El director de Le Monde Diplomatique y analista político, José Natanson, describe el panorama de Latinoamérica en función de un paisaje electoral más competitivo en donde emerge una nueva derecha.
Por José Natanson
Los resultados de los comicios presidenciales en Brasil, el
antecedente de Henrique Capriles en Venezuela y las encuestas en Argentina
definen un paisaje electoral más competitivo que el del pasado, con los
gobiernos progresistas enfrentando más dificultades para retener el poder y en
el que se destaca la emergencia de una nueva derecha, que es democrática,
pos-neoliberal e incluso está dispuesta a exhibir una novedosa cara social
(casi diríamos populista, si no estuviéramos tan cansados de la palabra, tanto
en su acepción despectiva como en su –en otro momento valiosa, a esta altura un
poco hartante– elevación epistemológica).
Pero no nos desviemos y tratemos de caracterizarla.
DEMOCRÁTICA
El talante democrático de la nueva derecha es toda una
novedad regional. En efecto, históricamente las fuerzas conservadoras rara vez
resistían la tentación de golpear las puertas de los cuarteles cuando percibían
que sus intereses no podían imponerse por vía de las urnas, como sucedió en
1955, 1966 y 1976 en Argentina y como ocurrió en 1964 en Brasil, en 1973 en
Uruguay y en los 80 en toda Centroamérica, o cuando, como en el Chile de
Allende o la Guatemala de Arbenz, consideraban que la radicalización de los
gobiernos de izquierda había alcanzado niveles intolerables. Todo esto ocurría,
por supuesto, en contextos políticos pretorianizados, en donde los militares
funcionaban como un recurso más del juego político y en donde también la
izquierda recurría de vez en cuando a ellos, como en Perú en 1968 y en Ecuador
en el 2000.
Pero eso ha cambiado y hoy la derecha latinoamericana ha
aceptado a la democracia como el único sistema posible (el peor sistema
diseñado por el hombre a excepción de todos los demás, según el célebre
aforismo de Churchill). Esto no implica, por supuesto, que esté completamente
libre de intentos golpistas, ensayos de desestabilización y deslices
autoritarios, como demuestra la experiencia reciente de Honduras, Paraguay,
Ecuador y Bolivia. Hay quienes practican el “golpismo sin sujeto”, la nueva
modalidad del desplazamiento extra-institucional del siglo XXI (1), y están
aquellos que se niegan a aceptar derrotas electorales limpias, algo que por
otra parte no es un vicio exclusivo de la derecha, a juzgar por las denuncias
de fraude agitadas por Andrés Manuel López Obrador tras las elecciones de 2006
en México.
Pero, más allá de los matices, lo central es que los núcleos
más recalcitrantes constituyen sectores minoritarios dentro de las fuerzas de
la nueva derecha, que son más complejas y contradictorias de lo que el punto de
vista simplista está a menudo dispuesto a admitir. En una mirada general, sus
partidos y candidatos surgieron sobre el final de los períodos autoritarios y
en algunos casos enfrentándolos, como sucede con el PSDB brasilero, un partido
modernizante de profesionales e intelectuales que se sumó a las protestas
contra el gobierno militar, o como ocurre con Sebastián Piñera y su célebre
voto por el No en el plebiscito contra Pinochet, lo que desde luego no les ha
impedido explorar más tarde alianzas con fuerzas vinculadas a las dictaduras,
como el DEM brasilero o la UDI chilena. En suma, el carácter democrático de la
nueva derecha –más allá de sus convicciones, que como no somos psicólogos
preferimos no explorar– se explica por una cuestión de origen.
POS-NEOLIBERAL
Además de democrática, la nueva derecha es pos-neoliberal.
Aunque sus programas económicos incluyen las conocidas prescripciones
pro-mercado, son escasas las menciones explícitas a las políticas de
desregulación, privatización y apertura comercial que constituían el núcleo
básico del Consenso de Washington. Estrategia que, una vez más, tiene menos que
ver con la astucia ocultista del marketing político que con el contexto: ocurre
que todas estas reformas ya fueron aplicadas y que, aunque hubo correcciones y
contrarreformas de distinta intensidad, en términos generales se encuentran
vigentes. Por ejemplo, el arancel promedio latinoamericano –indicador de
apertura comercial– se sitúa actualmente en el 14 por ciento, contra el 42,5 en
1985; el costo laboral –indicador de flexibilización– se redujo 40 por ciento,
y el gasto público –indicador de intervención estatal– pasó del 20,5 al 35 por
ciento (2). En otras palabras, las propuestas no incluyen menciones explícitas al
neoliberalismo porque el neoliberalismo es antipático pero sobre todo porque el
neoliberalismo ya ocurrió.
