El golpe que el 6 de septiembre de 1930 derrocaría al
presidente constitucional Hipólito Yrigoyen venía siendo anunciado mucho antes
de que Leopoldo Lugones exaltara “la hora de la espada”. En ese discurso el poeta llamaría al Ejército a tomar las
riendas, y la conspiración sentaría precedentes que lamentablemente iban a
hacer escuela en la Argentina.
Escribe Felipe Pigna
Los golpistas del futuro aprendieron en el 30
que la cosa debía empezar con el desprestigio del gobierno y el sistema a
través de una activa campaña de prensa; asimismo, lograr la adhesión y el
auxilio económico de los grandes capitales nacionales y extranjeros a cambio de
entregarles el manejo de la economía; rebajar los sueldos y pedir sacrificios a
los asalariados que luego se traducirían en una hipotética prosperidad; las
arengas debían ser fascistas pero el Ministerio de Economía sería entregado a
un empresario o gerente liberal al que no le molestaran mucho los discursos y
las actitudes autoritarias, a un liberal al que lo tuvieran sin cuidado el
respeto a los derechos humanos y todos aquellos derechos impulsados justamente
por el liberalismo. Para que quede claro, un “liberal” argentino, en los
términos de la genial definición de Alberdi: “Los liberales argentinos son
amantes platónicos de una deidad que no han visto ni conocen. Ser libre, para
ellos, no consiste en gobernarse a sí mismos sino en gobernar a los otros. La
posesión del gobierno: he ahí toda su libertad. El monopolio del gobierno: he
ahí todo su liberalismo. El liberalismo como hábito de respetar el
disentimiento de los otros es algo que no cabe en la cabeza de un liberal
argentino. El disidente es enemigo; la disidencia de opinión es guerra,
hostilidad, que autoriza la represión y la muerte”. 1
También había que prometerle al pueblo orden y seguridad, y
al asumir era importante meter miedo. Prohibir la actividad política y
sindical; intervenir las provincias y las universidades; decretar la pena de
muerte; detener, torturar y asesinar a los opositores y al mismo tiempo hacer
una declaración de profunda fe católica y de pertenencia al mundo occidental y
cristiano; dejar en suspenso la duración del gobierno militar (incluso, si se
quiere, se lo puede llamar provisional) y, finalmente, en pago de tantos
sacrificios, en nombre de la patria y la honestidad, hacer los más sucios y
descarados negociados.
CÓMO CONSTRUIR UN DICTADOR
Los que conocían bien a Uriburu fueron testigos de cómo
aquel revolucionario de 1890 devino ultraconservador con el paso de los años:
poco después de que Yrigoyen, su viejo correligionario, ganara las elecciones
por segunda vez, decidió pasar a retiro y también a conspirar contra la
democracia. El general tenía quién le escribiera, allí estaban los
nacionalistas católicos Julio y Rodolfo Irazusta, que publicaban el semanario
La Nueva República, una influyente tribuna desde la que se fogoneaba un cambio
en el orden institucional. Julio Irazusta inauguró una frase que,
lamentablemente para sus herederos, no registró como propia, ya que sería usada
hasta el cansancio durante el resto del siglo XX, e incluso hasta comienzos del
siglo XXI, por algún comunicador social en aquella hora clave de la crisis del
2001: “hay que sacar las tropas a la calle”. En 1928, festejando el primer
cumpleaños de aquel periódico, el general Uriburu se comprometió públicamente a
encabezar un movimiento de renovación espiritual y política.
A partir de entonces comenzaron a producirse selectas
reuniones de civiles y militares en los elegantes salones del Círculo de Armas.
Allí iban sin demasiado disimulo gente como Federico Pinedo, Leopoldo Melo,
Antonio Santamarina y representantes de los generales Justo y Uriburu.
Los líderes visibles del golpe de Estado en marcha eran los
generales José Félix Uriburu 2 y Agustín Pedro Justo 3, que si bien coincidían
en la metodología golpista para derrocar a Yrigoyen, mantenían importantes
diferencias a la hora de ejercer el poder. Mientras Uriburu pretendía hacer una
profunda reforma constitucional que terminara con el régimen democrático y el
sistema de partidos y, así, implantar un régimen de representación corporativa,
Justo planteaba el modelo de gobierno provisional que convocara a elecciones en
un tiempo prudencial; prefería restablecer el clásico sistema de partidos con
las restricciones que los dueños del poder creyeran convenientes, o sea, una
democracia de ficción y fraudulenta. Esto llevó a que Justo permaneciera en un
segundo plano durante los preparativos del golpe de Estado programado para el 6
de septiembre de 1930, pero no dejó de presionar a Uriburu a través de sus
oficiales para introducir sus puntos de vista.
