Hay elementos que se convierten en símbolos y sintetizan
acciones, emociones e historias. Los pañuelos blancos en nuestro país son un
emblema de la lucha de un grupo de mujeres que no se cansaron de buscar a sus
hijos en una Argentina arrasada por el terror. Detrás de los pañuelos aparecen
las historias personales de esas madres; este artículo busca acercarse a ellas.
Textos: Daniel Dussex - Ilustración: Lucas Cejas
LA NEGRITA RAVELO
La Asociación Madres en Santa Fe se constituyó a partir del
grupo Familiares de Desaparecidos y Detenidos por Razones Políticas, un
organismo que nucleó a quienes buscaban a sus seres queridos y denunciaban su
desaparición.
“A mí siempre me conocieron por ‘la Negrita’, pero me llamo
Alejandra Fernández de Ravelo y tengo 83 años. La más veterana es Otilia que
hace unos días cumplió 90”. Así nos dice quien fuera la primera presidenta de
Madres, y agrega: “En los comienzos éramos poquitísimas, veníamos de Familiares
y recuerdo a la señora de Bruzzone, a Olga Suárez, a los padres de Cherry, a
Dora Fernández. Yo estaba sola porque mi esposo había fallecido. Cuando
desapareció mi hija fui a todos los lugares, hablé con Zazpe, fui a Rosario al
Juzgado Federal, también con una carta para entrevistarme con el Tte. Coronel
González Roulet (Enrique Hernán). Después de esperarlo como 10 horas, parada en
la vereda de enfrente a su despacho, cuando logro que me atienda, me dice
‘Señora, ¿qué le hace pensar a usted que nosotros tenemos a su hija?’. Le
respondo de manera desafiante: ‘Mi hija, que es la propietaria de la casa, no
está y la casa está ocupada por Gendarmería, ¿cómo no voy a pensar que la
tienen ustedes?’”, recordó.
María Esther Ravelo y Etelvino Vega eran un matrimonio de
ciegos que vivía en Santiago 2815, de la ciudad de Rosario, donde funcionaba
una sodería. Fueron secuestrados en un operativo llevado a cabo por las Fuerzas
Armadas en septiembre de 1977. Su casa usurpada fue cedida a un Centro de
Gendarmes. Su restitución recién se produjo 17 años después.
Nos dice la “Negrita” Ravelo: “De mi hija tengo los mejores
recuerdos, yo la llamaba Pinina, y sufrí mucho cuando empezó a quedarse ciega
debido a un virus; era adolescente. En la Escuela de No Videntes conoció a su
esposo y los dos estaban comprometidos con la militancia política. Cuando se
fueron a vivir a Rosario, yo la visitaba todas las semanas. Un día recibí una
llamada telefónica en la que me pedía que fuera a buscar a su hijo Iván, que
tenía 3 añitos, a la casa de mi prima que también vivía en Rosario. Me decía
que su esposo estaba enfermo y no podía atenderlo. Yo sospeché algo, que se
confirmó cuando traté de ingresar a su casa y comprobé que estaba ocupada por
los militares. Vi cómo cargaban todos los muebles en camiones del ejército. Una
vecina, Doña Laura, me contó que hubo un allanamiento y se sintieron dos
balazos. Cuando llegué a lo de mi prima para buscar a mi nieto, ella me dijo
que llegaron cuatro hombres en un Renault y le entregaron a Iván. Mi nieto era
muy lindo y rubio, como a los militares les gustaba al momento de apropiarse de
los chicos. Menos mal que no lo hicieron."
La historia de la desaparición de María Esther tuvo otro
capítulo el año pasado, cuando el Equipo Argentino de Antropología Forense
identificó sus restos enterrados clandestinamente en el campo militar de San
Pedro, cerca de Laguna Paiva. Nos dice su madre: “Fue un golpe muy duro, porque
yo tenía la esperanza de volver a verla. Ellos fueron muy valientes, muy buenas
personas, dieron su vida por un país mejor. Un militar me dijo una vez: ‘No me
venga con eso de que era cieguita, porque su hija pensaba’. ‘Claro que pensaba
-le respondí- pero no porque pensaba distinto a ustedes había derecho a
matarla´".
LA MAMÁ DE UN SOLDADO
Se llama Olga Suárez y el 1º de agosto de 1977 se produjo la
desaparición de su hijo Daniel que estaba haciendo el Servicio Militar
Obligatorio en el Batallón de Ingenieros Anfibios 601, de Santo Tomé.