Nuevamente habrá que matizar el argumento. Las bajas dosis
de neoliberalismo explícito contenidas en los programas económicos de la nueva
derecha no implican de ningún modo equipararlas a los oficialismos de
izquierda. Una derecha sin izquierda es un imposible geométrico tanto como un
absurdo político. Las diferencias siempre existen; lo crucial es capturarlas
analíticamente y considerarlas en su justa medida. Por ejemplo, un triunfo de
Aécio Neves en Brasil, como uno de Lacalle Pou en Uruguay o uno de Mauricio
Macri en Argentina, no hubiera implicado un retorno al proyecto del ALCA, como
se anda diciendo por ahí, por el simple hecho de que, aun si ese hubiera sido
su objetivo, los empresarios paulistas no se lo hubieran permitido, y porque la
estrategia de Estados Unidos consiste ahora en firmar tratados de libre
comercio bilaterales más que embarcarse en imposibles negociaciones con
bloques.
En cambio, sí podría llevar a una “flexi-bilización” del
Mercosur, propuesta compartida por los partidos opositores de los cinco socios
del Mercosur. Aunque no resulta fácil entender qué significa exactamente,
porque la idea suele formularse en términos abstractos, parecería apuntar a una
transformación del bloque, de la unión aduanera que es actualmente a una zona
de libre comercio, para lo cual habría que derogar la famosa cláusula 31, que
les impide a los integrantes negociar individualmente tratados comerciales con
terceros. Un cambio de este tipo, que acercaría al Mercosur a modelos de
integración más abiertos como el NAFTA o la Alianza del Pacífico, supondría
abandonar el arancel unificado (por otra parte lleno de agujeros, excepciones y
regímenes especiales), los proyectos de integración productiva (salvo en casos
como el de la industria automotriz, escasamente desarrollados) y la
convergencia económica estructural (limitada a las declaraciones de deseos de
las cumbres de presidentes). En otras palabras: más que “abandonar” el
Mercosur, implicaría recuperar su espíritu comercialista original –recordemos
que el tratado fundacional fue firmado en 1991 por Carlos Menem y Fernando
Collor de Mello– orientado a facilitar los negocios de los sectores empresariales
más dinámicos de cada país.
SOCIAL
Por último, la nueva derecha tiene una cara social. Sus
líderes prometen mantener los programas desplegados en la última década e
incluso disputan la simbología de la izquierda, como ocurre con Capriles, que
aseguró que no desarmará las misiones chavistas en caso de llegar a la
presidencia, bautizó Simón Bolívar a su comando de campaña y hasta se viste con
el amarillo, azul y rojo en los actos proselitistas. El hecho de que los
candidatos de otros países hayan recurrido a la misma estrategia y que incluso
se debata su “caprilización” (3) confirma que, como en su momento sucedió con
Hugo Chávez, el primer líder de la nueva izquierda en llegar al gobierno,
Venezuela dispone de una asombrosa capacidad anticipatoria.
Real o impostada, la cara social de la nueva derecha la hace
competitiva, le permite combinar la apuesta al “voto de opinión” de las grandes
ciudades con las redes clientelares tradicionales, a veces heredadas de las
dictaduras, como sucede con la UDI en Chile y con DEM en Brasil, y en otros
casos construidas por los viejos partidos populistas, como ocurre con los
blancos en Uruguay o como sucede con Macri en la Ciudad de Buenos Aires, donde
el PRO absorbió una parte de la densa trama del viejo PJ Capital y consiguió,
en todas sus elecciones, resonantes triunfos en las comunas del Sur.
Esto marca un contraste con la mucho más ideológica derecha
clásica, lo que a su vez se refleja en el perfil de sus líderes. A diferencia
de los viejos dinosaurios, en general economistas estilo Alsogaray, Cavallo o López
Murphy, la nueva derecha está integrada por empresarios, gestores y
deportistas, de Mauricio Macri a Vicente Fox, de Samuel Doria Medina a Daniel
Scioli. Hombres de acción, que casi siempre son jóvenes o se esfuerzan por
parecerlo, y que combinan berlusconianamente la tradición liberal con la
conservadora y exhiben una agilidad programática y un sentido de la oportunidad
de una astucia ausente en sus latosos antecesores.
NOVEDADES
Los rasgos analizados más arriba se reflejan en dos grandes
transformaciones electorales. La primera es un cambio de los votantes de la
izquierda, que ha ido perdiendo parte de su apoyo original en las clases medias
para anclarse, cada vez más, en los sectores populares, como demuestra el
movimiento del electorado del PT del Sur al Nordeste, y como revelan también
los avances del Frente Amplio en el interior. Incluso Evo Morales, que arrasó
en los comicios presidenciales de Bolivia, obtuvo en el núcleo altiplánico
menos votos que en el pasado, como advierte Federico Vázquez en la columna que
acompaña este editorial. La segunda novedad, que será necesario explorar con
más calma, es la dificultad de los gobiernos progresistas para seducir a los
votantes más jóvenes, que cada vez más tienden a inclinarse por la oposición,
quizás porque la dramática experiencia del neoliberalismo permanece en ellos
como un recuerdo difuso, lejano. Por todos estos motivos, y por más que todavía
no logre llegar al poder, la nueva derecha aparece como un sujeto nuevo y
competitivo en la política latinoamericana.
1. Véase Juan Gabriel
Tokatlian, “El neogolpismo”, Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, Nº 178,
mayo de 2014. 2. Eduardo Lora, “Las reformas estructurales en América Latina.
Qué se ha reformado y cómo medirlo”, BID. 3. www.artepolitica.com