No pocos oficiales y suboficiales se sumaron al golpe sin
medir las consecuencias, sin tomar conciencia cabal del error gravísimo que
estaban cometiendo. Entre ellos, Juan Domingo Perón, que al respecto comentaba
lo siguiente: “Yo recuerdo que el presidente Yrigoyen fue el primer presidente
argentino que defendió al pueblo, el primero que enfrentó a las fuerzas
extranjeras y nacionales de la oligarquía para defender a su pueblo. Y lo he
visto caer ignominiosamente por la calumnia y los rumores. Yo, en esa época,
era un joven y estaba contra Yrigoyen, porque hasta mí habían llegado los
rumores, porque no había nadie que los desmintiera y dijera la verdad”. 4
Perón advierte a la distancia la trascendencia del hecho y
su influencia en el futuro político argentino. “Nosotros sobrellevamos el peso
de un error tremendo. Nosotros contribuimos a reabrir, en 1930, en el país, la
era de los cuartelazos victoriosos. El año 1930, para salvar al país del
desorden y del desgobierno no necesitamos sacar las tropas a los cuarteles y
enseñar al Ejército el peligroso camino de los golpes de Estado. Pudimos,
dentro de la ley, resolver la crisis. No lo hicimos, apartándonos de las
grandes enseñanzas de los próceres conservadores, por precipitación, por
incontinencia partidaria, por olvido de la experiencia histórica, por
sensualidad de poder. Y ahora está sufriendo el país las consecuencias de aquel
precedente funesto”. 5 Finalmente, en su autobiografía, recopilada por Enrique
Pavón Pereyra,
Perón concluye: “El 6 de setiembre, terminó bruscamente la
experiencia radical que había sido promovida por la ley del sufragio universal
y por la intención participativa. Ese día histórico es el comienzo de una nueva
e tapa en la cual el gobierno será dirigido por las huestes de la oligarquía
conservadora donde muchos de los que participaron y contribuyeron al éxito del
golpe lo hicieron sin saber exactamente quién se movía detrás de ellos. La
proclamación de la ley marcial desde el 8 de septiembre de 1930 hasta junio del
31 puso en evidencia que había triunfado la línea del nacionalismo
oligárquico”. 6
(…)
El golpe del 6 de septiembre de 1930 significó para la
tradicional elite terrateniente exportadora la recuperación, no del poder real,
que nunca había perdido, sino del control del aparato del Estado. Quedaba
además demostrado que el radicalismo, por su origen de clase y por sus enormes
contradicciones internas, no había podido o no había querido conformar ni
impulsar sectores económicos dinámicos modernos que pudieran disputarle el
poder al tradicional sector terrateniente. El golpe terminó también con la
alianza que había comenzado en la Revolución de 1890 entre una parte de aquella
elite y los sectores medios, que en un principio apoyaran el golpe del 30
porque pensaban que los incluía entre los beneficiarios del asalto al poder y
las arcas públicas; sin embargo, pronto se dieron por enterados en carne
propia, como ocurriría con todos los golpes de Estado posteriores, que les
agradecían los servicios prestados, pero que no estaban invitados a la fiesta.
La elite volvió a tener la posibilidad de marginar políticamente —como antes de
la sanción de la Ley Sáenz Peña— a los sectores sociales que venía marginando
social y económicamente desde siempre. La vuelta al fraude electoral alejaba a
las mayorías populares de la posibilidad de decidir sus destinos; la sociedad
se preparaba para los grandes cambios que se avecinarían a mediados de los años
40. Pero para eso faltaba mucho tiempo, mucho sufrimiento y mucha lucha. Estaba
comenzando una década claramente infame.
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1 Alberdi, Juan
Bautista, Escritos póstumos, tomo X, Buenos Aires, Editorial Cruz, 1890.
2 José Félix Uriburu
(1868-1932) nació en Salta. Participó en la Revolución de 1890 del lado de los
cívicos. Pero en 1905 reprimió la intentona revolucionaria radical. Fue
director de la Escuela Superior de Guerra y observador y agregado militar en
Europa. En 1914 fue elegido diputado al Congreso Nacional. Durante la
presidencia de Alvear fue nombrado inspector general del Ejército y miembro del
Consejo Supremo de Guerra.
3 Agustín Pedro Justo
(1876-1943) nació en Concepción del Uruguay, Entre Ríos. Además de militar fue
ingeniero civil recibido en la UBA. Fue profesor y luego director del Colegio
Militar. Alvear lo designó como ministro de Guerra.
4 En Félix Luna,
Yrigoyen, Buenos Aires, Hyspamérica, 1985.
5 En Roberto
Etchepareborda, Yrigoyen, tomos I y II, Buenos Aires, Centro Editor de América
Latina, 1983.
6 Pavón Pereyra,
Enrique, Yo Perón, Buenos Aires, MILSA, 1993.
Fuente:
www.elhistoriador.com.ar