En un contexto de transición presidencial, el autor de La Voluntad traza un balance esta etapa política, y propone asumir un debate valiente que trascienda las pasiones circunstanciales en su nuevo libro La patria pensada.
Con su estilo personal y sin concesiones, la mirada de Anguita analiza los temas centrales que deben ser revisados en estos años y convoca a pensar en una democracia participativa, en reformas que enfrenten el poder económico concentrado y sus aliados en el poder político y promuevan avances significativos en el terreno de la lucha por la igualdad.
En La patria pensada, las ideas de una decena de destacadas personalidades, el análisis económico de Horacio Rovelli y las opiniones de la gente de la calle enriquecen el texto. Participan con sus miradas y opiniones Juan Carr, Horacio González, José Natanson, Stella Maldonado, Felipe Pigna, Maristella Svampa, Alberto Fernández, María O´ Donnel, Gustavo Grobocopatel, Juan Manuel Abal Medina.
Esta es la introducción del libro que será presentado el miércoles 12 en Buenos Aires.
"La Patria es lo más íntimo. Es un grito interior, un
recuerdo, los sueños de tus padres, una música que se rumorea cuando estás
lejos de tu tierra. La Patria es, al mismo tiempo, una construcción cincelada
por una serie de aparatos institucionales que te llevan a aprender un himno, a
venerar unos próceres. La Patria, entonces, no solo son otros y otras que se
identifican con un pasado y, quizás, con unos sueños colectivos. Es también el
resultado de un diseño. Del diseño de quienes están en la cúspide de una serie
de aparatos de poder. De grupos que, instalados en ciertas agencias públicas y
empresas privadas, pueden tomar decisiones. La Patria fue reclamada socialista
cuando la coreaban militantes revolucionarios antes de la llegada de Perón. Fue
demandada peronista cuando Perón volvía después de 18 años de exilio. La Patria
fue La Patria, a secas, cuando las Fuerzas Armadas dieron un nuevo golpe de
Estado y abrieron el paso para que una serie de familias con olor a bosta de
vaca y mucha plata en los bancos pudiera jibarizar un poco más a los patrios.
La Patria entonces fueron ellos, excluyendo al resto de la sociedad, una
situación perversa que Charly García definió por entonces con genialidad,
cantando en Botas locas: “Si ellos son la patria, yo soy extranjero”. La Patria
no solo es las tripas y los escenarios de disputas. Es un conjunto de
interacciones pensadas, de intereses cruzados. La Patria se vive, se sufre, se
disfruta. Te deja que la veas y te quedes afónico. A veces afónico de tu propia
verdad sin que escuches siquiera el eco de tu voz o sientas el acompañamiento
de otros. A veces, la Patria te interpela. Algo hace que la pienses y te
acuerdes de Atahualpa Yupanqui cuando decía que un amigo es uno mesmo con la
piel de otro.

La Patria, en fin, es la diversidad. Pero también la
desigualdad. Es un grupo de gente beneficiada por la exportación de la soja y,
al mismo tiempo, los cientos de miles de familias que tienen una vivienda o un
trabajo precario. Las Patrias, en el siglo XXI, están más que nunca atravesadas
por la globalización: un planeta de 7.000 millones de habitantes donde 70
millones son poseedores del 46% de lo que se produce. Si se va más a la punta
de la pirámide social, un centenar de personas ultrarricas perciben anualmente
lo mismo que la mitad de los habitantes de la Tierra. Y la Patria también es la
distribución cada vez más regresiva de la riqueza. Sucede en Estados Unidos y
en Europa, donde los ultrarricos cada vez pagan menos impuestos al tiempo que
se recortan los programas sociales. Pero también sucede en China, cuyo
crecimiento impresionante fortalece a un sector que se apropia de más ingresos
que las grandes mayorías. En cada rincón del planeta hay gentes que quieren a
sus Patrias, pero no prosperan modelos de igualdad, fraternidad y libertad sino
que el capitalismo financiero avanza sin muchos frenos hacia un modelo de
concentración de poder.
¿Quién nos dijo que pelear por tu verdad y por tus
intereses, inevitablemente, te lleva a no sentir a los otros, a los que piensan
y sienten distinto? ¿Acaso la Patria no puede ser el partido y el entero? El
Bicentenario de la Revolución de Mayo de 1810 fue una de esas raras
oportunidades en las que el celeste y el blanco inundaron a propios y ajenos.
En el fervor, no importaba tanto si, en su origen, esos eran los colores
borbones. Hubo alegría. Hubo apertura a buscar otras raíces, a reconocerse en
todas las regiones de la América hispana que habían gritado libertad. La
elección de la junta de gobierno patrio nos fue contada como el grito
fundacional tanto por los historiadores consagrados como por los revisionistas.
Luego se abren las inevitables interpretaciones que van marcando diferencias
sustantivas. A medida que se desataban los conflictos hubo saavedristas y
morenistas, hubo posiciones distintas acerca del lugar que cada cual ocuparía
en las proto-provincias unidas del Río de la Plata. Había un escenario
cambiante e imprevisible, en parte como reflejo de lo que pasaba del otro lado
del Atlántico. España invadida, Napoleón triunfante, la Corte portuguesa
trasladándose a Río de Janeiro, una Gran Bretaña poderosa con una diplomacia y
un comercio silenciosamente avasallantes.
