El día de la tradición se conmemora en nuestro país el 10 de
noviembre, el día en que nació José Hernández, el autor de Martín Fierro, una
de las obras más representativas de la literatura gauchesca.
A continuación transcribimos
el prólogo del mismo Hernández para la edición uruguaya de su obra cumbre. En
él se evidencia su profunda preocupación por las injusticias sufridas por los
gauchos, su interés por mejorar su condición socia y su compromiso con la
educación de sus paisanos, de esos –al decir de Ricardo Gutiérrez- “jinetes de
la tierra, criaturas de un corazón noble y bravo, y una inteligencia
sorprendente…”.
El prólogo de Hernández a la edición uruguaya del “Martín
Fierro”
LA TIPICIDAD RIOPLATENSE
Entre los muchos materiales a revisar con motivo del
centenario de la aparición del Martín Fierro –cumplido en el curso de este año
que finaliza- hay uno, escrito por su autor, que reúne algunas señales
reveladoras del marco cultural en el que José Hernández quiso inscribir su
obra, la más popular de la literatura argentina. Se trata del prólogo a la
primera edición uruguaya del poema, fechado en agosto de 1874.
Es un texto que desarrolla elementos del pensamiento
hernandiano y cuyo final expresa una autoafirmación de la tipicidad argentina
frente a la idea de país civilizado proveniente de Europa. (…) Refiriéndose a
los escritores que celebraron la aparición del libro desde 1872, Hernández señala
que “han venido galante y generosamente a abrirle al pobre gaucho las puertas
de la opinión ilustrada.”
Una opinión en gran parte acaparada por sedimentos de la
cosmovisión metropolitana que el mismo Hernández se encarga de combatir en ese
prólogo, al señalar que “la naturaleza de la industria no determina por sí sola
los grados de riqueza de un país, ni es el barómetro de su civilización”.
Surge, entonces, en este contexto, un punto de reafirmación americana, de
reivindicación cultural: el autor concluye que la condición social del gaucho
no es mejorable con “cuestiones de detalle de buena administración, sino que
penetra algo más profundamente en la organización definitiva y en los destinos
futuros de la sociedad”. Este es el pensamiento de Hernández allí expresado.
Señores editores:
Sin ningún interés egoísta, ni aun de amor propio siquiera,
deseo a ustedes un éxito feliz en su pequeña empresa.
Permítanme ustedes manifestarles ahora la confianza con que
espero de su fina atención, que reserven a esta carta un pequeño espacio entre
las páginas del folleto, porque anhelo satisfacer en ellas una deuda de
gratitud que tengo para con el público, para con la prensa argentina y mucha
parte de la oriental; para con algunas publicaciones no americanas, y para con
los escritores que dignándose ocuparse de mi humilde trabajo lo han ennoblecido
con sus juicios ofreciéndome a la vez, sin ellos procurarlo, la recompensa más
completa y la satisfacción más íntima.
Por lo que respecta a los escritores cuyos fallos honrosos
colocan ustedes al frente de la nueva edición, ellos comprenderán los
sentimientos que me animan, con sólo manifestarles mi persuasión íntima de que
el éxito que pueda alcanzar en lo sucesivo, lo deberá casi en su totalidad a
esos protectores, que han venido galante y generosamente a abrirle al pobre
gaucho las puertas de la opinión
ilustrada.
Aquí podría, y hasta quizá debería poner término a esta
carta, puesto que he cumplido los principales objetos que he tenido en vista;
pero sea el hábito que se forma todo el que se pone en frecuentes confidencias
con el público, o sea cualquiera otra razón, lo cierto es que siento la
necesidad de dar expansión a mis ideas, y de dejar correr libremente el
pensamiento siquiera por algunos instantes.
Quizá tiene razón el señor Pelliza al suponer que mi trabajo
responde a una tendencia dominante de mi espíritu, preocupado por la mala
suerte del gaucho.
Mas las ideas que tengo al respecto, las he formado en la
meditación y después de una observación constante y detenida.
Para mí, la cuestión de mejorar la condición social de
nuestros gauchos, no es sólo una cuestión de detalles de buena administración,
sino que penetra algo más profundamente en la organización definitiva y en los
destinos futuros de la sociedad, y con ella se enlazan íntimamente,
estableciéndose entre sí una dependencia mutua, cuestiones de política, de
moralidad administrativa, de régimen gubernamental, de economía, de progreso y
civilización.