“Estaba bajo las directivas de Pfeiffer, tenía 22 años y
estudiaba en la Facultad de Bioquímica, por eso había pedido prórroga. Solía
hacer mandados que le solicitaban en el cuartel. Se acercaba una fiesta
aniversario y los militares estaban repartiendo tarjetas de invitación; a mi
hijo lo mandaron con una caja para que entregara las tarjetas al domicilio de
un Tte. 1º que vivía en la Costanera. Nunca me dijeron la dirección, a pesar de
todas las veces que la solicité. Una vecina amiga mía lo vio parado esperando
el colectivo en una zona céntrica, subiendo al colectivo de la línea 16. Nunca
más se supo nada de él”.
Olga también refleja el coraje de estas madres que sufrían
la desaparición de sus hijos: “Un compañero suyo me llamó por teléfono para
preguntarme si Daniel estaba en casa conmigo, porque en el cuartel no estaba;
entonces me subí al auto y me fui inmediatamente al cuartel en medio de las
lágrimas: lloraba y gritaba. Fui sola porque mi esposo era ferroviario y no se
encontraba en la ciudad. Además, en el ‘77 quién te iba a acompañar, había
mucho temor en la gente, incluso en los familiares de uno."
Y continuó: “Cuando llegué, pedí hablar con el suboficial
Pfeiffer que era su inmediato superior. Primero me dijeron que no estaba.
Luego, cuando me vieron decidida a quedarme a esperarlo, me atendió respondiéndome
con evasivas, sugiriendo que a lo mejor se había ido con alguna noviecita y que
ya iba a volver. Le dije que no, que yo conocía a mi hijo y sabía que no iba a
hacer eso. Me cansé de ir todos los días al cuartel para preguntar por él;
nunca me dieron una respuesta. También saqué avisos en El Litoral, con la foto
de Daniel, para que alguien me dijera si lo había visto o si sabía algo de él.
Hice habeas corpus, pero nunca supe nada."
“En el Juzgado Federal -recordó- conocí a las primeras
madres que también buscaban a sus hijos. A Bruzzone, los Verdú, los Mattioli,
los Manso, a Norma Biekgler. También a una persona que fue un puntal para
nosotros en el grupo de Familiares: Elsa Ramos. Cuando empezamos a viajar a
Rosario y a Buenos Aires nos dimos cuenta de que había muchas madres como
nosotras, yo no sabía que había tantos desaparecidos. Fui al Ministerio del
Interior, a las iglesias, hice carta-documentos, nos reuníamos con Monseñor
Zazpe, nos recibía para darnos palabras de aliento, pero nunca pudimos obtener
ningún dato a través suyo."
Olga habla de su hijo llamándole Daniel, pero en realidad su
nombre es Roberto Daniel Suárez, había nacido el 1º de febrero de 1955, estaba
casado y era padre de Rodrigo Sebastián. Quienes lo conocieron lo recuerdan
como un muchacho simple, jovial y muy ameno para las relaciones. Su mamá nos
dice que era muy afectuoso, “siempre tenía algún regalo para traerme."
Olga también nos cuenta que su otro hijo estaba preso, así
que el drama era doble. “Nunca logré unir a los familiares de los presos
políticos con los familiares de desaparecidos; por aquellos tiempos había cosas
que nos decíamos que eran hirientes. Algunas madres decían a otras: ‘Bueno,
pero vos tenés la suerte de que tu hijo está preso en una cárcel y el mío no,
está desaparecido’. Sin embargo, yo estaba atravesada por las dos situaciones.
Entonces, ¿qué podía decir?”
A Olga le gusta recordar una escena familiar que la
reconforta; es el recuerdo de las tardes en las que se sentaba junto a sus
hijos a tomar mates. Pero no sólo vivencia el afecto de los momentos
cotidianos, también destaca la militancia que tuvieron sus hijos y de Daniel
dice: “Luchó cuando era estudiante secundario por el boleto estudiantil; así
que hoy, cada vez que subo a un colectivo y veo a un niñito sacar un boleto
escolar, veo que ahí está una partecita de mi Dani."
LA QUECA
Se llama Celina Koffman, pero nadie la llama así, para todos
es la Queca. Cuando comenzamos a hablar nos cuenta de su actividad como docente
en Concordia donde residía, también de su hijo Jorge, desaparecido en Tucumán.
