domingo, 9 de noviembre de 2014

EL NUEVO LIBRO DE EDUARDO ANGUITA

En un contexto de transición presidencial, el autor de La Voluntad traza un balance esta etapa política, y propone asumir un debate valiente que trascienda las pasiones circunstanciales en su nuevo libro La patria pensada.


Con su estilo personal y sin concesiones, la mirada de Anguita analiza los temas centrales que deben ser revisados en estos años y convoca a pensar en una democracia participativa, en reformas que enfrenten el poder económico concentrado y sus aliados en el poder político y promuevan avances significativos en el terreno de la lucha por la igualdad.

En La patria pensada, las ideas de una decena de destacadas personalidades, el análisis económico de Horacio Rovelli y las opiniones de la gente de la calle enriquecen el texto. Participan con sus miradas y opiniones Juan Carr, Horacio González, José Natanson, Stella Maldonado, Felipe Pigna, Maristella Svampa, Alberto Fernández, María O´ Donnel, Gustavo Grobocopatel, Juan Manuel Abal Medina.

Esta es la introducción del libro que será presentado el miércoles 12 en Buenos Aires.

"La Patria es lo más íntimo. Es un grito interior, un recuerdo, los sueños de tus padres, una música que se rumorea cuando estás lejos de tu tierra. La Patria es, al mismo tiempo, una construcción cincelada por una serie de aparatos institucionales que te llevan a aprender un himno, a venerar unos próceres. La Patria, entonces, no solo son otros y otras que se identifican con un pasado y, quizás, con unos sueños colectivos. Es también el resultado de un diseño. Del diseño de quienes están en la cúspide de una serie de aparatos de poder. De grupos que, instalados en ciertas agencias públicas y empresas privadas, pueden tomar decisiones. La Patria fue reclamada socialista cuando la coreaban militantes revolucionarios antes de la llegada de Perón. Fue demandada peronista cuando Perón volvía después de 18 años de exilio. La Patria fue La Patria, a secas, cuando las Fuerzas Armadas dieron un nuevo golpe de Estado y abrieron el paso para que una serie de familias con olor a bosta de vaca y mucha plata en los bancos pudiera jibarizar un poco más a los patrios. La Patria entonces fueron ellos, excluyendo al resto de la sociedad, una situación perversa que Charly García definió por entonces con genialidad, cantando en Botas locas: “Si ellos son la patria, yo soy extranjero”. La Patria no solo es las tripas y los escenarios de disputas. Es un conjunto de interacciones pensadas, de intereses cruzados. La Patria se vive, se sufre, se disfruta. Te deja que la veas y te quedes afónico. A veces afónico de tu propia verdad sin que escuches siquiera el eco de tu voz o sientas el acompañamiento de otros. A veces, la Patria te interpela. Algo hace que la pienses y te acuerdes de Atahualpa Yupanqui cuando decía que un amigo es uno mesmo con la piel de otro.

En La patria pensada, las ideas de una decena de destacadas personalidades, el análisis económico de Horacio Rovelli y las opiniones de la gente de la calle enriquecen el texto.

La Patria, en fin, es la diversidad. Pero también la desigualdad. Es un grupo de gente beneficiada por la exportación de la soja y, al mismo tiempo, los cientos de miles de familias que tienen una vivienda o un trabajo precario. Las Patrias, en el siglo XXI, están más que nunca atravesadas por la globalización: un planeta de 7.000 millones de habitantes donde 70 millones son poseedores del 46% de lo que se produce. Si se va más a la punta de la pirámide social, un centenar de personas ultrarricas perciben anualmente lo mismo que la mitad de los habitantes de la Tierra. Y la Patria también es la distribución cada vez más regresiva de la riqueza. Sucede en Estados Unidos y en Europa, donde los ultrarricos cada vez pagan menos impuestos al tiempo que se recortan los programas sociales. Pero también sucede en China, cuyo crecimiento impresionante fortalece a un sector que se apropia de más ingresos que las grandes mayorías. En cada rincón del planeta hay gentes que quieren a sus Patrias, pero no prosperan modelos de igualdad, fraternidad y libertad sino que el capitalismo financiero avanza sin muchos frenos hacia un modelo de concentración de poder.

¿Quién nos dijo que pelear por tu verdad y por tus intereses, inevitablemente, te lleva a no sentir a los otros, a los que piensan y sienten distinto? ¿Acaso la Patria no puede ser el partido y el entero? El Bicentenario de la Revolución de Mayo de 1810 fue una de esas raras oportunidades en las que el celeste y el blanco inundaron a propios y ajenos. En el fervor, no importaba tanto si, en su origen, esos eran los colores borbones. Hubo alegría. Hubo apertura a buscar otras raíces, a reconocerse en todas las regiones de la América hispana que habían gritado libertad. La elección de la junta de gobierno patrio nos fue contada como el grito fundacional tanto por los historiadores consagrados como por los revisionistas. Luego se abren las inevitables interpretaciones que van marcando diferencias sustantivas. A medida que se desataban los conflictos hubo saavedristas y morenistas, hubo posiciones distintas acerca del lugar que cada cual ocuparía en las proto-provincias unidas del Río de la Plata. Había un escenario cambiante e imprevisible, en parte como reflejo de lo que pasaba del otro lado del Atlántico. España invadida, Napoleón triunfante, la Corte portuguesa trasladándose a Río de Janeiro, una Gran Bretaña poderosa con una diplomacia y un comercio silenciosamente avasallantes.