Mientras que la ganadería constituya la fuente principal de
nuestra riqueza pública, el hijo de los campos, designado por la sociedad con
el nombre de gaucho, será un elemento, un agente indispensable para la
industria rural, un motor sin el cual se entorpecería sensiblemente la marcha y
el desarrollo de esa misma industria, que es la base de un bienestar permanente
y en que se cifran las esperanzas de riqueza para el porvenir.
Pero ese gaucho debe ser cuidado y no paria; debe tener
deberes y también derechos, y su cultura debe mejorar su condición.
Debe hacérsele partícipe de las ventajas que el progreso
conquista diariamente; su rancho no debe hallarse situado más allá del dominio
y del límite de la escuela.
Esto es lo que reclama el patriotismo, lo que exige la
justicia, lo que reclama el progreso y la prosperidad del país.
No se cambia en un año, ni en un siglo a veces, la planta de
la riqueza pública de una nación.
Muchas falsas teorías, muchos principios erróneos, y que
eran aceptados hasta hace pocos años como axiomas a los cuales estaban
obligadas a ajustarse todas las ideas, han venido a ser destruidos por los
adelantos de la ciencia, y por los fantásticos progresos que el genio del
hombre realiza a cada instante.
Así ha sucedido en todas las ciencias, así sucede por lo
tanto en las ciencias sociales.
Sus verdaderos principios, como todos los que forman el más
sólido fundamento del progreso humano, son contemporáneos de la América, unos,
de la libertad de América, los más.
Antes no se admitía la ida de un pueblo civilizado, sino
cuando había recorrido los tres grandes períodos de pastor, agricultor y
fabril.
La intransigente severidad de tales principios, exigía el
tránsito de un pueblo por esas tres evoluciones de la economía industrial, para
discernirle el título de cultura, que de otra manera no lograba alcanzar jamás.
Un pueblo pastor, significaba una sociedad embrionaria,
colocada en el primer período de su formación, y elaborando lentamente en su
seno los elementos que debían elevarlo en la escala de la civilización, que el
error y el atraso habían graduado.
Pero tales errores no son de la época, y el progreso moderno
en todas sus manifestaciones, se ha encargado de disiparlos totalmente.
El vapor, dando seguridad y facilidades a la navegación, los
ferrocarriles suprimiendo las distancias, el telégrafo ligando entre sí a todas
las sociedades civilizadas, han convertido al mundo en un vasto taller de
producción y de consumo.
La actividad de los cambios circula en las inmensas arterias
de ese cuerpo formado por un planeta, con facilidad y rapidez, y sus efectos se
extienden en cada grupo social hasta el más lejano de los miembros que lo
componen.
Los pueblos no viven ya en el aislamiento, que los condena a
marchar paso a paso, realizando lentamente las conquistas destinadas a asegurar
su progreso y su perfeccionamiento.
Hoy, sus evoluciones son menos tardías, llevan impreso otro
sello y obedecen a otra tendencia.
En nuestra época, un país cuya riqueza tenga por base la
ganadería, como la Provincia de Buenos Aires y las demás del litoral argentino
y oriental, puede no obstante ser tan respetable y tan civilizado, como el que
es rico por la agricultura, o el que lo es por sus abundantes minas, o por la
perfección de sus fábricas.
La naturaleza de la industria no determina por sí sola los
grados de riqueza de un país, ni es el barómetro de su civilización.
La ganadería puede constituir la principal y más abundante
fuente de riqueza de una nación, y esa sociedad sin embargo, puede hallarse
dotada de instituciones libres como las más adelantadas del mundo; puede tener
un sistema rentístico debidamente organizado, y establecido sólida y
ventajosamente su crédito exterior; puede poseer universidades, colegios, un
periodismo abundante e ilustrado; una legislación propia, círculos literarios y
científicos; pueden marchar formando parte de la inmensa falange de los civilizadores
de la humanidad, sus publicistas, sus oradores, sus jurisconsultos, sus
estadistas, sus médicos, sus poetas; y seguir de cerca las huellas de las
escuelas más adelantadas sus ingenieros, arquitectos, pintores y músicos;
cultivar finalmente, con igual éxito y con honroso afán, todos los demás ramos
de utilidad u ornato, que forman la esfera recorrida por la actividad de la
inteligencia human en su giro infatigable y luminoso.