No es la idea de estas páginas internar al lector en los
orígenes. Estas menciones son para volver al presente. Lo que se viene en unos
meses es un dilema que pondrá en juego una vez más las tensiones entre la
política y la historia. Aquel escenario llevó a que, pasados apenas cinco años
del grito insurreccional de 1810, la Patria que todavía no era Nación ya
estuviera claramente partida. En junio de 1815, en Arroyo de la China, luego
Concepción del Uruguay, se reunía el Congreso de Oriente. Bajo el liderazgo de
José Gervasio de Artigas hubo delegaciones formales de Corrientes, Misiones,
Entre Ríos, Córdoba, Santa Fe y la Banda Oriental, todos convencidos de romper
los lazos con el reino de España. El directorio, porteñista y unitario, había
avalado la invasión portuguesa a las tierras orientales, lo que hoy es Uruguay.
Los porteños no querían conflictos con la diplomacia británica y en Montevideo
también había un grupo de comerciantes liberales que le daban la espalda a
Artigas. Era un tiempo donde la información no llegaba en forma instantánea,
pero hay una coincidencia en las fechas que no puede ser desdeñada. El Congreso
de Oriente se hizo apenas diez días después de la batalla de Waterloo. Era el
fin del poder de Napoleón y la consolidación británica en Europa y también en
los viejos dominios españoles. Fernando VII había vuelto al trono un tiempo
antes de la mano de la resistencia española y también de las tropas inglesas
comandadas por el duque de Wellington.
En su biografía de Manuel Dorrego, el historiador Gabriel Di
Meglio menciona oportunamente que varios de los oficiales revolucionarios
habían sido educados en Europa en el cuestionamiento del despotismo. Sin
embargo, en ese escenario cambiante y contradictorio de este lado del Atlántico
buscaron consolidar el orden colonial vigente, representado por Fernando VII.
“La causa revolucionaria –dice Di Meglio– se presentaba como empresa patriótica
y eso la legitimaba. La Patria era uno de esos tres pilares simbólicos de la
sociedad hispana junto con Dios y con el rey. Aquél no se ponía en discusión
mientras que éste era una incógnita desde 1808 (momento en que el reino de
España estaba en manos de José Napoleón). Pero la noción de Patria –un concepto
que remitía al territorio en el que se vivía en clave comunitaria y
sentimental– devino el principio identitario fundamental a partir de 1810:
había que servirla, salvarla, liberarla. También los fidelistas, claro, creían
en la superioridad de su posición y ambas certidumbres explican en buena medida
la duración y el encarnizamiento de lo que sería una guerra devastadora”. El
origen de la Patria, como territorio que abarcaba el entonces Virreinato, es
mucho más confuso que aquel que la historia consagrada ha introducido en las
currículas educativas de la Argentina.
Los dos siglos del 25 de Mayo representaron una gran
expresión de júbilo y de identificación con los orígenes americanos de aquel
grito libertario. Sin embargo, ahora, la inminencia de ese período que va de
junio de 2015 a julio de 2016, cuando se celebrará el bicentenario de la
Declaración de la Independencia, constituye un desafío a ver los intereses que
estaban en juego y que se potenciaron a los dos lados del océano Atlántico tras
el ocaso de Napoleón y finalmente su derrota en los campos de Waterloo. Los
intereses comerciales porteños veían ese escenario y sus intereses estaban por
sobre cualquier entendimiento con Artigas y los gobernadores federales reunidos
en Oriente. Es más, los enfrentaban, los perseguían. Aquellos caudillos de
gauchos y de indios expresaban otros valores, defendían otros proyectos. Por
algo Artigas, en el poco tiempo que pudo gobernar del otro lado del Río de la
Plata, había establecido una reforma agraria. Para la visión liberal de
entonces, luego acuñada por la historia consagrada, ese encuentro en Arroyo de
la China atrasaba las agujas del reloj. Para muchos, entonces y ahora, esos
congresales cumplían con el mandato revolucionario de mayo y con el de la Asamblea
de 1813, que pedía una Constitución.
Pasado apenas un año del congreso artiguista, y sin los
representantes de las provincias reunidas a orillas del río Uruguay, en San
Miguel de Tucumán se reunían otras provincias para proclamar también una
independencia. Sabidas son las ansiedades que despertaba en José de San Martín,
las demoras y las intrigas de los congresales en los meses previos al histórico
9 de julio. San Martín llevaba casi dos años como gobernador de Cuyo y tenía la
vista tanto en la cordillera por donde cruzaría con sus ejércitos como en el
avance de Brasil sobre el lado oriental. El Ejército de los Andes necesitaba
cruzar para dar batalla a los españoles en nombre de la Patria. De una Patria
con autoridades o sin ellas. Incluso, con unas autoridades dispuestas a
sabotear la gesta histórica. Aquel congreso de Tucumán apenas logró poner al
frente de las Provincias Unidas a un Juan Martín de Pueyrredón dispuesto a
apoyar un poco a San Martín. Pero aquel congreso no pudo ser el artífice de una
Constitución. Ni siquiera podía articular a las provincias que habían mandado
emisarios a Tucumán. Lo que la historia oficial, consagrada, evade no es solo
que el acta de la Independencia quedó como una proclama sin sustento
institucional sino que expresaba a una nación que estaba partida antes de ser
parida.
Desde entonces han pasado casi 200 años."