“En Concordia existen 23 desaparecidos denunciados y a pesar
de ser una ciudad chica, no nos conocíamos ninguna de las madres. A poco de
andar, fuimos encontrándonos y junto con otras personas que pertenecían a partidos
políticos se formó la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos que nos
permitió trabajar de un modo más organizado. Se presentaban habeas corpus de
manera permanente, pero las respuestas siempre eran las mismas: ‘Nadie lo vio,
no sabemos nada’, por supuesto, con lenguaje castrense,"
“Cuando viajé a Tucumán para hacer la denuncia -sigue
relatando-, me acompañó mi esposo y Hugo, otro de mis hijos. Nos encontramos
con una ciudad tomada; estaba como interventor militar Acdel Vilas. El abogado
que nos atendió, Ángel Gerardo Pisarello, nos pidió que cuidáramos con quienes
hablábamos porque había muchos informantes. Había que ir a la morgue a
reconocer cerca de 20 cadáveres nuevos por día. Nos sugirieron no hacerlo
porque esto también era peligroso. Fuimos a Famaillá, porque suponíamos que si
mi hijo aún estaba con vida podría estar allí. Fuimos con una carta del abogado
para que nos atendieran. De lo único que se ocuparon fue de preguntarnos si
éramos judíos, pero información de nuestro hijo no nos dieron”.
Entonces -continuó-, tuve un presentimiento, como solemos
tener las madres, de que Jorge estaba allí. Me puse a gritar su nombre con toda
mi voz, me agarró mucha desesperación. La escuela estaba rodeada de alambrados
y era un horror, yo me acerqué a los alambres y grité: ‘Quiero ver a mi hijo,
déjenme ver a mi hijo’. Me dijeron: ‘Acá no tenemos a nadie’, les respondí que
lo tenían e inmediatamente quise trepar el alambrado, pero allí me pusieron dos
carabinas en el cuello, Mi marido estaba medio desmayado detrás de mí; entonces
grité: ‘Jorge’. Nunca sabré si me escuchó o no. Porque después, ya en
democracia, cuando me enteré de los distintos centros de detención en los que
estuvo, uno de ellos fue Famaillá."
Queca nos dice que, ya de regreso en Concordia, estaban
permanentemente comunicados con el abogado de Tucumán para recibir noticias de
su hijo. Una noche reciben un llamado con la perspectiva de alguna información
positiva. “El abogado nos dice: ‘Hay una luz en el camino’. Fue la última vez
que nos llamó porque luego lo secuestraron y lo mataron. El Dr. Ángel Pisarello
fue un militante radical tucumano que defendió a los presos políticos y pagó
con su vida por hacerlo”.
Celina “Queca” Koffman nos cuenta que sus padres adherían a
las ideas socialistas y fue educada en esos principios. Por eso no la
sorprendió que sus hijos militaran en política. También de su padre recibió su
amor por la docencia, ya que fue maestro rural.
El vínculo que “Queca” establece con los familiares de
desaparecidos en Santa Fe es a través de Elsa Ramos. “Ella había organizado la
marcha de los jueves en la Plaza del Soldado, era el alma de los familiares
aquí. Una persona muy luchadora, y como yo venía seguido, participaba de las
marchas y trataba de motivarlas para que también formaran la asociación en
Santa Fe. La “Negrita” Ravelo era una entusiasta, fue la primera presidenta.
Ella me pidió que si podía radicarme en Santa Fe siguiera al frente de la
asociación porque ya no le daban las fuerzas para participar en tantas actividades.
Me radiqué en Santa Fe y soy la presidenta, los santafesinos me conocen; sin
embargo nunca corté lazos con las madres de Concordia."
Los santafesinos que la conocemos sabemos de sus fuerzas
incansables, de sus convicciones y de su discursividad que no oculta rasgos de
docencia; de esa docente que tuvo que cambiar el guardapolvo blanco por un
pañuelo: “Seguí trabajando como docente, escribiendo en el periódico de las
Madres, viajando a distintos lugares en donde tuve que explicar el tema a
adultos, jóvenes y niños. Reconozco que me formé y me forjé al lado de todas
las compañeras, de todas las madres. Desde este lugar hemos levantado las
banderas de nuestros hijos, socializado la maternidad, hemos dado pasos
gigantescos porque varias no tenían mucha experiencia y este caminar nos hizo
crecer como personas."
Artículo publicado en diario El Litoral (24/05/2012)