De estas ideas, a darle a un libro la tendencia que se le ha
observado en el que nos ocupa, no hay distancia que recorrer.
Sus límites se tocan visiblemente.
Para abogar por el alivio de los males que pesan sobre esa
clase de la sociedad, que la agobian y la abaten por consecuencia de un régimen
defectuoso, existe la tribuna parlamentaria, la prensa periódica, los clubes,
el libro y por último el folleto, que no es una degeneración del libro sino más
bien uno de sus auxiliares, y no el menos importantes.
Me he servido de este último elemento, y en cuanto a la
forma empleada, el juicio sólo podría pertenecer a los dominios de la
literatura.
Pero en este terreno, Martín Fierro no sigue, ni podía
seguir otra escuela, que la que es tradicional al inculto payador.
Sus desgracias, que son las de toda la clase social a que
pertenece, despiertan en los que participan de su destino, un interés fácil de
explicar; pues si la felicidad aleja, el infortunio aproxima.
¡Ojalá que Martín Fierro haga sentir a los que escuchan al
calor del hogar la relación de sus padecimientos, el deseo de poderlo leer!
A muchos les haría caer entonces la baraja de las manos.
A punto de terminar esta carta, recibo un periódico en que
se registra una correspondencia del doctor Ricardo Gutiérrez, datada en Paris,
en 12 de julio último.
Interrumpí mi trabajo para leerla, aunque rápidamente, pero
con el interés que me inspira cuanto sale de la pluma de ese distinguido
compatriota, que nos admira todavía, y de la que se dijo: que todos los poetas
eran sabios, y todos los sabios eran poetas.
Me permito transcribir algunos párrafos de esa
correspondencia y juzgue el lector de la oportunidad y motivo de la
reproducción.
Habla el doctor Gutiérrez:
“Por todas partes donde caminamos en las capitales del
mundo, nos seduce un espectáculo grandioso; cada hombre del pueblo vive de un
arte, de un oficio, de una profesión; la Francia es hecha por franceses y el
Brasil por los brasileños, y así cada nación culminante con todo lo que
encierra y vale, desde el fondo de la alcantarilla hasta la cruz de la torre.
“Educar el pueblo, quiere decir aquí darle medios de vida
por la enseñanza del trabajo, que es el título de su significación social, el
radio por el cual converge al círculo de las naciones civilizadas y su base de
orden, de progreso, de aspiración y de paz; naciones sudamericanas, porque las
ven ausentes en los concursos de exposición. El que mira sin pasión este
criterio, lo encuentra ajustado a la verdad, porque los arcos y flechas del
Chaco y los trozos de materia bruta que hemos dado por muestra de nuestra
existencia en los certámenes de las artes y la industria universales,
retrograda realmente hasta los tiempos de la conquista de nuestra significación
social. Allí es donde a veces ha oprimido el corazón esta bárbara pregunta:
“-Y los gauchos de allá, ¿son antropófagos?
“-No, señor –he respondido- son cristianos, pastores, son
agricultores y jornaleros; los famosos jinetes de la tierra, son criaturas de
un corazón noble y bravo, de una inteligencia sorprendente; son hospitalarios,
sobrios y generosos y habituados a tan enormes trabajos rurales, que son los
únicos que no le sean disputados por el incesante concurso de la inmigración.”
Bien, pues, creo que las figuras colocadas en escena en el
Martín Fierro, no desmienten ni contradicen esos rasgos de la fisonomía moral y
del carácter distintivo de nuestros gauchos, trazados con rapidez, pero con
exactitud, por el autor de los párrafos que acaban de leerse.
Termino ésta, con la satisfacción de hallar de este modo
robustecida y confirmada mi opinión, con
la de un observador prudente, a quien el espectáculo de la civilización
europea, no ha debilitado sus simpatías y su admiración por la naturaleza
americana con todas sus grandezas y con todos sus defectos.
Pido a ustedes humildemente disculpa por la demasiada
extensión que he dado a esta carta, y me ofrezco
A. S. S.
José Hernández - Montevideo, agosto de 1874
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Fuente: La Opinión
cultural, domingo 31 de diciembre de 1972 – El Historiador