No es la idea de estas páginas internar al lector en los orígenes. Estas menciones son para volver al presente. Lo que se viene en unos meses es un dilema que pondrá en juego una vez más las tensiones entre la política y la historia. Aquel escenario llevó a que, pasados apenas cinco años del grito insurreccional de 1810, la Patria que todavía no era Nación ya estuviera claramente partida. En junio de 1815, en Arroyo de la China, luego Concepción del Uruguay, se reunía el Congreso de Oriente. Bajo el liderazgo de José Gervasio de Artigas hubo delegaciones formales de Corrientes, Misiones, Entre Ríos, Córdoba, Santa Fe y la Banda Oriental, todos convencidos de romper los lazos con el reino de España. El directorio, porteñista y unitario, había avalado la invasión portuguesa a las tierras orientales, lo que hoy es Uruguay. Los porteños no querían conflictos con la diplomacia británica y en Montevideo también había un grupo de comerciantes liberales que le daban la espalda a Artigas. Era un tiempo donde la información no llegaba en forma instantánea, pero hay una coincidencia en las fechas que no puede ser desdeñada. El Congreso de Oriente se hizo apenas diez días después de la batalla de Waterloo. Era el fin del poder de Napoleón y la consolidación británica en Europa y también en los viejos dominios españoles. Fernando VII había vuelto al trono un tiempo antes de la mano de la resistencia española y también de las tropas inglesas comandadas por el duque de Wellington.

En su biografía de Manuel Dorrego, el historiador Gabriel Di Meglio menciona oportunamente que varios de los oficiales revolucionarios habían sido educados en Europa en el cuestionamiento del despotismo. Sin embargo, en ese escenario cambiante y contradictorio de este lado del Atlántico buscaron consolidar el orden colonial vigente, representado por Fernando VII. “La causa revolucionaria –dice Di Meglio– se presentaba como empresa patriótica y eso la legitimaba. La Patria era uno de esos tres pilares simbólicos de la sociedad hispana junto con Dios y con el rey. Aquél no se ponía en discusión mientras que éste era una incógnita desde 1808 (momento en que el reino de España estaba en manos de José Napoleón). Pero la noción de Patria –un concepto que remitía al territorio en el que se vivía en clave comunitaria y sentimental– devino el principio identitario fundamental a partir de 1810: había que servirla, salvarla, liberarla. También los fidelistas, claro, creían en la superioridad de su posición y ambas certidumbres explican en buena medida la duración y el encarnizamiento de lo que sería una guerra devastadora”. El origen de la Patria, como territorio que abarcaba el entonces Virreinato, es mucho más confuso que aquel que la historia consagrada ha introducido en las currículas educativas de la Argentina.

Los dos siglos del 25 de Mayo representaron una gran expresión de júbilo y de identificación con los orígenes americanos de aquel grito libertario. Sin embargo, ahora, la inminencia de ese período que va de junio de 2015 a julio de 2016, cuando se celebrará el bicentenario de la Declaración de la Independencia, constituye un desafío a ver los intereses que estaban en juego y que se potenciaron a los dos lados del océano Atlántico tras el ocaso de Napoleón y finalmente su derrota en los campos de Waterloo. Los intereses comerciales porteños veían ese escenario y sus intereses estaban por sobre cualquier entendimiento con Artigas y los gobernadores federales reunidos en Oriente. Es más, los enfrentaban, los perseguían. Aquellos caudillos de gauchos y de indios expresaban otros valores, defendían otros proyectos. Por algo Artigas, en el poco tiempo que pudo gobernar del otro lado del Río de la Plata, había establecido una reforma agraria. Para la visión liberal de entonces, luego acuñada por la historia consagrada, ese encuentro en Arroyo de la China atrasaba las agujas del reloj. Para muchos, entonces y ahora, esos congresales cumplían con el mandato revolucionario de mayo y con el de la Asamblea de 1813, que pedía una Constitución.

Pasado apenas un año del congreso artiguista, y sin los representantes de las provincias reunidas a orillas del río Uruguay, en San Miguel de Tucumán se reunían otras provincias para proclamar también una independencia. Sabidas son las ansiedades que despertaba en José de San Martín, las demoras y las intrigas de los congresales en los meses previos al histórico 9 de julio. San Martín llevaba casi dos años como gobernador de Cuyo y tenía la vista tanto en la cordillera por donde cruzaría con sus ejércitos como en el avance de Brasil sobre el lado oriental. El Ejército de los Andes necesitaba cruzar para dar batalla a los españoles en nombre de la Patria. De una Patria con autoridades o sin ellas. Incluso, con unas autoridades dispuestas a sabotear la gesta histórica. Aquel congreso de Tucumán apenas logró poner al frente de las Provincias Unidas a un Juan Martín de Pueyrredón dispuesto a apoyar un poco a San Martín. Pero aquel congreso no pudo ser el artífice de una Constitución. Ni siquiera podía articular a las provincias que habían mandado emisarios a Tucumán. Lo que la historia oficial, consagrada, evade no es solo que el acta de la Independencia quedó como una proclama sin sustento institucional sino que expresaba a una nación que estaba partida antes de ser parida.

Desde entonces han pasado casi 200 años."

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