Hay un sinnúmero de insultos con intencionalidad política en las redes sociales, pero principalmente alojados en los diarios online, y son hoy un fenómeno tan extendido que a veces ocupan más espacio que la información.
Por Jorge Halperín
Días atrás, Luis D’Elía me comentaba que entre quienes
convocaron por las redes sociales al cacerolazo del 13N algunos habían colocado
su imagen en una horca. Son autores anónimos o escudados en apodos irreales, y
ejercen el perverso poder de herir a distancia. Lo que no imaginé es que algún
día se produciría una extraña colaboración entre el periodismo y los
barrabravas de la red. Desde la Presidenta hasta los ministros, funcionarios y
referentes del kirchnerismo o intelectuales que simpatizan con él, pasando por
diversos sectores sociales, todos son destinatarios de mensajes denigrantes en
la red que llevan firmas que en muchos casos pueden ser falsas, garantizando
así la impunidad de quien insulta.
Esta clase de insultos están en el conjunto de las redes
sociales, pero principalmente emplean como sede los diarios online, y son hoy
un fenómeno tan extendido que, según el artista Roberto Jacoby, autor de la
muestra plástica Diarios del odio, en esos medios ocupan más espacio que la
información. Saturan las páginas online de los diarios La Nación, Clarín,
InfoBAE y otros medios opositores. El hecho de que hoy formen parte
constitutiva de aquellos diarios online lleva a preguntarnos si esos exabruptos
son en ellos un injerto forzado o, al revés, un complemento de su discurso
“periodístico”. En otras palabras, y parangonando a Von Clausewitz, si el
insulto en la red es el discurso editorial por otros caminos.
La primera razón para sospecharlo es el generoso espacio que
esos medios conceden a los “trolls”. La segunda, la afinidad de pensamiento, en
el sentido de que los “trolls” suman su “aporte” violento a algunos de los
artículos de sus medios y nunca para cuestionar el enfoque editorial, sino como
una extensión brutal de sus textos. Da toda la impresión de que se sienten
arropados por esos medios y que más bien dicen lo que éstos no pueden decir sin
violentar las reglas de la comunicación periodística.
No vamos a juzgar las baterías de insultos que pueden ser
orquestadas por los propios medios desde oficinas privadas, tal como lo
denuncia Víctor Hugo Morales en su libro Audiencia con el diablo. Nos vamos a
ocupar de los mensajes espontáneos, de quienes los escriben y envían
convencidos de que ejercen una forma –rara– de ciudadanía independiente.
Pero nos preguntamos: ¿para qué serviría a los fines de los
medios opositores difundir cataratas de insultos hacia los funcionarios y las
personas públicas que ellos cuestionan editorialmente?
Por una parte, para mostrar un presunto estado de ánimo
colectivo que crece en indignación. El discurso periodístico exige un tono
profesional. Mientras que las frases duras de “José”, “Miguelito” o “Catalina”
jugarían como “el pueblo” expresándose sin vueltas en la misma dirección en que
lo hace la prosa en apariencia prescindente del discurso periodístico. Ya no es
el medio aislado el que cuestiona al poder político. Está acompañado del viejo
coro griego, la voz popular, cuanto más tosca más verosímil. Pero impregnándolo
de dramatismo.
Si el Gobierno hace valer a cada paso –y exhibe con
movilizaciones multitudinarias– el apoyo popular, los diarios empresarios
opositores le oponen la “voz” del otro pueblo, que no se congrega tanto en el
espacio público, y menos aún detrás de agrupaciones políticas, sino que se
presenta como masa en el espacio virtual, pero actuando como los sujetos
independientes que se sienten. El insulto “trolleano” es, por un lado, una
forma de impugnación al poder político, sus seguidores y sus ideas. El
exabrupto como expresión política es un acto individualista. Es probable que
quien lo profiere en las redes rechace las exigencias de la militancia –de
derecha o izquierda–, que suponen integrarse a alguna fuerza, acordar con los
otros, negociar, fundamentar, cuidar las formas. O que sea “trabajito extra” de
algunos militantes.
Si se examina el insulto por su intensidad y por la
necesidad que tiene de denigrar al otro (las palabras usadas aluden a la
mierda, a las cloacas, a enfermedades terribles como el cáncer o a la muerte),
este gesto extremo da una idea de que está interpelando a otro que tendría un
gran poder de daño (y por eso se lo convierte en palabras en la cosa más
abyecta, o bien en el virus más dañino). En muchos casos, la fuerza de la
agresión verbal actúa como un reconocimiento del poder del enemigo, sea del
poder político de quienes lo ejercen, sea del poder de las palabras de los
intelectuales impugnados. En otros casos se despotrica contra otros que, aunque
carecen de poder, producen un gran daño a la autoestima de quien los interpela,
poniendo en riesgo la identidad del ciudadano “indignado”.
Dicen los autores de la muestra plástica: “Todo odiante
necesita de su objeto, ya que define su identidad por relación con lo odiado.
Así vemos que los comentaristas se perciben argentinos por relación al bolita,
al paragua, al perucho. Se perciben blancos en tanto denigran a los que llaman
negros, hombres en cuanto destituyen a la mujer, educados en la medida en que
estigmatizan a los ignorantes. Se sienten clases medias porque detestan a los
pobres”.
Hay también alguna conexión entre el insulto denigrante y la
idea de fin de ciclo promovida justamente por los medios opositores y los
periodistas e intelectuales que editorializan en ellos. Una idea de fin de
ciclo que, más allá de su falta de fundamento, hay que admitirlo, la oposición
mediática y partidaria ha conseguido instalar en muchos sectores (al menos
desde el oficialismo hay una permanente necesidad de desmentirla).
El insulto exhibe un estado de ánimo de ruptura, de
“¡Basta!”, de “¡Esto no da para más!”. Y pone fin a cualquier comunicación.
Quien insulta anuncia que se llegó al límite, que se terminó el tiempo del
otro; sólo cabe imaginar con inquietud cuál sería su nuevo paso.
Parece que hubiera un fuerte contraste entre el “empaque” de
un diario como el de los Mitre, que denuncia y condena la presunta violencia y
actitudes autoritarias del Gobierno y, por otro lado, la procacidad, que es el
lenguaje de muchos de sus lectores. Pero esta cohabitación lleva a preguntarse,
más que por el contraste, por la continuidad en los textos periodísticos
propiamente dichos, y por el grado de violencia que se ejerce en ellos
valiéndose de una prosa elegante e informada en la que abundan los prejuicios
ideológicos, de clase y de género, los juicios lapidarios en los cuales se
habla del presunto desequilibrio de la Presidenta, y todo tipo de
descalificaciones.