que hacen posible que ocurra
una y otra vez. Las pistas de ello están en una cultura que vemos como natural
o no vemos, porque es desde ella que sabemos el mundo. En la capacidad de
ponerla en cuestión. De transformarla. Allí, la televisión como uno de los
dispositivos contemporáneos de mayor eficacia a la hora de modelar el sentido
común podría jugar un papel completamente distinto al que juega hoy.
¿Será mucho pedirle que abandone los lugares que sostienen
el crimen?
¿Será mucho pedirle a la televisión que incorpore
investigación y reflexión? ¿Que deje por momentos la lógica del espectáculo de
la denuncia y que, siendo una gran maquinaria de producción de sentidos,
profundice la capacidad de análisis de los patrones culturales que refuerza con
sus consecuencias aberrantes? ¿Que se pregunte por la posibilidad de hablar
desde unos otros sentidos, ligados a la vida, al respeto de la diversidad y la lucha
por la igualdad y justicia de géneros?
Eso... ¿será posible para la televisión?
* Decana de la
Facultad de Periodismo y Comunicación Social de la UNLP.